Apenas amaneció, cuando los embajadores, que nada habían sabido todavía de la salida de tropas, se presentaron ante los Eforos con el ánimo resuelto a despedirse para volverse a su patria. Admitidos, pues, a la audiencia pública, hablaron en estos términos: —«Bien podéis, lacedemonios, por nuestra parte, quedaros de asiento en casa sin sacar un pie fuera de Esparta, celebrando muy despacio, a todo placer, esas fiestas en honor de vuestro Jacinto, y faltando muy de propósito a la correspondencia que debéis a vuestros aliados. Obligados nosotros, los atenienses, así por esa nueva injuria que con vuestra estudiada tardanza y desprecio nos estáis haciendo, como también por vernos faltos de socorro, nos entenderemos con el persa del mejor modo que podamos. Manifiesto es que, una vez amistados con el rey, seguiremos como aliados sus banderas donde quiera que nos conduzcan. Vosotros, sin duda, desde aquel punto comenzareis a sentir los efectos que de una tal alianza se os podrán originar.» La respuesta que dieron los Eforos a este breve discurso de los enviados, fue afirmar con juramento, que creían en verdad hallarse ya sus tropas en Orestio, marchando contra los extranjeros, pues extranjeros llamaban a los bárbaros según su frase. Pero como los embajadores, que no la entendían, preguntasen lo que pretendían significar con aquello, informados luego de todo lo que pasaba, quedáronse admirados y suspensos, y sin perder más tiempo, salieron en seguimiento de los soldados, llevando en su compañía 5.000 infantes que se habían escogido entre los periecos (o vecinos libres) de toda la Lacedemonia.