LXIX

«Ya que con tus palabras me obligas, hijo mío, a que te hable claro, voy a decírtelo todo sin encubrirte cosa alguna. Has de saber que la tercera noche a punto después que me llevó a su casa Ariston, acercóseme un fantasma, en figura de él mismo, durmió conmigo y púsome, después en la cabeza una guirnalda que llevaba: hecho esto, me dejó y vino luego a mi lecho Ariston. Al verme con aquella, corona, pregúntame quién me la había dado, y respondiéndole yo que él mismo, díceme que no hay tal. Yo no hacía más que jurar una y mil veces que él había sido en efecto, y que muy mal hacía en querérmelo negar, sabiendo que muy poco antes había venido, estado conmigo y puéstome aquella misma corona. Como vio Ariston cuánto me afirmaba en ello y cuán de veras se lo juraba, cayó en la cuenta y persuadióse de que sería aquella cosa misteriosa y de orden sobrenatural, a lo cual hubo dos motivos que mucho le inclinaron: uno, porque se veía haber sido tomada la corona de aquel heroo que cerca de la puerta del patio de nuestra casa está levantado en honor de Astrabaco; otro, que consultados sobre el caso los adivinos, respondieron no haber sido otro el que vino a verme que el mismo héroe Astrabaco. He aquí, hijo, cuanto deseas saber; no hay medio: o eres hijo de un héroe, y entonces tu padre es Astrabaco, o cuando no lo seas, eres hijo do Ariston, pues de uno de los dos aquella noche te concebí. Y por lo que mira a la razón con que mayor guerra te hacen tus enemigos, alegando contra tu legitimidad que el mismo Ariston al recibir el aviso de tu nacimiento dijo delante de muchos que tú no podías ser suyo por no haber pagado diez meses, entiende, hijo, que se le deslizaron, aquellos palabras por no saber lo que suele pasar en tales asuntos, pues las mujeres paren unas a los nueve, otras a los siete meses, no esperando siempre a que se cumplan los diez, y yo cabalmente parí sietemesino; de suerte que no mucho después de su dicho conoció el mismo Ariston haber sido muy simple en lo que había hablado. Créeme a mí y déjales decir esas otras necedades acerca de tu generación, pues lo que has oído es la pura verdad. Esotro de arrieros, guárdelo para sí Leotiquides y para los que hacen correr tal patraña, y quiera Dios que sus mujeres no paran sino de sus arrieros.» Hasta aquí habló la madre.

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