CXX

Sucedió entonces, según refieren los vecinos del Quersoneso, un raro prodigio a uno de los que guardaban dichos prisioneros, pues al tiempo que sobre las brasas estaba asando no sé qué pez salado, saltó éste de repente en el fuego, y se puso a palpitar como suelen hacerlo los peces recién sacados del agua. Los demás guardias que cerca de él estaban, se quedaron admirados al verlo; pero Artaictes apenas reparó en el prodigio, encarándose con el soldado que asaba aquellos peces, le habló en estos términos: —«Nada tienes que extrañar, amigo ateniense, ese portento, que por cierto no habla contigo; «con él quiere significarme el dios de Elounte Protesilao, que aun después de muerto y disecado tiene virtud y poder conferido por los dioses para vengarse de quien le agraviare. Confieso que le tengo ofendido; pero pronto estoy para la enmienda: me ofrezco a pagar a este buen dios cien talentos en recompensa de las riquezas que le quité, y prometo a los atenienses por el rescate mío y el de mi hijo doscientos más si nos ponen en libertad. Así habló Artaictes, pero con tantas promesas no pudo aplacar al general Jantipo, ya porque le instaban los vecinos de Eleunte que vengase a su Protesilao con el suplicio del sacrílego prisionero, ya porque juzgaba por sí mismo que así debía ejecutarlo con aquel malvado. Llevándole, pues, desde la cárcel a la misma orilla del mar, donde Jerjes había construido el famoso puente, o como dicen otros, subiéndole a un cerro que cae sobre la ciudad de Madito, le empaló allí en un madero clavado en el suelo, habiendo hecho morir a pedradas al hijo a la vista del mismo Artaictes.

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