Pero dejando esto, volvamos a los septemviros de la célebre conjuración; uno de los cuales, Intafernes, tuvo un fin bien desastrado, a que su misma altivez e insolencia lo precipitaron. Pues habiéndose establecido la ley de que fuera concedido a cualquiera de los siete la facultad de presentarse al rey sin preceder recado, excepto en el caso de hallarse en el momento en compañía de sus mujeres, Intafernes quiso entrar en palacio poco después de la conjuración, teniendo que tratar no sé qué negocio con Darío, y en fuerza de su privilegio, como uno de los siete, pretendía entrada franca sin introductor alguno; mas el portero de palacio y el paje encargado de los recados se la negaban, alegando por razón que estaba entonces el rey visitando a una de sus esposas. Sospechó Intafernes que era aquel uno de los enredos y falsedades de los palaciegos, y sin más tardanza saca al punto su alfanje, corta a entrambos, al paje y al portero, orejas y narices, ensártalas a prisa con la brida de su caballo, y poniéndolas luego al cuello de éstos, los despacha adornados con aquella especie de collar. Preséntanse entrambos al rey, y le declaran el motivo de su trágica violencia en aquella mutilación.