Corre, no obstante, por muy válido, que quien les hizo marchar de allí fue Leonidas mismo, deseoso de impedir la pérdida común de todos; añadiendo que ni él ni sus espartanos allí presentes podían sin faltar a su honor dejar el puesto para cuya defensa y guarda habían una vez venido. Esta es la opinión a que mucho más me inclino, que como viese Leonidas que no se quedaban los aliados de muy buena gana, ni querían en compañía suya acometer aquel peligro, él mismo les aconsejaría que partiesen de allí, diciendo que su honor no le permitía la retirada, y haciendo la cuenta de que con quedarse en su puesto moriría cubierto de una gloria inmortal, y que nunca se borraría la feliz memoria y dicha de Esparta; y así lo pienso por lo que voy a notar. Consultando los espartanos el oráculo sobre aquella guerra en el momento que la vieron emprendida por el persa, respondióles la Pitia, que una de dos cosas debía suceder: o que fuese la Lacedemonia arruinada por los bárbaros, o que pereciese el rey de los lacedemonios; cuyo oráculo les fue dado en versos hexámetros con el sentido siguiente: —«Sabed, vosotros, colonos de la opulenta Esparta, que o bien la patria ciudad grande, colmada de gloria, será presa de manos persas, o bien si dejare de serlo verá no sin llanto la muerte de su rey el país lacedemonio. Ínclita prole de Hércules, no sufrirá este rey de toros ni de leones el ímpetu duro, sino ímpetu todo del mismo Jove: ni creo que alce Júpiter la mano fatal, hasta que lleve a su término una de dos ruinas.» Contando Leonidas, repito, con este oráculo, y queriendo que recayese la gloria toda sobre los espartanos únicamente, creo más bien que licenciaría a los aliados, que no que le desamparasen tan feamente por ser de contrario parecer los que de él se separaron.