DEL CONSEJO
Que es consejo. Cuan falaz es juzgar de la naturaleza de las cosas por el uso ordinario e inconstante de las palabras, aparece con más claridad que en ninguna otra cosa en la confusión de consejos y órdenes, que resulta de la manera imperativa de hablar en ambos casos, y en otras muchas ocasiones. En efecto, las palabras: Haz esto, son los términos en que se expresa no sólo el que manda, sino también el que da consejo, y el que exhorta. Sin embargo, pocos dejarán de advertir que estas son cosas diferentes, o tendrán dificultades para distinguir cuándo se trata de determinar quién habla y a quién va dirigida la palabra, y en qué ocasión. Ahora bien, como estas frases las hallamos en los escritos de los hombres, y existe incapacidad o falta el deseo de considerar las circunstancias, se confunden a veces los preceptos de los consejeros, tomándolos como preceptos de quien manda, y a veces lo contrario, siempre de acuerdo con las conclusiones que se desea inferir, o con los actos que merecen aprobación. Para evitar estas confusiones y dar a los términos de mandar, aconsejar y exhortar sus propias y características significaciones, voy a pasar a definirlas.
Diferencias entre órdenes y consejos. ORDEN es cuando un hombre dice: Haz esto o No hagas esto, sin esperar otra razón que la voluntad de quien formula el mandato. De esto se sigue por modo manifiesto que quien manda pretende con ello su propio beneficio, ya que su mandato obedece solamente a su propia voluntad, y el objeto genuino de la voluntad de cada hombre es algún bien para sí mismo.
CONSEJO es cuando un hombre dice: Haz o No hagas esto, y deduce sus razones del beneficio que obtendrá aquel a quien se habla. De ello es evidente que quien da consejo pretende solamente (cualquiera que sea, por otra parte, su íntimo propósito) el bien de aquel a quien se da el consejo.
Por consiguiente, entre consejo y orden existe esta gran diferencia: que la orden se dirige al propio beneficio de uno mismo, y el consejo al beneficio de otro hombre. Y de ello deriva otra distinción: que un hombre puede ser obligado a hacer lo que le ordenan, cuando se ha obligado a obedecer: en cambio, no puede ser obligado a hacer lo que se le aconseja, porque el daño que resulta de no obedecer es suyo propio; o bien, si se ha obligado a seguirlo, el consejo adquiere la naturaleza de la orden. Una tercera diferencia entre los dos conceptos consiste en que nadie puede pretender un derecho a ser consejero de otro hombre, porque con ello no puede pretender un beneficio para sí mismo: exigir un derecho de aconsejar a otro arguye una voluntad de conocer sus propósitos o de conseguir algún otro bien para sí mismo, lo cual, como he dicho anteriormente, es el peculiar objeto de la voluntad de cada hombre.
Es también consustancial al consejo que quien lo solicite, no puede equitativamente acusar o castigar al que aconseja. En efecto, solicitar consejo de otro es permitirle que dé dicho consejo del modo que juzgue más conveniente. Por tanto, quien da consejo a su soberano (ya sea un monarca o una asamblea) cuando éste lo solicita, no puede equitativamente ser castigado por ello, ya sea o no conforme el consejo a la opinión de la mayoría, en la proposición que se debate. Porque si el sentido de la asamblea puede ser advertido antes de que el debate termine, no debe el soberano solicitar ni tomar otro consejo, porque el sentido de la asamblea es la resolución del debate y el fin de toda deliberación. Generalmente quien solicita consejo es autor de él, y, por tanto, no puede castigar al que lo da. Y lo que el soberano no puede, ningún otro puede hacerlo. Pero si un súbdito da consejo a otro, en el sentido de hacer alguna cosa contraria a las leyes, tanto si el consejo procede de una mala intención como si deriva de la ignorancia solamente, es susceptible de castigo por parte del Estado; porque la ignorancia de la ley no es buena excusa, ya que cada uno está obligado a tener noticia de las leyes a que está sujeto.
Qué son exhortación y disuasión. EXHORTACIÓN Y DISUASIÓN es un consejo que en quien lo da, va acompañado de un vehemente y manifiesto deseo de verlo atendido; o, para decirlo más brevemente, consejo en el cual se insiste con vehemencia. En efecto, quien exhorta no deduce las consecuencias de lo que él recomienda que se haga, y se vincula a sí mismo al rigor de un razonamiento veraz, sino que excita a la acción, a aquel a quien aconseja. Del mismo modo, quien disuade, induce a desistir de ella. Con tal propósito al formular sus razonamientos tienen en cuenta, en sus frases, las pasiones comunes y las opiniones de los hombres, y hacen uso de símiles, metáforas, ejemplos y otros recursos de la oratoria, para persuadir a sus oyentes de la utilidad, honor o justicia de seguir su opinión.
De ello puede inferirse, primero: que la exhortación y la disuasión se dirigen al bien de quien da el consejo, no al de aquel que lo solicita, lo cual es contrario al deber de un consejero, ya que éste, por definición, debe considerar no su beneficio propio, sino el de aquel a quien da su opinión. Y que orienta su consejo al propio beneficio es bastante manifiesto por el repetido y vehemente empeño o por el artificio con que se da; no siéndole esto requerido, y procediendo, en consecuencia, según la ocasión, se dirige principalmente al beneficio propio, y sólo de modo accidental, o en ningún caso, al bien de quien es aconsejado.
En segundo lugar, este uso de la exhortación y de la disuasión tiene solamente lugar cuando un hombre habla a una multitud, puesto que cuando la oración se dirige a uno solo, su interlocutor puede interrumpirle y examinar sus razones más rigurosamente que puede hacerlo una multitud, ya que ésta se halla integrada por varios individuos que resultan excesivos en número para entablar disputa o diálogo con quien les habla de modo indiferente y a la vez.
En tercer lugar, que quienes exhortan y disuaden, cuando son requeridos para emitir un consejo, son consejeros corrompidos, como si estuvieran movidos por su propio interés. En efecto, por excelente que sea el consejo que den, quien lo da no es buen consejero, como no puede decirse que sea un juez justiciero quien da una sentencia justa a cambio de una recompensa. Ahora bien, cuando un hombre puede mandar legítimamente como un padre en su familia o un jefe en un ejército, sus exhortaciones y disuasiones no son sólo legítimas, sino también necesarias y laudables. No obstante, cuando ya no son consejos sino órdenes por las cuales se encomienda la ejecución de un trabajo rudo, la necesidad unas veces y la humanidad otras, requieren que la notificación se haga con dulzura, para que sirvan de estímulo, dándoles más bien el tono y la frase de un consejo, que el áspero lenguaje de una orden.
Ejemplos de la diferencia entre orden y consejo podemos extraerlos de las formas de expresión usadas por la Sagrada Escritura: No tengas otro Dios sino YO: no hagas para ti mismo imágenes grabadas; no tomes el nombre de Dios en vano; santifica el sábado; honra a tus padres; no mates; no robes, etc., son órdenes, porque la razón en virtud de la cual tenemos que obedecerlas está fijada por la voluntad de Dios, nuestro Rey, al cual estamos obligados a obedecer. Pero las palabras: Vende todo lo que tienes, dalo a los pobres y sígueme, implican un consejo, ya que la razón por la cual hemos de realizar esos actos se basa en nuestro propio beneficio; a saber, que así tendremos un tesoro en el cielo. Las palabras: Id a la aldea que está delante de vosotros y luego encontraréis una borrica atada, y su borriquilla; soltadla, y traédmela, son una orden; porque la razón de este acto radica en la voluntad de su dueño. En cambio las palabras: Arrepentíos y sed bautizados en el nombre de Jesús, son un consejo, ya que la razón en virtud de la cual debemos realizar ese acto no tiende a beneficio alguno de la Omnipotencia divina, que siempre seguirá siendo Rey, aunque nosotros nos rebelemos, sino de nosotros mismos, que no tenemos otros medios de evitar el castigo que pende sobre nosotros, por nuestros pecados.
Diferencia entre consejeros aptos e ineptos. La diferencia entre consejo y orden ha sido deducida, en este caso, de la naturaleza del consejo, que consiste en inferir el beneficio o daño que puede resultar para quien es aconsejado, a base de las consecuencias necesarias o probables de la acción que se propone; de esa misma distinción pueden derivarse también las diferencias existentes entre consejeros aptos e ineptos. Siendo la experiencia recuerdo de las consecuencias de acciones semejantes, anteriormente observadas, y el consejo la expresión en virtud de la cual esta experiencia se da a conocer a otro, las virtudes y defectos del consejo coinciden con las virtudes y defectos intelectuales. A la persona del Estado, le sirven sus consejeros como memoria y discurso mental. Pero a esta semejanza que existe entre el Estado y el hombre natural, va unida una discrepancia de gran monta, a saber: que un hombre natural adquiere su experiencia en los objetos naturales de los sentidos, que actúan sobre él sin pasión o interés propio, mientras que los que dan consejo a la persona representativa de un Estado pueden tener, y tienen a menudo, sus fines y pasiones particulares, que hacen sus consejos siempre sospechosos, y a veces nada fidedignos. Por consiguiente, podemos establecer como primera condición de un buen consejero: Que sus fines e interés no sean incompatibles con los fines e interés de aquel a quien aconsejan.
En segundo lugar, como la misión de un consejero, cuando se procede a deliberar sobre alguna acción, es hacer manifiestas las consecuencias de ella, de tal modo que quien recibe el consejo pueda ser informado de modo veraz y evidente, debe presentar su opinión en términos tales que la verdad aparezca, con la máxima evidencia, es decir, con un raciocinio tan firme, con un lenguaje tan adecuado y significativo, y tan breve como la evidencia lo permita. Por consiguiente, las inferencias precipitadas y carentes de evidencia (tales como las que sólo se apoyan en ejemplos o en la autoridad de los libros, sin argumentar lo que es bueno o malo, sino aportando sólo testimonios de hecho o de opinión), las expresiones oscuras, confusas y ambiguas, es decir, las frases metafóricas que tienden a desatar las pasiones (desde el momento en que tales razonamientos y expresiones sólo son útiles para decepcionar o para dirigir quien recibe el consejo hacia fines distintos de los suyos propios) son contrarias a la misión de consejero.
En tercer lugar, como la capacidad de aconsejar procede de la experiencia y del prolongado estudio, y nadie se presume que tiene experiencia en todas aquellas cosas que deben ser conocidas para la administración de un gran Estado, nadie se presume que puede ser buen consejero, sino en aquellos negocios en los que no solamente está muy versado, sino sobre los cuales ha meditado y consultado largamente. En efecto, si se tiene en cuenta que la misión de un Estado consiste en mantener el pueblo en paz, en el interior, y defenderlo contra la invasión extranjera, advertiremos que es preciso un gran conocimiento de la condición del género humano, de los derechos del gobierno, y de la naturaleza de la equidad, de la ley, de la justicia y del honor, que no puede alcanzarse sin estudio; así como de la fortaleza, bienes y lugares, tanto del propio país como de sus vecinos, y de las inclinaciones y designios de todas las naciones que de algún modo pueden perjudicarla. Todo esto no se logra sino con una gran experiencia. De este cúmulo de requisitos no sólo la suma entera sino cada una de las porciones particulares requiere la edad y la observación de un hombre maduro, con estudios más amplios que los ordinarios. Como he dicho anteriormente (Cap. VIII), el ingenio requerido para el consejo es lo que se llama juicio. Las diferencias entre los hombres, a este respecto, proceden de la diferente educación de algunos para un género de estudio o de negocio, de otros para otro distinto. Aunque para realizar ciertas cosas existan reglas infalibles (como ocurre en ingeniería y en edificación, con las reglas de la Geometría), toda la experiencia del mundo no puede igualar el consejo de quien aprendió o descubrió la regla. Y cuando la norma no existe, quien tiene más experiencia en un particular género de negocios, tiene, en consecuencia, el mejor juicio, y debe ser el mejor consejero.
En cuarto lugar, para ser capaz de dar consejo a un Estado, en un asunto que hace referencia a otro Estado, es necesario estar informado de los convenios y relatos que vienen de allí, y de las noticias de tratados y otras transacciones de los Estados entre sí, cosa que nadie puede hacer sino aquellas personas que el representante considere pertinentes. Por todo ello podemos advertir que quienes no son llamados a consejo, no puede confiarse que puedan darlo satisfactoriamente en tales casos.
En quinto lugar, suponiendo que el número de consejeros sea igual, es preferible oírlos aparte que no reunidos en asamblea, y esto por varias razones. En primer término, oyéndoles aparte, tenéis la opinión de cada uno, mientras que en una asamblea muchos de ellos expresan su opinión con un Sí o un No, o con las manos o los pies, que no se mueven de modo espontáneo, sino por la elocuencia de otro; o por el temor de desagradar, con su contradicción, a quienes han hablado o a la asamblea entera; o por temor de aparecer más tardo de inteligencia que quienes han aplaudido la opinión contraria. En segundo lugar, en una asamblea numerosa no puede evitarse que haya algunos cuyos intereses sean contrarios a los del público; y a éstos sus intereses les hacen apasionados, y, la pasión elocuentes, y la elocuencia suya atrae a otros a su misma opinión. Porque las pasiones de los hombres, que aisladamente son moderadas, como el calor de la llama, en asamblea son como antorchas diversas que mutuamente se inflaman (en especial cuando unos a otros se soplan con oraciones), incendiando al Estado, con la pretensión de aconsejarlo. En tercer lugar, escuchando aparte a cada uno, cabe examinar, cuando se necesita, la veracidad o probabilidad de sus razones, y de las razones de la opinión que da, por medio de frecuentes interrupciones y objeciones, cosa que no puede hacerse en una asamblea, donde, a cada difícil pregunta, un hombre queda más bien estupefacto y aturdido por la variedad de los discursos que llueven sobre él, que informado acerca del camino que debe tomar. Además, en una asamblea numerosa, convocada para dar su opinión, no dejará de haber algunos que tengan la ambición de ser estimados y elocuentes y duchos en política, y que den su opinión teniendo en cuenta no ya el asunto tratado, sino el aplauso que esperan para sus abigarradas oraciones, tejidas con hilos policromos que pertenecen a diversos autores; ello es, en definitiva, una impertinencia que impide toda consulta seria, y que fácilmente se evita por el procedimiento de tomar consejo en secreto. En cuarto lugar, en deliberaciones que deben ser mantenidas en secreto (cosa que con frecuencia ocurre en los negocios públicos) los consejos de varios, y en particular en las grandes asambleas, necesitan confiar tales asuntos a grupos más reducidos, constituidos por las personas versadas y en cuya fidelidad se tiene más confianza.
En conclusión, ¿quién se atrevería a pedir, con riesgo propio, el consejo de una gran asamblea, tratándose de casar a sus hijos, disponer de sus tierras, gobernar su hogar o administrar su patrimonio privado, especialmente si entre los consejeros existe quien no desea su prosperidad? Un hombre que hace sus negocios con la ayuda de diversos y prudentes consejeros, consultando con cada uno de ellos en aquello que entiende, es como quien utiliza buenos compañeros en el juego de tenis, colocándolos en lugares adecuados. Sigue en perfección quien usa sólo de su propio juicio, ya que no se apoya en ningún otro. Pero quien es llevado de aquí para allá, respecto a sus negocios, en un consejo forjado, no pudiéndose mover sino por la pluralidad de las opiniones concordes, cuya unión (aparte de la envidia o interés) resulta comúnmente retardada por quienes disienten, ese lo hace el peor de todos, como el jugador al que aun teniendo buenos compañeros de juego, obstaculizan y retardan las discrepancias de parecer, tanto más cuanto mayor es el número de quienes intervienen en el asunto, y en grado superlativo cuando entre ellos hay uno o más que desean su perdición. Y aunque es cierto que varios ojos ven más que uno, no debe comprenderse así cuando se trata de varios consejeros, a no ser que entre éstos la resolución final corresponda a un solo hombre. De otro modo, como varios ojos ven la misma cosa en diversos planos, y propenden a mirar de soslayo su particular beneficio, quienes no están dispuestos a perderlo de vista, aunque miren con dos ojos sólo se fijan con uno. Esta es la causa de que ningún gran Estado popular pudiera conservarse sino cuando un enemigo exterior lo mantuvo unido, o por la reputación de algún hombre eminente entre ellos, o por el consejo secreto de unos pocos, o por el mutuo temor de facciones iguales, y no por las deliberaciones abiertas de la asamblea. Y en cuanto a los pequeños Estados, ya sean populares o monárquicos, no hay sabiduría humana que pueda conservarlos sino mientras dura la envidia entre sus vecinos.