DE LAS LEYES CIVILES
Qué es ley civil. Entiendo por leyes civiles aquellas que los hombres están obligados a observar porque son miembros no de este o aquel Estado en particular, sino de un Estado. En efecto, el conocimiento de las leyes particulares corresponde a aquellos que profesan el estudio de las leyes de diversos países; pero el conocimiento de la ley civil en general, a todos los hombres. La antigua ley de Roma era llamada ley civil, de la palabra civitas, que significa el Estado. Y los países que, habiendo estado sometidos al Imperio romano y gobernados por esta ley, conservan todavía una parte de ella, porque la estiman oportuna, llaman a esta parte ley civil, para distinguirla del resto de sus propias leyes civiles. Pero no es de esto de lo que voy a hablar aquí: mi designio no es exponer lo que es ley en un lugar o en otro, sino lo que es ley, tal como lo hicieron Platón, Aristóteles, Cicerón y otros varios, sin hacer profesión del estudio de la ley.
Es evidente, en primer término, que la regla en general no es consejo, sino orden; y no orden de un hombre a otro, sino solamente de aquel cuya orden se dirige a quien anteriormente está obligado a obedecerle. Y en cuanto a la ley civil, añade solamente al nombre de la persona que manda, que es la persona civitatis, la persona del Estado.
Teniendo esto en cuenta, yo defino la ley civil de esta manera: LEY CIVIL es, para cada súbdito, aquellas reglas que el Estado le ha ordenado de palabra o por escrito o con otros signos suficientes de la voluntad, para que las utilice en distinguir lo justo de lo injusto, es decir, para establecer lo que es contrario y lo que no es contrario a la ley.
En esta definición no hay nada que no sea evidente desde el principio, porque cualquiera puede observar que ciertas leyes se dirigen a todos los súbditos en general; otras, a provincias particulares; algunas, a vocaciones especiales, y algunas otras a determinados hombres: son, por consiguiente, leyes para cada uno de aquellos a quienes la orden se dirige, y para nadie más. Así, también, se advierte que las leyes son normas sobre lo justo y lo injusto, no pudiendo ser reputado injusto lo que no sea contrario a ninguna ley. Del mismo modo resulta que nadie puede hacer leyes sino el Estado, ya que nuestra subordinación es respecto del Estado solamente; y que las órdenes deben ser manifestadas por signos suficientes, ya que, de otro modo, un hombre no puede saber cómo obedecerlas. Por consiguiente, cualquier cosa que por necesaria consecuencia sea deducida de esta definición, debe ser reconocida como verdadera. Y así deduzco de ella lo que sigue.
1. El legislador en todos los Estados es sólo el soberano, ya sea un hombre como en la monarquía, o una asamblea de hombres como en una democracia o aristocracia. Porque legislador es el que hace la ley, y el Estado sólo prescribe y ordena la observancia de aquellas reglas que llamamos leyes: por tanto, el Estado es el legislador. Pero el Estado no es nadie, ni tiene capacidad de hacer una cosa sino por su representante (es decir, por el soberano), y, por tanto, el soberano es el único legislador. Por la misma razón, nadie puede abrogar una ley establecida sino el soberano, ya que una ley no es abrogada sino por otra ley que prohíbe ponerla en ejecución.
2. El soberano de un Estado, ya sea una asamblea o un hombre, no está sujeto a las leyes civiles, ya que teniendo poder para hacer y revocar las leyes, puede, cuando guste, liberarse de esa ejecución, abrogando las leyes que le estorban y haciendo otras nuevas; por consiguiente, era libre desde antes. En efecto, es libre aquel que puede ser libre cuando quiera. Por otro lado, tampoco es posible para nadie estar obligado a sí mismo; porque quien puede ligar, puede liberar, y por tanto, quien está ligado a sí mismo solamente, no está ligado.
3. Cuando un prolongado uso adquiere la autoridad de una ley, no es la duración del tiempo lo que le da autoridad, sino la voluntad del soberano, significada por su silencio (ya que el silencio es, a veces, un argumento de aquiescencia); y no es ley en tanto que el soberano siga en silencio respecto de ella. Por consiguiente, si el soberano tuviera una cuestión de derecho fundada no en su voluntad presente, sino en las leyes anteriormente promulgadas, el tiempo transcurrido no puede traer ningún perjuicio a su derecho, pero la cuestión debe ser juzgada por la equidad. En efecto muchas acciones injustas, e injustas sentencias, permanecen incontroladas durante mucho más tiempo del que cualquiera puede recordar. Nuestros juristas no tienen en cuenta otras leyes consuetudinarias, sino las que son razonables, y sostienen que las malas costumbres deben ser abolidas. Pero el juicio de lo que es razonable y de lo que debe ser abolido corresponde a quien hace la ley, que es la asamblea soberana o el monarca.
4. La ley de naturaleza y la ley civil se contienen una a otra y son de igual extensión. En efecto, las leyes de naturaleza, que consisten en la equidad, la justicia, la gratitud y otras virtudes morales que dependen de ellas en la condición de mera naturaleza (tal como he dicho al final del capítulo XV), no son propiamente leyes, sino cualidades que disponen los hombres a la paz y la obediencia. Desde el momento en que un Estado queda establecido, existen ya leyes, pero antes no: entonces son órdenes del Estado, y, por consiguiente, leyes civiles, porque es el poder soberano quien obliga a los hombres a obedecerlas. En las disensiones entre particulares, para establecer lo que es equidad, lo que es justicia, y lo que es virtud moral, y darles carácter obligatorio, hay necesidad de ordenanzas del poder soberano, y de castigos que serán impuestos a quienes las quebranten; esas ordenanzas son, por consiguiente, parte de la ley civil. Por tal razón, la ley de naturaleza es una parte de la ley civil en todos los Estados del mundo. Recíprocamente también, la ley civil es una parte de los dictados de la naturaleza, ya que la justicia, es decir, el cumplimiento del pacto y el dar a cada uno lo suyo es un dictado de la ley de naturaleza. Ahora bien, cada súbdito en un Estado ha estipulado su obediencia a la ley civil (ya sea uno con otro, como cuando se reúnen para constituir una representación común, o con el representante mismo, uno por uno, cuando, sojuzgados por la fuerza, prometen obediencia para conservar la vida); por tanto, la obediencia a la ley civil es parte, también, de la ley de naturaleza. Ley civil y ley natural no son especies diferentes, sino partes distintas de la ley; de ellas, una parte es escrita, y se llama civil; la otra no escrita, y se denomina natural. Ahora bien, el derecho de naturaleza, es decir, la libertad natural del hombre, puede ser limitada y restringida por la ley civil: más aún, la finalidad de hacer leyes no es otra sino esa restricción, sin la cual no puede existir ley alguna. La ley no fue traída al mundo sino para limitar la libertad natural de los hombres individuales, de tal modo que no pudieran dañarse sino asistirse uno a otro y mantenerse unidos contra el enemigo común.
5. Las leyes provinciales no son hechas por la costumbre, sino por el poder soberano. Si el soberano de un Estado sojuzga a un pueblo que ha vivido bajo el imperio de otras leyes escritas, y posteriormente lo gobierna por las mismas leyes con que antes se gobernaba, estas leyes son leyes civiles del vencedor y no del Estado sometido. En efecto, el legislador no es aquel por cuya autoridad se hicieron inicialmente las leyes, sino aquel otro por cuya autoridad continúan siendo leyes, ahora. Por consiguiente, donde existen diversas provincias, dentro del dominio de un Estado, y en estas provincias diversidad de leyes, que comúnmente se llaman costumbres de cada provincia singular, no hemos de entender que estas costumbres tienen su fuerza solamente por el tiempo transcurrido, sino porque eran, con anterioridad, leyes escritas, o dadas a conocer de otro modo por las constituciones y estatutos de sus soberanos. Ahora bien, para que en todas las provincias de un dominio una ley no escrita sea generalmente observada, sin que aparezca iniquidad alguna en la observancia de la misma, esta ley no puede ser sino una ley de naturaleza, que obliga por igual a la humanidad entera.
6. Opiniones ligeras de los juristas sobre la forma de hacer las leyes. Advirtiendo que todas las leyes, estén o no escritas, reciben su autoridad y vigor de la voluntad del Estado, es decir, de la voluntad del representante (que en una monarquía es el monarca, y en otros Estados la asamblea soberana), cualquiera se sorprenderá al ver de dónde proceden opiniones tales como las halladas en los libros de los juristas eminentes en distintos Estados, y en las que directamente, o por consecuencia, hacen depender el poder legislativo de hombres particulares o jueces subalternos. Tal ocurre, por ejemplo, con la creencia de que la ley común no tiene otro control sino el del Parlamento; ello es verdad solamente cuando el Parlamento tiene el poder soberano, y no puede ser reunido ni disuelto sino por su propio arbitrio. En efecto, si existe algún derecho en alguien para disolverlo, entonces existe también un derecho a controlarlo, y, por consiguiente, a controlar su control. Y por el contrario, si semejante derecho no existe, quien controla las leyes no es el parlamentum, sino el rex in Parlamento. Y cuando es soberano un Parlamento, por numerosos y sabios que sean los hombres que reúna, con cualquier motivo, de los países sujetos a él, nadie creerá que semejante asamblea haya adquirido por tal causa el poder legislativo. Además, se dice: los dos brazos de un Estado son la fuerza y la justicia, el primero de los cuales reside en el rey, mientras el otro está depositado en manos del Parlamento. Como si un Estado pudiera subsistir cuando la fuerza esté en manos de alguno a quien la justicia no tenga autoridad para mandar y gobernar.
7. Sir Edward Coke, acerca de Littleton, Lib. 2, C. 6, fol 97 b. Convienen nuestros juristas en que esa ley nunca puede ser contra la razón; afirman también que la ley no es la letra (es decir, la construcción legal), sino lo que está de acuerdo con la intención del legislador. Todo esto es cierto, pero la duda estriba en qué razón habrá de ser la que sea admitida como ley. No puede tratarse de una razón privada, porque entonces existiría entre las leyes tanta contradicción como entre las escuelas; ni tampoco (como pretende Sir Ed. Coke) en una perfección artificial de la razón, adquirida mediante largo estudio, observación y experiencia (como era su caso). En efecto, es posible que un prolongado estudio aumente y confirme las sentencias erróneas: pero cuando los hombres construyen sobre falsos cimientos, cuanto más edifican, mayor es la ruina; y, además, las razones y resoluciones de aquellos que estudian y observan con igual empleo de tiempo y diligencia, son y deben permanecer discordantes: por consiguiente, no es esta jurisprudentia o sabiduría de los jueces subordinados, sino la razón del Estado, nuestro hombre artificial, y sus mandamientos, lo que constituye la ley. Y siendo el Estado, en su representación, una sola persona, no puede fácilmente surgir ninguna contradicción en las leyes; y cuando se produce, la misma razón es capaz, por interpretación o alteración, de eliminarla. En todas las Cortes de justicia es el soberano (que personifica el Estado) quien juzga. Los jueces subordinados deben tener en cuenta la razón que motivó a su soberano a instituir aquella ley, a la cual tiene que conformar su sentencia; sólo entonces es la sentencia de su soberano; de otro modo es la suya propia, y una sentencia injusta, en efecto.
8. La ley establecida, si no se da a conocer, no es ley. Del hecho de que la ley es una orden, y una orden consiste en la declaración o manifestación de la voluntad de quien manda, por medio de la palabra, de la escritura o de algún otro argumento suficiente de la misma, podemos inferir que la orden dictada por un Estado es ley solamente para quienes tienen medios de conocer la existencia de ella. Sobre los imbéciles natos, los niños o los locos no hay ley, como no la hay sobre las bestias; ni son capaces del título de justo e injusto, porque nunca tuvieron poder para realizar un pacto o para comprender las consecuencias del mismo, y, por consiguiente, nunca asumieron la misión de autorizar las acciones de cualquier soberano, como deben hacer quienes se convierten, a sí mismos, en un Estado. Y análogamente a los que por naturaleza o accidente carecen de noticia de las leyes en general, quienes por cualquier accidente no imputable a ellos mismos carecen de medios para conocer la existencia de una ley particular, quedan excusados si no la observan, y, propiamente hablando, esta ley no es para ellos. Es, por consiguiente, necesario, considerar en este lugar qué argumentos y signos son suficientes para el conocimiento de lo que es la ley, es decir, cuál es la voluntad del soberano, tanto en las monarquías como en otras formas de gobierno.
Las leyes no escritas son, todas ellas, leyes de naturaleza. En primer lugar, si existe una ley que obliga a todos los súbditos sin excepción, y no es escrita, ni se ha publicado —por cualquier otro procedimiento— en lugares adecuados para que de ella se tenga noticia, es una ley de naturaleza. En efecto, cualquier cosa de que los hombres adquieran noticia y consideren como ley no por las palabras de otros hombres, sino por las de su propia razón, debe ser algo aceptable por la razón de todos los hombres; y esto con ninguna ley ocurre sino con la ley de naturaleza. Por consiguiente, las leyes de naturaleza no necesitan ni publicación ni promulgación, ya que están contenidas en esta sentencia, aprobada por todo el mundo: No hagas a otro lo que tú consideres irrazonable que otro te haga a ti.
En segundo lugar, si existe una ley que obliga solamente a alguna categoría de hombres, o a un hombre en particular, y no está escrita ni publicada verbalmente, entonces es también una ley de naturaleza, conocida por los mismos argumentos y signos que distinguen a sus titulares, en tal condición de los demás súbditos. Porque cualquier ley que no esté escrita o promulgada de algún modo por quien la hizo, no puede ser conocida de otra manera sino por la razón de aquel que ha de obedecerla: y es también, por consiguiente, una ley no sólo civil, sino natural. Por ejemplo, si el soberano emplea un ministro público sin comunicarle instrucciones escritas respecto a lo que ha de hacer, ese ministro viene obligado a tomar por instrucciones los dictados de la razón; así como si instituye un juez, éste ha de procurar que su sentencia se halle de acuerdo con la razón de su soberano; e imaginándose siempre ésta como equitativa, está ligado a ella por la ley de naturaleza; o si es un embajador (en todas las cosas no contenidas en sus instrucciones escritas) debe considerar como instrucción lo que la razón le dicte como más conducente al interés de su soberano; y así puede decirse de todos los demás ministros de la soberanía, pública y privada. Todas estas instrucciones de la razón natural pueden ser comprendidas bajo el nombre común de fidelidad, que es una rama de la justicia natural.
Exceptuada la ley de naturaleza, las demás leyes deben ser dadas a conocer a las personas obligadas a obedecerlas, sea de palabra, o por escrito, o por algún otro acto que manifiestamente proceda de la autoridad soberana. En efecto, la voluntad de otro no puede ser advertida sino por sus propias palabras o actos, o por conjeturas tomadas de sus fines y propósitos, lo cual, en la persona del Estado, debe suponerse siempre en armonía con la equidad y la razón. En los tiempos antiguos antes de que las cartas fueran de uso común, las leyes eran reducidas en muchos casos a versos, para que el pueblo llano, complaciéndose en cantarlas o recitarlas, pudiera más fácilmente retenerlas en la memoria. Por la misma causa, Salomón recomienda a un hombre que le ligue los diez mandamientos a sus diez dedos. Y en cuanto a la ley que Moisés dio al pueblo de Israel en la renovación del pacto; él les pide que la enseñen a sus hijos, conversando acerca de ella, lo mismo en casa que en ruta: cuando vayan a la cama o se levanten de ella; y que la escriban en los montantes y dinteles de sus casas 2; y que reúnan a las gentes, hombres, mujeres y niños, para escuchar su lectura 3.
Ni es ley cuando el legislador no puede ser conocido. Tampoco basta que la ley sea escrita y publicada, sino que han de existir, también, signos manifiestos de que procede de la voluntad del soberano. En efecto, cuando los hombres privados tienen o piensan tener fuerza bastante para realizar sus injustos designios, o perseguir sin peligro sus ambiciosos fines, pueden publicar como leyes lo que les plazca, sin autoridad legislativa, o en contra de ella. Se requiere, por consiguiente, no sólo la declaración de la ley, sino la existencia de signos suficientes del autor y de la autoridad. El autor o legislador ha de ser, sin duda, evidente en cada Estado, porque el soberano que habiendo sido instituido por el consentimiento de cada uno, se supone suficientemente conocido por todos. Y aunque la ignorancia y osadía de los hombres sea tal, en la mayor parte de los casos, que cuando se disipa el recuerdo de la primera constitución de su Estado, no consideran en virtud de qué poder están defendidos contra sus enemigos, protegidos en sus actividades, y afirmados en su derecho cuando se les hace injuria; como ningún hombre que medite sobre el particular puede abrigar duda alguna, no cabe tampoco alegar ninguna excusa respecto a la ignorancia de dónde está situada la soberanía. Es un dictado de la razón natural y, por consiguiente, una ley evidente de naturaleza, que nadie debe debilitar ese poder cuya protección él mismo ha demandado o ha recibido, contra otros, con conocimiento suyo. Por consiguiente, nadie puede tener duda de quién es soberano, sino por su propia culpa (cualesquiera que sean las razones que puedan invocar los hombres malos).
Diferencia entre verificación y autorización. La dificultad consiste en la evidencia de la autoridad derivada del soberano; la remoción de esa dificultad depende del conocimiento de los registros públicos, de los consejos públicos, de los ministros públicos y de los tribunales públicos, los cuales verifican suficientemente todas las leyes; verifican, digo, no autorizan; porque la verificación no es sino testimonio y registro, no la autoridad de la ley que consiste, solamente, en la orden del soberano.
La ley verificada por el juez subordinado. Por tanto, si un hombre tiene una cuestión por injuria a la ley de naturaleza, es decir, a la equidad común, la sentencia del juez, que por comisión tiene autoridad para conocer tales causas, es una verificación suficiente de la ley de naturaleza en este caso individual. Porque aunque la opinión de uno que profese el estudio de la ley sea útil para evitar litigios, no es sino una opinión: es decir, el juez debe comunicar a los hombres lo que es ley, después de oír la controversia.
Por los Registros públicos. Pero cuando la cuestión es de injuria o delito contra la ley escrita, cada hombre, recurriendo por sí mismo o por otros a los Registros, puede (si quiere) estar suficientemente informado antes de realizar tal injuria o delito, y establecer si es injuria o no. Ni siquiera eso: porque cuando un nombre duda de si el acto que realiza es justo o injusto, y puede informarse a sí mismo si quiere, el acto realizado es ilegal. Del mismo modo, quien se supone a si mismo injuriado, en un caso establecido por la ley escrita que él puede examinar por sí mismo o por otros, si se querella antes de consultar la ley, lo hace injustamente, y más bien procede a vejar otros hombres que a demandar su propio derecho.
Por documentos patentes y sellos públicos. Si la cuestión promovida es la de obediencia en un funcionario público, oír leer la comisión para el cargo que le ha sido confiado, o tener medios de informarse de ello, cuando uno lo desee, es una verificación suficiente de su autoridad. En efecto, cada hombre está obligado a hacer todo cuanto pueda para informarse por sí mismo de todas las leyes escritas que pueden afectar a sus acciones futuras. Conocido el legislador, y suficientemente publicadas las leyes, sea por escrito o por la luz de la naturaleza, todavía necesitan otra circunstancia muy material para que sean obligatorias.
La interpretación de la ley depende del poder soberano. Ciertamente no es en la letra sino en la significación, es decir, en la interpretación auténtica de la ley (que estriba en el sentido del legislador) donde radica la naturaleza de la ley. Por tanto, la interpretación de todas las leyes depende de la autoridad soberana, y los intérpretes no pueden ser sino aquellos que designe el soberano (sólo al cual deben los súbditos obediencia). De otro modo la sagacidad de un intérprete puede hacer que la ley tenga un sentido contrario al del soberano; entonces el intérprete se convierte en legislador.
Todas las leyes necesitan interpretación. Todas las leyes escritas y no escritas tienen necesidad de interpretación. La ley no escrita de naturaleza, aunque sea fácil de reconocer para aquellos que, sin parcialidad ni pasión, hacen uso de su razón natural, y, por tanto, priva de toda excusa a quienes la violan, si se tiene en cuenta que son pocos, acaso ninguno, quienes en tales ocasiones no están cegados por su egoísmo o por otra pasión, la ley de naturaleza se convierte en la más oscura de todas las leyes, y es, por consiguiente, la más necesitada de intérpretes capaces. Las leyes escritas, cuando son breves, fácilmente son mal interpretadas, por los diversos significados de una o dos palabras: si son largas, resultan más oscuras por las significaciones diversas de varias palabras; en este sentido, ninguna ley escrita promulgada en pocas o muchas palabras puede ser bien comprendida sin una perfecta inteligencia de las causas finales para las cuales se hizo la ley; y el conocimiento de estas causas finales reside en el legislador. Por tanto, para él no puede haber en la ley ningún nudo insoluble, ya sea porque puede hallar las extremidades del mismo, y desatarlo, o porque puede elegir un fin cualquiera (como hizo Alejandro con su espada, en el caso del nudo gordiano) por medio del poder legislativo; cosa que ningún otro intérprete puede hacer.
La interpretación auténtica de la ley no es la de los escritores. La interpretación de las leyes de naturaleza no depende, en un Estado, de los libros de filosofía moral. La autoridad de los escritores, sin la autoridad del Estado, no convierte sus opiniones en ley, por muy veraces que sean. Lo que vengo escribiendo en este tratado respecto a las virtudes morales y a su necesidad para procurar y mantener la paz, aunque sea verdad evidente, no es ley, por eso, en el momento actual, sino porque en todos los Estados del mundo es parte de la ley civil, ya que aunque sea naturaleza razonable, sólo es ley por el poder soberano. De otro modo sería un gran error llamar a las leyes de naturaleza leyes no escritas, acerca de esto vemos muchos volúmenes publicados, llenos de contradicciones entre unos y otros, y aun en un mismo libro.
La interpretación de la ley se hace por el juez, quien da sentencia viva vote en cada caso particular. La interpretación de la ley de naturaleza es la sentencia del juez, constituido por la ley soberana para oír y fallar las controversias que de él dependen; y consiste en la aplicación de la ley al caso debatido. En efecto, en el acto del juicio, el juez no hace otra cosa sino considerar si la demanda de las partes está de acuerdo con la razón natural y con la equidad; y la sentencia que da es, por consiguiente, la interpretación de la ley de naturaleza, interpretación auténtica no porque es su sentencia privada, sino porque la da por autorización del soberano; con ello viene a ser la sentencia de soberano, que es ley, en aquel entonces, para las partes en litigio.
La sentencia de un juez no le obliga, a dar, a él o a otro juez posteriormente la misma sentencia en casos análogos. Ahora bien como no hay juez subordinado ni soberano que no pueda errar en un juicio de equidad, si posteriormente, en otro caso análogo, encuentra más de acuerdo con la equidad dar una sentencia contraria, está obligado a hacerlo. Ningún error humano se convierte en ley suya, ni le obliga a persistir en él: ni (por la misma razón) se convierte en ley para otros jueces, aunque haya hecho promesa de seguirla. En efecto, aunque una sentencia equivocada que se dé por autorización del soberano, si él la conoce y la permite, viene a constituir una nueva ley (cuando las leyes son mutables, e incluso las pequeñas circunstancias son idénticas), en cambio, en las leyes inmutables, tales como son las leyes de naturaleza, no existen leyes respecto a los mismos o a otros jueces, en los casos análogos que puedan ocurrir posteriormente. Los príncipes se suceden uno a otro, y un juez pasa y otro viene, pero ni el cielo ni la tierra se van, ni un solo título de la ley de naturaleza desaparece, tampoco, porque es la eterna ley de Dios. Por tanto, entre todas las sentencias de los jueces anteriores, que siempre han sido, no pueden, todas juntas, hacer una ley contraria a la equidad natural. Ningún ejemplo de jueces anteriores puede garantizar una sentencia irracional, ni librar al juez actual de la preocupación de estudiar lo que es la equidad (en el caso que ha de juzgar), según los principios de su propia razón natural. Por ejemplo, va contra la ley de naturaleza castigar al inocente, e inocente es quien judicialmente queda liberado y reconocido como inocente por el juez. Supongamos ahora el caso de que un hombre es acusado de un delito capital, y teniendo en cuenta el poder y la malicia de algún enemigo, y la frecuente corrupción y parcialidad de los jueces, escapa por temor a lo que pueda ocurrir, y posteriormente es detenido y conducido ante un tribunal legal donde resulta que no era culpable del delito, y en consecuencia queda liberado, no obstante cual se le condena a perder sus bienes; esto es una manifiesta condenación del inocente. Afirmo, por consiguiente, que no hay lugar en el mundo donde esto pueda constituir la interpretación de una ley de naturaleza, o ser convertido en ley por las sentencias de los jueces anteriores que hicieron lo mismo. Quien juzgó primero juzgó injustamente, y ninguna injusticia puede ser modelo de juicio para los jueces sucesivos. Puede existir una ley escrita que prohíba huir al inocente, y le castigue por haber escapado; pero que la fuga por temor a un daño deba ser considerada como presunción de culpabilidad, cuando un hombre ha sido ya judicialmente absuelto del delito, es contrario a la naturaleza de la presunción, que no tiene ya lugar después de emitido el fallo. Sin embargo, esta opinión es controvertida por un gran jurista de la ley común en Inglaterra. Si un inocente, dice, es acusado de felonía, y escapa por temor a esa acusación, aunque judicialmente quede liberado del cargo de felonía, si se averigua que huyó por tal causa, debe perder todos sus bienes, castillos, créditos y acciones a pesar de su inocencia. En efecto, en cuanto a la pérdida de ello, la ley no admitirá prueba contra la presunción legal fundada en el hecho de su huida. Así veis que un inocente, judicialmente liberado, a pesar de su inocencia (cuando ninguna ley escrita le prohibía huir), después de su liberación resulta condenado, por una presunción legal, a perder todos los bienes que posee. Si la ley funda sobre su huida una presunción del hecho (que era sustancial) la sentencia debió haber sido sustancial también; si la presunción no era hecho ¿por qué había de perder sus bienes? Por tanto esto no es ley de Inglaterra, ni es una condena fundada sobre una presunción de ley, sino sobre la presunción de los jueces. Es, también, contrario a la ley afirmar que ninguna prueba debe ser admitida contra una presunción de ley. En efecto, todos los jueces soberanos y subordinados, cuando rehúsan escuchar pruebas rehúsan hacer justicia: aunque la sentencia sea justa, los jueces que condenan sin atender las pruebas ofrecidas son jueces injustos, y su presunción no es sino prejuicio, cosa que ningún hombre debe llevar consigo a la sede de la justicia, cualesquiera que sean los juicios precedentes o ejemplos que pretenda seguir. Existen otras cosas de esta naturaleza en las que los juicios de los hombres han sido pervertidos por confiar en los precedentes; pero esto bastará para mostrar que aunque la sentencia del juez sea una ley para la parte que litiga, no lo es para cualquier juez que le suceda en el ejercicio de ese cargo.
De la misma manera cuando se trata del significado de las leyes escritas, no es intérprete de ellas quien se limita a escribir un comentario sobre las mismas. En efecto, los comentarios están más sujetos a objeción que el texto mismo, y por tanto necesitan otros comentarios, con lo cual no tendrían fin tales interpretaciones. Por esta causa, a menos que exista un intérprete autorizado por el soberano, del cual no pueden apartarse los jueces subordinados, el intérprete no puede ser otro que el juez ordinario, del mismo modo que ocurre en los casos de la ley no escrita; y sus sentencias deben ser reconocidas por quien pleitea como leyes en este caso particular; ahora bien, no obligan a otros jueces a dar juicios análogos en casos semejantes, porque un juez puede errar en la interpretación de la ley escrita, pero ningún error de un juez subordinado puede cambiar la ley que constituye una sentencia general del soberano.
Diferencia entre la letra y la sentencia de la ley. En las leyes escritas los hombres suelen establecer una diferencia entre la letra y la sentencia de la ley. Cuando por letra se entiende cualquier cosa que pueda ser inferida de las meras palabras, esa distinción es correcta, porque los significados de la mayoría de las palabras son ambiguos, bien por sí mismos o por el uso metafórico que de ellos se hace, y el argumento puede ser exhibido en diversos sentidos; en cambio, sólo hay un sentido de la ley. Ahora bien, si por letra se entiende el sentido literal, entonces la letra y la sentencia o intención de la ley son una misma cosa, porque el sentido literal es aquel que el legislador se proponía significar por la letra de la ley. En efecto, se supone siempre que la intención del legislador es la equidad, pues sería una gran contumelia para el juez pensar otra cosa del soberano. Por consiguiente, si el texto de la ley no autoriza plenamente una sentencia razonable, debe suplirle con la ley de naturaleza, o, si el caso es difícil, suspender el juicio hasta que haya recibido una autorización más amplia. Por ejemplo, una ley escrita ordena que quien sea arrojado de su casa por la fuerza, por la fuerza sea restituido en ella: pero supongamos que un hombre, por negligencia, deja su casa vacía, y al regresar es arrojado por la fuerza, caso para el cual no existe una ley concreta. Es evidente que este caso está contenido en la misma ley, pues de otro modo no habría remedio, en absoluto, cosa que puede suponerse contraria a la voluntad del legislador. A su vez el texto de la ley ordena juzgar de acuerdo con la evidencia: un hombre es acusado falsamente de un hecho que el juez mismo vio realizar a otro, distinto del acusado. En este caso, ni puede seguirse el texto de la ley para condenar al inocente, ni el juez debe sentenciar contra la evidencia del testimonio, porque la letra de la ley es lo contrario: solicitará del soberano la designación de otro juez, y el primero será testigo. De este modo el inconveniente que resulta de las meras palabras de una ley escrita puede llevar al juez a la intención de la ley, haciendo que ésta se interprete, así, de la mejor manera; sin embargo, ninguna incomodidad puede garantizar una sentencia contra la ley, porque cada juez de lo bueno y de lo malo, no es juez de lo que es conveniente o inconveniente para el Estado.
Aptitudes requeridas en un juez. Las aptitudes requeridas en un buen intérprete de la ley, es decir, en un buen juez, no son las mismas que las que se exigen de un abogado, especialmente en el estudio de las leyes. Porque del mismo modo que un juez, cuando ha de tomar referencias del hecho, no ha de hacerlo sino de los testigos, así también no debe informarse de la ley por otro conducto que por el de los estatutos y constituciones del soberano, alegados en el juicio, o declarados a él por quien tiene autoridad del poder soberano para declararlos; y no necesita preocuparse por anticipado de cuál será su juicio, porque lo que él debe decir respecto al hecho, le habrá de ser suministrado por los testigos, y lo que debe decir en materia de ley, por quienes en sus alegaciones lo manifiestan y tienen autoridad para interpretarlo en el lugar mismo. Los Lores del Parlamento en Inglaterra eran jueces, y muchas causas difíciles han sido oídas y falladas por ellos; sin embargo pocos, entre esos Lores, eran muy versados en el estudio de las leyes, y pocos habían hecho profesión de ellas; y aunque consultaban con juristas designados para comparecer en aquella oportunidad y cuestión, solamente aquéllos tenían la autoridad para dictar sentencia. Del mismo modo en los juicios ordinarios de derecho, doce hombres del pueblo llano son los jueces, y dan sentencia no sólo respecto del hecho, sino del derecho, y se pronuncian simplemente por el demandante o por el demandado; es decir, son jueces no solamente del hecho, sino también del derecho, y en materia de delito no sólo determinan si existió o no, sino que establecen si fue asesinato, homicidio, felonía, asalto u otra cosa, conforme a las calificaciones de la ley; pero como no se supone que conocen la ley por sí mismos, existe alguien que tiene autoridad para informarles de ello en el caso particular que han de juzgar. Ahora bien, aunque no juzguen de acuerdo con lo que se les dice, no están sujetos por ello a penalidad alguna, a menos que aparezca que, lo hicieron contra su conciencia, o que fueron corrompidos por vía de cohecho.
Lo que hace un buen juez o un buen intérprete de las leyes es, en primer término, una correcta comprensión de la principal ley de naturaleza, llamada equidad, que no dependiendo de la lectura de los escritos de otros hombres, sino de la bondad del propio raciocinio natural del hombre, se presume que es más frecuente en quienes han tenido más posibilidades y mayor inclinación para meditar sobre ellas. En segundo lugar, desprecio de innecesarias riquezas y preferencias. En tercer término, ser capaz de despojarse a sí mismo, en el juicio, de todo temor, miedo, amor, odio y compasión. En cuarto lugar, y por último, paciencia para oír, atención diligente en escuchar, y memoria para retener, asimilar y aplicar lo que se ha oído.
Divisiones de la ley. La distinción y división de las leyes ha sido hecha de diversas maneras, según los diferentes métodos aplicados por quienes han escrito sobre ellas. En efecto, es una cosa que no depende de la naturaleza, sino del propósito del escritor, y es auxiliar de cualquier otro método del hombre. En la Instituta de Justiniano encontramos siete clases distintas de leyes civiles. Primera los edictos, constituciones y epístolas del príncipe, es decir, del emperador, puesto que el poder entero del pueblo residía en él. Análogas a estas son las proclamaciones de los reyes de Inglaterra.
2. Los decretos del pueblo entero de Roma (incluyendo el Senado) cuando eran aplicados a la cuestión por el Senado. Estas leyes, en primer lugar, por virtud del poder soberano que residía en el pueblo; y si no eran abrogadas por los emperadores seguían siendo leyes por la autoridad imperial. En efecto, todas las leyes que obligan se considera que son leyes emanadas de la autoridad que tiene poder para abrogarlas. Semejantes en cierto modo a estas leyes son las Leyes del Parlamento en Inglaterra.
3. Los decretos, del pueblo llano (con exclusión del Senado) cuando eran aplicados a la cuestión por los tribunales del pueblo. En efecto, los decretos que no eran abrogados por los emperadores seguían siendo leyes por la autoridad imperial. Análogas a éstas fueron las órdenes de la Cámara de los Comunes en Inglaterra.
4. Senatus consulta u órdenes del Senado, porque cuando el pueblo de Roma se hizo tan numeroso que resultaba ya inconveniente reunirlo, se consideró adecuado por el emperador que se consultara al Senado, en lugar de hacerlo al pueblo. Estas disposiciones tienen cierta semejanza con las Actas del Consejo.
5. Los edictos de los pretores y, en algunos casos, los de los ediles, cuyo cargo viene a corresponder al de los Justicias mayores en las Cortes de Inglaterra.
6. Responsa prudentum, que eran las sentencias y opiniones de aquellos juristas a quienes el emperador dio autoridad para interpretar la ley y para resolver las cuestiones que en materia de ley eran sometidas a su opinión; estas respuestas obligan a los jueces, al dar sus juicios, por mandato de las constituciones imperiales, y serían como las recopilaciones de casos juzgados, si la ley de Inglaterra obligara a otros jueces a observarlas. En efecto, los jueces de la ley común de Inglaterra no son propiamente jueces, sino jurisconsultos, a quienes los jueces, es decir, los Lores o doce hombres del pueblo llano, deben pedir opinión en materia de ley.
7. Finalmente las costumbres no escritas (que en su propia naturaleza son una imitación de la ley), por el consentimiento tácito del emperador, en caso de que no sean contrarias a la ley de naturaleza, son verdaderas leyes.
Otra división de las leyes es en naturales y positivas. Son leyes naturales las que han sido leyes por toda la eternidad, y no solamente se llaman leyes naturales, sino también leyes morales, porque descansan en las virtudes morales, como la justicia, la equidad y todos los hábitos del intelecto que conducen a la paz y a la caridad; a ellos me he referido ya en los capítulos XIV y XV.
Positivas son aquellas que no han existido desde la eternidad, sino que han sido instituidas como leyes por la voluntad de quienes tuvieron poder soberano sobre otros, y o bien son formuladas, escritas o dadas a conocer a los hombres por algún otro argumento de la voluntad de su legislador.
Otra división de la ley. A su vez, entre las leyes positivas unas son humanas, otras divinas, y entre las leyes humanas positivas unas son distributivas, otras penales. Son distributivas las que determinan los derechos de los súbditos, declarando a cada hombre en virtud de qué adquiere y mantiene su propiedad sobre las tierras o bienes, y su derecho o libertad de acción: estas leyes se dirigen a todos los súbditos. Son penales las que declaran qué penalidad debe infligirse a quienes han violado la ley, y se dirigen a los ministros y funcionarios establecidos para ejecutarlas. En efecto, aunque cada súbdito debe estar informado de los castigos que por anticipado se instituyeron para esas transgresiones, la orden no se dirige al delincuente (del cual ha de suponerse que no se castigará conscientemente a sí mismo), sino a los ministros públicos instituidos para que las penas sean ejecutadas. Estas leyes penales se encuentran escritas en la mayor parte de los casos con las leyes distributivas, y a veces se denominan sentencias. En efecto, todas las leyes son juicios generales o sentencias del legislador, como cada sentencia particular es, a su vez, una ley para aquel cuyo caso es juzgado.
Leyes positivas divinas (puesto que las leyes naturales siendo eternas y universales, son todas divinas) son aquellas que siendo mandamientos de Dios (no por la eternidad, ni universalmente dirigidas a todos los hombres, sino sólo a unas ciertas gentes o a determinadas personas) son declaradas como tales por aquellos a quienes Dios ha autorizado para hacer dicha declaración. Ahora bien ¿cómo puede ser conocida esta autoridad otorgada al hombre para declarar que dichas leyes positivas son leyes de Dios? Dios puede ordenar a un hombre, por vía sobrenatural, que dé leyes a otros hombres. Pero como es consustancial a la ley que los obligados por ella adquieran el convencimiento de la autoridad de quien la declara, y nosotros no podemos, naturalmente, adquirirlo directamente de Dios ¿cómo puede un hombre, sin revelación sobrenatural, asegurarse de la revelación recibida por el declarante, y cómo puede verse obligado a obedecerla? Por lo que respecta a la primera cuestión: cómo un hombre puede adquirir la evidencia de la revelación de otro, sin una revelación particular hecha a él mismo, es evidentemente imposible; porque si un hombre puede ser inducido a creer tal revelación por los milagros que ve hacer a quien pretende poseerla, o por la extraordinaria santidad de su vida, o por la extraordinaria sabiduría y felicidad de sus acciones (todo lo cual son signos extraordinarios del favor divino), sin embargo, todo ello no es testimonio cierto de una revelación especial. Los milagros son obras maravillosas, pero lo que es maravilloso para unos puede no serlo para otros. La santidad puede fingirse, y la felicidad visible en este mundo resulta ser, en muchos casos, obra de Dios por causas naturales y ordinarias. Por consiguiente, ningún hombre puede saber de modo infalible, por razón natural, que otro ha tenido una revelación sobrenatural de la voluntad divina; sólo puede haber una creencia, y según que los signos de ésta aparezcan mayores o menores, la creencia es unas veces más firme y otras más débil.
En cuanto a la segunda cuestión de cómo puede ser obligado a obedecerla, no es tan ardua. En efecto, si la ley declara no ser contra la ley de naturaleza (que es, indudablemente, ley divina) y el interesado se propone obedecerla, queda obligado por su propio acto; obligado, digo, a obedecerla, no obligado a creer en ella, ya que las creencias y meditaciones de los hombres no están sujetas a los mandatos, sino, sólo, a la operación de Dios, de modo ordinario o extraordinario. La fe en la ley sobrenatural no es una realización, sino, sólo, un asentimiento a la misma, y no una obligación que ofrecemos a Dios, sino un don que Dios otorga libremente a quien le agrada; como, por otra parte, la incredulidad no es un quebrantamiento de algunas de sus leyes, sino un repudio de todas ellas, excepto las leyes naturales. Cuanto vengo afirmando puede esclarecerse más todavía mediante ejemplos y testimonios concernientes a este punto y extraídos de la Sagrada Escritura. El pacto que Dios hizo con Abraham (por modo sobrenatural) era así: Este será mi pacto, que guardaréis entre mí y vosotros y tu simiente después de ti. La descendencia de Abraham no tuvo esta revelación, ni siquiera existía entonces; constituía, sin embargo, una parte del pacto, y estaba obligada a obedecer lo que Abraham les manifestara como ley de Dios: cosa que ellos no podían hacer sino en virtud de la obediencia que debían a sus padres, los cuales (si no están sujetos a ningún otro poder terrenal, como ocurría en el caso de Abraham) tienen poder soberano sobre sus hijos y sus siervos. A su vez, cuando Dios dijo a Abraham: En ti deben quedar bendecidas todas las naciones de la tierra; porque yo sé que tú ordenarás a tus hijos y a tu hogar, después de ti, que tomen la vía del Señor y observen la rectitud y el juicio, es manifiesto que la obediencia de su familia, que no había tenido revelación, dependía de la obligación primitiva de obedecer a su soberano. En el monte Sinaí sólo Moisés subió a comunicarse con Dios, prohibiéndose que el pueblo lo hiciera, bajo pena de muerte; sin embargo, estaban obligados a obedecer todo lo que Moisés les declaró como ley de Dios. ¿Por qué razón si no por la de sumisión espontánea podían decir: Háblanos y te oiremos, pero no dejes que Dios nos hable a nosotros, o moriremos? En estos dos pasajes aparece suficientemente claro que en un Estado, un súbdito que no tiene una revelación cierta y segura, particularmente dirigida a sí mismo, de la voluntad de Dios, ha de obedecer como tal el mandato del Estado; en efecto, si los hombres tuvieran libertad para considerar como mandamientos de Dios sus propios sueños y fantasías, o los sueños y fantasías de los particulares, difícilmente dos hombres se pondrían de acuerdo acerca de lo que es mandamiento de Dios; y aun a ese respecto cada hombre desobedecería los mandamientos del Estado. Concluyo, por consiguiente, que en todas las cosas que no son contrarias a la ley moral (es decir, a la ley de naturaleza) todos los súbditos están obligados a obedecer como ley divina la que se declara como tal por las leyes del Estado. Esto es evidente para cualquiera razón humana, pues lo que no se hace contra la ley de naturaleza puede ser convertido en ley en nombre de quien tiene el poder soberano; y no existe razón en virtud de la cual los hombres estén menos obligados, si esto se propone en nombre de Dios. Además, no existe lugar en el mundo donde sea tolerable que los hombres reconozcan otros mandamientos de Dios que los declarados como tales por el Estado. Los Estados cristianos castigan leyes positivas divinas (puesto que las leyes naturales siendo eternas y universales, son todas divinas) son aquellas que siendo mandamientos de Dios (no por la eternidad, ni universalmente dirigidas a todos los hombres, sino sólo a unas ciertas gentes o a determinadas personas) son declaradas como tales por aquellos a quienes Dios ha autorizado para hacer dicha declaración. Ahora bien ¿cómo puede ser conocida esta autoridad otorgada al hombre para declarar que dichas leyes positivas son leyes de Dios? Dios puede ordenar a un hombre, por vía sobrenatural, que dé leyes a otros hombres. Pero como es consustancial a la ley que los obligados por ella adquieran el convencimiento de la autoridad de quien la declara, y nosotros no podemos, naturalmente, adquirirlo directamente de Dios ¿cómo puede un hombre, sin revelación sobrenatural, asegurarse de la revelación recibida por el declarante, y cómo puede verse obligado a obedecerla? Por lo que respecta a la primera cuestión: cómo un hombre puede adquirir la evidencia de la revelación de otro, sin una revelación particular hecha a él mismo, es evidentemente imposible; porque si un hombre puede ser inducido a creer tal revelación por los milagros que ve hacer a quien pretende poseerla, o por la extraordinaria santidad de su vida, o por la extraordinaria sabiduría y felicidad de sus acciones (todo lo cual son signos extraordinarios del favor divino), sin embargo, todo ello no es testimonio cierto de una revelación especial. Los milagros son obras maravillosas, pero lo que es maravilloso para unos puede no serlo para otros. La santidad puede fingirse, y la felicidad visible en este mundo resulta ser, en muchos casos, obra de Dios por causas naturales y ordinarias. Por consiguiente, ningún hombre puede saber de modo infalible, por razón natural, que otro ha tenido una revelación sobrenatural de la voluntad divina; sólo puede haber una creencia, y según que los signos de ésta aparezcan mayores o menores, la creencia es unas veces más firme y otras más débil,
En cuanto a la segunda cuestión de cómo puede ser obligado a obedecerla, no es tan ardua. En efecto, si la ley declara no ser contra la ley de naturaleza (que es, indudablemente, ley divina) y el interesado se propone obedecerla, queda obligado por su propio acto; obligado, digo, a obedecerla, no obligado a creer en ella, ya que las creencias y meditaciones de los hombres no están sujetas a los mandatos, sino, sólo, a la operación de Dios, de modo ordinario o extraordinario. La fe en la ley sobrenatural no es una realización, sino, sólo, un asentimiento a la misma, y no una obligación que ofrecemos a Dios, sino un don que Dios otorga libremente a quien le agrada; como, por otra parte, la incredulidad no es un quebrantamiento de algunas de sus leyes, sino un repudio de todas ellas, excepto las leyes naturales. Cuanto vengo afirmando puede esclarecerse más todavía mediante ejemplos y testimonios concernientes a este punto y extraídos de la Sagrada Escritura. El pacto que Dios hizo con Abraham (por modo sobrenatural) era así: Este será mi pacto, que guardaréis entre mí y vosotros y tu simiente después de ti 1. La descendencia de Abraham no tuvo esta revelación, ni siquiera existía entonces; constituía, sin embargo, una parte del pacto, y estaba obligada a obedecer lo que Abraham les manifestara como ley de Dios: cosa que ellos no podían hacer sino en virtud de la obediencia que debían a sus padres, los cuales (si no están sujetos a ningún otro poder terrenal, como ocurría en el caso de Abraham) tienen poder soberano sobre sus hijos y sus siervos. A su vez, cuando Dios dijo a Abraham: En ti deben quedar bendecidas todas las naciones de la tierra; porque yo sé que tú ordenarás a tus hijos y a tu hogar, después de ti, que tomen la vía del Señor y observen la rectitud y el juicio, es manifiesto que la obediencia de su familia, que no había tenido revelación, dependía de la obligación primitiva de obedecer a su soberano. En el monte Sinaí sólo Moisés subió a comunicarse con Dios, prohibiéndose que el pueblo lo hiciera, bajo pena de muerte; sin embargo, estaban obligados a obedecer todo lo que Moisés les declaró como ley de Dios. ¿Por qué razón si no por la de sumisión espontánea podían decir: Háblanos y te oiremos, pero no dejes que Dios nos hable a nosotros, o moriremos? En estos dos pasajes aparece suficientemente claro que en un Estado, un súbdito que no tiene una revelación cierta y segura, particularmente dirigida a sí mismo, de la voluntad de Dios, ha de obedecer como tal el mandato del Estado; en efecto, si los hombres tuvieran libertad para considerar como mandamientos de Dios sus propios sueños y fantasías, o los sueños y fantasías de los particulares, difícilmente dos hombres se pondrían de acuerdo acerca de lo que es mandamiento de Dios; y aun a ese respecto cada hombre desobedecería los mandamientos del Estado. Concluyo, por consiguiente, que en todas las cosas que no son contrarias a la ley moral (es decir, a la ley de naturaleza) todos los súbditos están obligados a obedecer como ley divina la que se declara como tal por las leyes del Estado. Esto es evidente para cualquiera razón humana, pues lo que no se hace contra la ley de naturaleza puede ser convertido en ley en nombre de quien tiene el poder soberano; y no existe razón en virtud de la cual los hombres estén menos obligados, si esto se propone en nombre de Dios. Además, no existe lugar en el mundo donde sea tolerable que los hombres reconozcan otros mandamientos de Dios que los declarados como tales por el Estado. Los Estados cristianos castigan a quienes se rebelan contra la religión cristiana, y todos los demás Estados castigan a cuantos instituyen una religión prohibida. En efecto, en todo aquello que no esté regulado por el Estado, es de equidad (que es la ley de naturaleza, y, por consiguiente, una ley eterna de Dios) que cada hombre pueda gozar por igual de su libertad.
Otra división de las leyes. Existe todavía otra distinción de las leyes, en fundamentales y no fundamentales; pero nunca pude comprender, en ningún autor, qué se entiende por ley fundamental. No obstante, con toda razón pueden distinguirse las leyes de esa manera.
Qué es ley fundamental. Se estima como ley fundamental, en un Estado, aquella en virtud de la cual, cuando la ley se suprime, el Estado decae y queda totalmente arruinado, como una construcción cuyos cimientos se destruyen. Por consiguiente, ley fundamental es aquella por la cual los súbditos están obligados a mantener cualquier poder que se dé al soberano, sea monarca o asamblea soberana, sin la cual el Estado no puede subsistir; tal es el poder de hacer la paz y la guerra, de instituir jueces, de elegir funcionarios y de realizar todo aquello que se considere necesario para el bien público. Es ley no fundamental aquella cuya abrogación no lleva consigo la desintegración del Estado; tales son, por ejemplo, las leyes concernientes a las controversias entre un súbdito y otro. Y baste esto ya, en cuanto a la división de las leyes.
Diferencia entre ley y derecho. Encuentro que las palabras lex civilis y jus civile, es decir, ley y derecho civil, están usadas de modo promiscuo para una misma cosa, incluso entre los autores más cultos, pero no debería ocurrir así. En efecto, derecho es libertad: concretamente, aquella libertad que la ley civil nos deja. Pero la ley civil es una obligación, y nos, arrebata la libertad que nos dio la ley de naturaleza. La naturaleza otorgó a cada hombre el derecho a protegerse a sí mismo por su propia fuerza, y a invadir a un vecino sospechoso, por vía de prevención; pero la ley civil suprime esta libertad en todos los casos en que la protección legal puede imponerse de modo seguro. En este sentido lex y jus son diferentes como obligación y libertad.
Y entre ley y carta. Análogamente, los términos leyes y cartas se utilizan promiscuamente para la misma cosa. Sin embargo, las cartas son donaciones del soberano, y no leyes, sino exenciones a la ley. La frase utilizada en una ley es jubeo, injungo; es decir, mando y ordeno; la frase de una carta es dedi, concessi; he dado, he concedido: pero lo que se ha dado o concedido a un hombre no se le impone como ley. Puede hacerse una ley para obligar a todos los súbditos de un Estado: una libertad o carta se refiere tan sólo a un hombre o a una parte del pueblo. Porque decir que todos los habitantes de un Estado tienen libertad en un caso cualquiera, es tanto como decir que en aquel caso no se hizo ley alguna, o que, habiéndose hecho, se halla abrogada al presente.