XXIII

Quiso la suerte que al llegar los samios en su viaje a los Locros, por sobrenombre Epicefirios, se hallasen actualmente los Zancleos, conducidos por su rey llamado Escites, sitiando cierta ciudad de los Sicilianos con ánimo de apoderarse de ella a viva fuerza. Anaxilao, señor de Regio y grande enemigo de los Zancleos, informado del designio de los samios, procuró insinuarse con ellos, y supo persuadirles que a la sazón les convenía más bien olvidarse de Calactas y de las hermosas playas hacia donde llevaban el rumbo, y apoderarse en vez de ellas de la misma ciudad de Zancla, que se hallaba sin soldados que pudiesen defenderla. Caen los samios en la tentación, y hácense dueños de Zancla. Apenas los Zancleos ausentes de su patria oyeron que había sido sorprendida, cuando fueron corriendo a socorrerla, llamando al mismo tiempo en su ayuda a Hipócrates, señor de la Gela y aliado suyo. Viniendo éste para auxiliarles con su gente de armas, obró tan al contrario, que privando a Escites, monarca de los Zancleos, de su ciudad, le mandó poner preso, y en su compañía a Pitógenes su hermano, enviándolos así atados a la ciudad de Inico. Entró después a capitular con los samios de la plaza, e interpuesta la fe mutua del juramento, vendió alevosamente a los Zancleos; pues de la paga de su traición en que convino con los samios fue que de los esclavos y muebles que se hallaban dentro de la ciudad tomaría la mitad para sí, y que cargaría con cuanto mueble y esclavo se hallase en la campiña. Para más iniquidad, valiéndose de la ocasión, mandó atar la mayor parte de los Zancleos y se quedó con ellos como si fueran esclavos; y no contento con esto, entregó a los samios los 300 Zancleos principales para que les cortasen la cabeza, maldad que no quisieron ejecutar.

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