XXXVII

Al estar tan cerca los bárbaros invasores que ya alcanzaban a ver el templo, entonces el adivino Acerato, que así se llamaba, observa y ve delante del templo mismo unas armas sagradas, que de lo interior del santuario habían sido allí transferidas, armas que sin horrendo sacrilegio de mano de ningún hombre podían ser tocadas. Vase el adivino a dar noticia del prodigio a los delfios que allí quedaban, cuando en este intermedio de tiempo, acercándose los bárbaros a toda prisa y estando ya delante del santuario de Minerva la Pronea, sobrecógenles nuevos portentos mucho mayores que el que llevo notado. No digo que no fuese un prodigio estupendo el que se dejasen ver allí delante del templo unas armas de guerra salidas fuera de él por sí mismas; repito, sí, que los portentos que a este primero se siguieron son los más maravillosos que jamás en el mundo hayan sucedido; porque al ir a acometer ya a la capilla los bárbaros vecinos de Minerva Pronea, caen sobre ellos unos rayos vibrados del cielo, dos riscos desgajados con furia de la cumbre del Parnaso bajan precipitados hacia ellos con un ruido y fracaso espantosos, cogen y aplastan a no pocos, y dentro del templo mismo de la Pronea se levanta grande algazara y gritería.

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