Haciendo, pues, memoria de este suceso anterior, Cambises, lleno entonces de enojo, continuó su diálogo con Prejaspes. —«Aquí mismo, pues, quiero que veas con tus ojos si los persas aciertan o desatinan en decir que pierdo la razón. He aquí la prueba que he de hacer: voy a disparar una flecha contra tu hijo, contra ese mismo que está ahí en mi antesala: si le diere con ella en medio del corazón, será señal de que los persas desatinan; pero si no la clavare en medio de él, yo mismo me daré por convencido de que aciertan en lo que de mí dicen, y que yo soy el que no atino.» Dice, apunta su arco, y tira contra el mancebo: cae éste, y mándale abrir Cambises para registrar la herida. Apenas halló la flecha bien clavada en medio del corazón, dio una gran carcajada, y habló así con el padre del mancebo, presente allí a la anatomía del hijo: —«¿No ves claramente, Prejaspes, que no soy yo quien, perdido el juicio, no atina, sino los persas los que van fuera de tino y razón? Y si no, dime ahora: ¿viste jamás otro que así sepa dar en el blanco, como yo he sabido darle en medio del corazón?» Bien conoció Prejaspes que estaba el rey totalmente fuera de sí, y temeroso de que no convirtiera contra él mismo su furor: «Señor, le dice, os juro que la mano misma de Dios no pudo ser más certera.» No hubo más por entonces; pero después, en otro sitio y ocasión, hizo el furioso Cambises otra barbarie semejante con doce persas principales, mandándolos enterrar vivos y cabeza abajo, sin haber ellos dado motivo en cosa de importancia.