DE LOS MINISTROS PÚBLICOS DEL PODER SOBERANO
En el último capítulo he hablado de las partes similares de un Estado: en éste voy a hablar de las partes orgánicas, que son los ministros públicos.
Quién es ministro público. Se denomina MINISTRO PÚBLICO a quien es empleado por el soberano (sea un monarca o una asamblea) en algunos negocios, con autorización para representar en ese empleo la personalidad del Estado. Y mientras que cada persona o asamblea que tiene soberanía representa a dos personas o, según la frase común, tiene dos capacidades, una natural y otra política (como un monarca tiene no sólo la personalidad del Estado, sino también la de hombre; y una asamblea soberana no sólo tiene la personalidad del Estado, sino también la de la asamblea), quienes son servidores del soberano en su capacidad natural no son ministros públicos, siéndolo solamente quienes le sirven en la administración de los negocios públicos. Por consiguiente, ni los ujieres, ni los alguaciles, ni otros empleados que constituyen la guardia de la asamblea, sin otro propósito que la comodidad de los reunidos, en una aristocracia o democracia; ni los administradores, chambelanes, cajeros y otros empleados de la casa de un monarca son ministros públicos en una monarquía.
Ministros para la administración general. De los ministros públicos, algunos tienen conferido el cargo por la administración general, ya sea del dominio entero ya de una parte del mismo. Del conjunto, como, por ejemplo, a un protector o regente se le puede encomendar por el antecesor del rey niño, durante su minoría de edad, la administración entera de su reino. En este caso, cada súbdito está obligado a prestar obediencia, en tanto que lo establezcan las ordenanzas que haga y los mandatos que curse en nombre del rey, y no sean incompatibles con el poder soberano de éste. De una parte o provincia, como cuando un monarca o una asamblea soberana dan el encargo general de la misma a un gobernador, teniente, prefecto o virrey. Y en este caso, también, cada uno de los habitantes de la provincia está obligado por todo aquello que el representante haga en nombre del soberano, y que no sea incompatible con el derecho de éste. En efecto, tales protectores, virreyes y gobernadores no tienen otro derecho sino el que deriva de la voluntad del soberano; ninguna comisión que se les confiera puede ser interpretada como declaración de la voluntad de transferir la soberanía, sin palabras manifiestas y expresas que entrañen tal propósito. Este género de ministros públicos se asemeja a los miembros y tendones que mueven los diversos miembros de un cuerpo natural.
Para la administración especial, por ejemplo, para el régimen económico. Otros tienen administración especial, es decir, les está, encomendada la realización de ciertos asuntos especiales, en el propio país o en el extranjero. En el país, en primer término, quienes, para el régimen económico del Estado, tienen autorización relativa al Tesoro, como la de establecer tributos, impuestos, rentas, exacciones o cualquier ingreso público, así como para recopilar, recibir, publicar o tomar las cuentas relativas a los mismos, son ministros públicos: ministros porque sirven a la persona del representante, y nada pueden hacer contra su mandato, ni sin su autoridad: públicos porque les sirven en su capacidad política.
En segundo lugar, los que poseen una autoridad concerniente a la militia; los que tienen la custodia de armas, fuertes o puertos; los que se ocupan de reclutar, pagar o mandar soldados, o de suministrar todas las cosas necesarias para las atenciones de la guerra, sea por tierra o por mar, son ministros públicos. En cambio, un soldado sin mando, aunque luche por el Estado, no representa, por ello, la persona del mismo; en ese caso no hay nada que representar, ya que cada uno que tiene mando representa al Estado, con respecto a aquellos a quienes manda.
Para instrucción del pueblo. Son también ministros públicos quienes tienen autoridad para enseñar al pueblo su deber, con respecto al poder soberano, y para instruirlo en el conocimiento de lo que es justo e injusto, haciendo, por ello, a los súbditos, más aptos para vivir en paz y buena armonía entre sí mismos, y para resistir a los enemigos públicos: son ministros en cuanto no proceden por su propia autoridad, sino por la de otros; y públicos porque lo que hacen (o deben hacer) no lo realizan en virtud de ninguna otra autoridad sino la del soberano. El monarca o asamblea soberana son los únicos que tienen autoridad inmediata derivada de Dios para enseñar e instruir al pueblo; y nadie sino el soberano recibe su poder simplemente Dei gratia; es decir, solamente por el favor de Dios. Todos los demás reciben su autoridad por el favor y providencia de Dios y de sus soberanos, como en una monarquía Dei gratia et Regis, o Dei providentia et voluntate Regis.
Para la judicatura. Aquellos a quienes se da jurisdicción son ministros públicos, porque en los lugares donde administran justicia representan la persona del soberano; y su sentencia es la sentencia de este último, porque (como antes hemos manifestado) toda la judicatura va esencialmente aneja a la soberanía, y, por tanto, todos los demás jueces no son sino ministros de aquel o de aquellos que tienen el poder soberano. Y del mismo modo que las controversias son de dos clases, a saber: de hecho y de derecho, así también los juicios son algunos de hecho y otros de derecho, y, por consiguiente, en la misma controversia puede haber dos jueces, uno de hecho y otro de derecho.
En ambas controversias puede surgir una controversia nueva entre la parte juzgada y el juez; y siendo ambos súbditos del soberano, deben en términos de equidad ser juzgados por personas elegidas con el consentimiento de uno y otro, ya que nadie puede ser juez en su propia causa. Ahora bien, el soberano es siempre reconocido como juez de ambos, y, por tanto, o bien puede proceder a la audiencia de la causa, fallándola por sí mismo, o confirmar como juez aquel a quien los dos interesados convengan en designar. Este acuerdo se comprende entonces como hecho entre ellos, de diverso modo: primero, si el acusado puede formular excepción contra aquellos de sus jueces cuyo interés le hace abrigar sospechas (mientras que el demandante ha escogido ya su propio juez), aquellos contra los cuales no formula excepción son jueces que él mismo acepta. En segundo lugar, si apela a otro juez, no puede ya seguir apelando, porque su apelación fue decidida por él. En tercer término, si apela al soberano, y éste, por sí propio o por delegados admitidos por las partes, pronuncian sentencia, esta sentencia es final, porque el acusado es juzgado por sus propios jueces, es decir, por sí mismo.
Teniendo en cuenta estas peculiaridades de un justo y racional enjuiciamiento, no puedo abstenerme de observar la excelente constitución de los tribunales de justicia establecidos en Inglaterra, tanto para los litigios comunes como para los públicos. Bajo la denominación de causas comunes comprendo aquellas en que tanto el demandante como el demandado son súbditos; como públicas (llamadas también pleitos de la Corona) aquellas en que el demandante es el soberano, Cuando existían dos órdenes de personas, uno de los cuales era el de los Lores y otro el de los Comunes, los Lores tenían el privilegio de no reconocer como jueces sino a Lores, en todos los delitos capitales, y tantos Lores como hubiera presentes; siendo esto reconocido como un privilegio de favor, sus jueces no eran sino los que ellos mismos deseaban. Y en todas las controversias cada súbdito (como también en los pleitos civiles los Lores) tenía como jueces a hombres del país a que correspondía la materia controvertida; ante ellos podía formular sus excepciones, hasta que, por último, habiendo sido designados doce hombres libres de tacha, eran juzgados por estos doce. Teniendo, pues, sus propios jueces, no podía alegarse por la parte interesada que la sentencia no fuera final. Estas personas públicas, con autoridad del poder soberano para instruir o juzgar al pueblo, son los miembros del Estado que con razón pueden compararse con los órganos de la voz en un cuerpo natural.
Para la ejecución. Son también ministros públicos todos aquellos que tienen autoridad del soberano para procurar la ejecución de las sentencias pronunciadas; dar publicidad a las órdenes del soberano; reprimir tumultos; prender y encarcelar a los malhechores, y otros actos que tienden a la conservación de la paz. Porque cada acto que hacen en virtud de tal autoridad es acto del Estado; y su servicio correspondiente al de las manos en un cuerpo natural.
Son ministros públicos en el extranjero aquellos que representan la persona de su propio soberano en otros Estados. Tales son los embajadores, mensajeros, agentes y heraldos enviados con autorización pública y para asuntos públicos.
En cambio, quienes son enviados por la autoridad solamente de alguna región privada de un Estado en conmoción, aunque sean recibidos, no son ni ministros públicos ni privados del Estado, porque ninguno de sus actos tiene al Estado como autor. Del mismo modo, un embajador enviado por un príncipe, para felicitar, dar el pésame o asistir a una solemnidad, aunque la autoridad sea pública, como el asunto es privado y compete a él en su capacidad natural, es una persona privada. Del mismo modo, si, secretamente, se envía una persona a otro país, para explorar su opinión y fortaleza, aunque ambas cosas, la autoridad y el negocio, sean públicas, como nadie advierte en él otra personalidad sino la suya propia, es un ministro privado, aunque sea un ministro de Estado; y puede compararse con el ojo en el cuerpo natural. Y quienes son designados para recibir las peticiones u otras informaciones del pueblo, viniendo a ser como los oídos públicos, son ministros públicos, y representan a su soberano en este oficio.
Consejeros sin otra misión que la de informar, no son ministros públicos. Tampoco un consejero (ni un Consejo de Estado, si lo consideramos sin autoridad de judicatura o mando, sino sólo para dar una opinión al soberano cuando sea requerido, o para ofrecerla sin requerimiento) es una persona pública, porque el consejo se dirige al soberano solamente, cuya persona no puede estar representada ante él, en su propia presencia, por otra. Ahora bien, un cuerpo de consejeros nunca deja de tener alguna otra autoridad, o bien de judicatura o de administración inmediata: en una monarquía representan al monarca, transfiriendo los mandatos de éste a los ministros públicos; en una democracia, el Consejo o Senado propone el resultado de sus deliberaciones al pueblo, a modo de consejo; pero cuando designa jueces o toma causas en audiencia, o recibe embajadores, es en calidad de ministro del pueblo; y en una aristocracia el Consejo de Estado es, por sí mismo, la asamblea soberana, y a nadie da consejos sino a la propia asamblea.