Entretanto, Jerjes al salir el sol hizo sus libaciones, y dejando pasar algún tiempo a la hora que suele la plaza estar llena ya de gente, mandó avanzar, pues así se lo había avisado Epialtes, puesto que la bajada del monte era más breve y el trecho mucho más corto que no el rodeo y la subida. Íbanse acercando los bárbaros salidos del campo de Jerjes, y los griegos conducidos por Leonidas, como hombres que salían a encontrar con la muerte misma, se adelantaron mucho más de lo que antes hacían, hasta el sitio más dilatado de aquel estrecho, no teniendo ya como antes guardadas las espaldas con la fortificación de la muralla. Entonces, pues, viniendo a las manos con el enemigo fuera de aquellas angosturas los que peleaban en los días anteriores contenidos dentro de ellas, era mayor la riza y caían en más crecido número los bárbaros. A esto contribuía no poco el que los oficiales de aquellas compañías, puestos a las espaldas de la tropa con el látigo en la mano, obligaban a golpes a que avanzase cada soldado, naciendo de aquí que muchos caídos en la mar se ahogasen, y que muchos más, estrujados y hollados los unos a los pies de los otros, quedasen allí tendidos, sin curarse en nada del infeliz que perecía. Y los griegos, como los que sabían haber de morir a manos de las tropas que bajaban por aquel rodeo de los montes, hacían el último esfuerzo de su brazo contra los bárbaros, despreciando la vida y peleando desesperados.