Aquí estaba situada la casa de la Confederación Nacional del Trabajo, de cuyo aspecto interior quiero decir dos palabras.
En los pasillos de algunas de las dependencias, los baldosines, pequeños, habían saltado y se amontonaban en los ángulos. Nadie se decidió nunca a arreglar aquello. Debo advertir que, al estallar el movimiento, el ramo de La construcción de la C. N. T. estaba en huelga. A una observación mía, se me contestó:
La huelga de la construcción es general. ¡Y entre nosotros no puede haber esquiroles! Que se fastidien los baldosines y se aguanten, o que vuelvan ellos mismos a su lugar. El día en que termine la huelga, lo arreglaremos nosotros.
Me hizo mucha gracia la explicación. Y desde aquel día, el abandono del piso de nuestro local, con sus baldosines amontonados, era para mí una nota simpática. Al fin y al cabo, lo esencial no era el estado más o menos ruinoso del local, sino la labor formidable que en el mismo se hacía.
Si alguno de mis lectores acudió a la calle de la Luna, a nuestro local, en los primeros tiempos del movimiento, recordará, como yo lo recuerdo, el aspecto fantástico que su entrada ofrecía. Cuatro compañeros armados estaban de guardia en la puerta, pidiendo el "carnet" a los visitantes. En el interior del patio, montones de hombres echados en el suelo, durmiendo, con el fusil al lado. Había durmientes hasta en los peldaños de la escalera principal. Casi todos ellos llevaban anudado al cuello el pañuelo rojinegro, insignia de nuestra Confederación; estaban semidesnudos, y los rostros ennegrecidos por la pólvora y el sudor, rendidos por el cansancio. De vez en cuando llegaban otros compañeros y daban una voz a los durmientes:
¡Compañeros! ¡A ver! ¡Voluntarios para la sierra! Salida inmediata. ¿Hay voluntarios? Allí atacan de firme.
Y como un resorte, los durmientes se levantaban, se echaban agua de un botijo en la cabeza, cogían el fusil y montaban presurosos en la camioneta. El suelo no permanecía libre mucho tiempo. Otros compañeros, de regreso de los pueblos en lucha, ocupaban los lugares dejados libres. Los compañeros de los Comités, arriba se ocupaban de la comida y de las municiones de los confederados, multiplicándose, telefoneando sin cesar, recibiendo y dando noticias, evacuando consultas con los compañeros que llenaban el local de la Secretaría. La mayoría de estos hombres, directivos y combatientes que yacían abajo, hacinados en el suelo, tenían un hogar, una familia pero no les quedaba tiempo material para ir a sus casas, comiendo de pie, pan y fiambres, y pasándose noches completas sin dormir. Allí estaba el compañero Manuel Rascón, con los ojos hinchados y rojos de sueño, enronquecido, multiplicándose sin sosiego en la solución de mil problemas que a cada instante surgían. Se le veía allí de día, por da noche, en la madrugada, siempre alerta, siempre en actividad... Quien no ha vivido aquellos días, en aquel lugar, no ha vivido las páginas más pintorescas de nuestra Revolución.
Entre numerosos detalles, que no transcribo aquí por no hacer interminable este capítulo, voy a evocar uno que tengo muy vivo aun en mi memoria:
Una noche, hallándome yo ante la mesa de Rascón, se presentó a éste un compañero, al que conducían otros dos. Venían del Guadarrama. El compañero conducido llevaba en el cuello un montón informe de algodón, maculado de sangre. Estaba pálido y no tenía casi alientos para hablar. Aparentaba tener unos veinticinco años, más bien alto que bajo, con las manos cubiertas de callos. Era albañil.
Uno de los que le acompañaban explicó:
−Aquí te traemos a este compañero, combatiente de la Sierra, que después de tres horas de combate, y herido por un trozo de metralla, los médicos de nuestra columna han hecho evacuar pero que se empeña en volver a la Sierra y quiere un fusil.
−Yo no soy carne de hospital. Yo soy hombre de lucha. Mi fusil se lo han entregado a otro compañero murmura el herido con voz apagada, que quiere hacer firme, sin lograrlo.
Intervengo yo, y le digo con amabilidad:
−¿Quieres enseñarme tu herida, compañero?
El herido se quita el algodón del cuello, dejando al descubierto una tremenda herida, tan profunda que no me explico cómo no le ha segado la yugular. La sangre mana todavía por el boquete. Cierro los ojos, horrorizado, y le ajusto el vendaje al cuello.
−¿Te duele mucho, compañero?−le pregunto.
−No−responde, mirándome con fijeza−.Lo que sí me duele es estar perdiendo aquí el tiempo, mientras el enemigo ataca en el Guadarrama. Dadme un fusil y dejaos ya de historias. Los hospitales no se han hecho para mí.
Mientras tanto, Rascón ha hecho una nota para que sea llevado a un hospital. Sus dos acompañantes le cogen por los brazos e intentan llevárselo. Pero el herido se debate furiosamente. Ya en el patio, se apodera del fusil de uno de los compañeros de la guardia, y ayudado por los dos amigos sube a un automóvil. Se lo llevan al hospital...
Murió en la misma noche...
La actividad en la calle de la Luna crece por momentos...
Algo parecido ocurría en la inmediata calle de Silva, donde los compañeros del Comité Nacional tenían que resolver los problemas más graves y de mayor envergadura inherentes a la lucha.
No es mi ánimo desprestigiar a las otras organizaciones, que también dieron todo cuanto podían al movimiento: hombres y medios para llevar a cabo la lucha titánica empezada por la sublevación militar fascista.
No soy sectario, ni mucho menos. Pero el lector convendrá en que, habiendo convivido la mayor parte del tiempo en el "ambiente" de mi organización, es de ella, de sus hombres y de sus hechos, de que puedo hablar sin apartarme un ápice de la verdad. Todo el Pueblo, en aquellos días, sin distinción de ideología, era antifascista, combatiente. Comunistas, anarquistas, socialistas, republicanos, todos perseguían un fin común: el aniquilamiento del fascismo, el aplastamiento del criminal movimiento subversivo.
La actividad y el entusiasmo común se manifestaban igualmente en los frentes de lucha que en la retaguardia.