Cuando llegó el día aplazado así para el festín de la boda, como para la publicación del yerno que Clístenes hubiese escogido entre todos, mató éste cien bueyes y dio un magnífico convite, no sólo a los pretendientes, sino también a los moradores de Sición. Allí sobre mesa, apostábanselas los pretendientes en la música, y a quién descifraría algún acertijo o enigma propuesto. Iban adelante los brindis después de la comida, cuando Hipóclides, que era el héroe y bufón de la fiesta, mandó al flautero que le tocase la emmelia, y empezada ésta, la bailó con mucha gracia y mayor satisfacción propia; si bien Clístenes, observando todas aquellas fruslerías, la miraba ya de mal ojo. No paró aquí Hipóclides: descansó un poco, e hizo que le trajesen una mesa, la cual puesta allí, bailó primero sobre ella a la Lacónica, después danzó a la Ática con gestos muy ajustados; finalmente dio sus tumbos encima de la mesa, la cabeza abajo y los pies en alto, haciendo manos de las piernas para los gestos. Clístenes, si bien viéndole bailar la primera y segunda danza se desdeñaba ya en su interior de tomar por yerno a Hipóclides, a un bailarín tal y sinvergüenza, reprimíase con todo no queriendo desconcertarse contra él; pero al cabo cuando le vio dar tumbos y vueltas y zapatetas en el aire, no pudiendo ya mas consigo, lanzóle estas palabras: —«Ahora sí, hijo de Tisandro, que como saltimbanquis acabas de escamotearte la novia.» Y replicóle el mozo: —«¿Qué se le da a Hipóclides de la novia? cuyo dicho quedó desde entonces en proverbio.