Nadie se oponía a Mardonio, que así creía deberse hacer, y su voto venció al de Artabazo, pues él y no éste era a quien el rey había entregado el bastón y mando supremo del ejército. En consecuencia de su resolución, mandó convocar los oficiales mayores de sus respectivos cuerpos, y juntamente los comandantes de los griegos y su partido; y reunidos, les preguntó si sabían de algún oráculo tocante a los persas que les predijera que perecerían en la Grecia. Los llamados no se atrevían a hablar; los unos, por no saber nada de semejante oráculo; los otros, que algo de él sabían, por no creer que pudiesen hablar impunemente; pero el mismo Mardonio, continuó después explicándose así: —«Ya que vosotros, pues, o nada sabéis de semejante oráculo, o no osáis decir lo que sabéis, voy a decíroslo yo, que estoy bien informado de lo que en esto hay. Sí, repito, hay un oráculo en esta conformidad: que los persas, venidos a la Grecia, primero saquearán el templo de Delfos, y perecerán después que lo hubieren saqueado. Prevenidos nosotros con este aviso, ni meteremos los pies en Delfos, ni mis manos en aquel templo, ni daremos motivo a nuestra ruina con semejante sacrilegio. No queda más que hacer, sino que todos vosotros los que sois amigos de la Persia, estéis alegres y seguros de que vamos a vencer a los griegos.» Así habló Mardonio, y luego les dio orden que lo dispusiesen todo y lo tuviesen a punto para dar la batalla el día siguiente al salir el sol.