CAPÍTULO XXVIII

DE LAS PENAS Y DE LAS RECOMPENSAS

 

Definición de pena. Una PENA es un daño infligido por la autoridad pública sobre alguien que ha hecho u omitido lo que se juzga por la misma autoridad como una transgresión de la ley, con el fin de que la voluntad de los hombres pueda quedar, de este modo, mejor dispuesta para la obediencia.

Antes de que yo deduzca alguna cosa de esta definición, precisa contestar a una cuestión de mucha importancia, a saber: por qué puerta penetra el derecho o autoridad de castigar, en cada caso, En efecto, por lo que antes se ha dicho, nadie se supone ligado por el pacto a no resistir a la violencia, y, por consiguiente, no puede pretenderse que haya dado ningún derecho a otro para poner violentamente las manos sobre su persona. Al instituirse un Estado, cada uno renuncia al derecho de defender a otro, pero no al de defenderse a sí mismo. Él mismo se obliga a asistir a quien tiene la soberanía, cuando castiga a los demás; pero no cuando le castiga a él mismo. Pactar esa asistencia al soberano para que éste castigue a otro, a menos que quien pacta tenga un derecho a hacerlo él mismo, no es darle un derecho a castigar. Es, por consiguiente, manifiesto que el derecho que el Estado (es decir, aquel o aquellos que lo representan) tiene para castigar, no está fundado en ninguna concesión o donación de los súbditos. Pero ya he mostrado anteriormente que antes de la institución del Estado, cada hombre tiene un derecho a todas las cosas, y a hacer lo que considera necesario para su propia conservación, sojuzgando, dañando o matando a un hombre cualquiera para lograrlo. En esto estriba el fundamento del derecho de castigar que es ejercido en cada Estado. En efecto, los súbditos no dan al soberano este derecho, sino que, solamente, al despojarse de los suyos, le robustecen para que use su derecho propio como le parezca adecuado para la conservación de todos ellos: así que no fue un derecho dado, sino dejado a él, y a él solamente; y con excepción de los límites que le han sido puestos por la ley natural, tan enteramente como en la condición de mera naturaleza y de guerra de cada uno contra su vecino.

Injurias privadas y venganzas no son penas. De la definición de pena deduzco: primero, que ni las venganzas privadas ni las injurias de individuos particulares pueden ser propiamente consideradas como penas, puesto que no proceden de la autoridad pública.

Ni denegación de preferencias. En segundo término, que ser menospreciado o privado de preferencia por el favor público no es una pena, porque ningún nuevo mal se inflige con ello a quien se mantiene en la situación que antes tenía.

Ni penalidad infligida sin audiencia pública. En tercer lugar, que el mal infligido por la autoridad pública, sin pública condena precedente, no puede señalarse con el nombre de pena, sino de acto hostil, puesto que el hecho en virtud del cual un hombre es castigado debe ser primeramente juzgado por la autoridad pública, por ser una transgresión de la ley.

Ni penalidad infligida por el poder usurpado. En cuarto lugar, que el mal infligido por el poder usurpado, y por jueces sin autoridad del soberano, no es pena sino acto de hostilidad, ya que los actos del poder usurpado no tienen como autor la persona condenada y, por tanto, no son actos de la autoridad pública.

Ni penalidad Infligida sin tener en cuenta el bien futuro. En quinto lugar, que todo el mal que se inflige sin intención, o sin posibilidad de disponer al delincuente, o a otros hombres (a ejemplo suyo), a obedecer las leyes, no es pena sino acto de hostilidad, ya que sin semejante fin ningún daño hecho queda comprendido bajo esa denominación.

Malas consecuencias naturales no son penas. En sexto lugar, aunque ciertas acciones llevan consigo, por naturaleza, diversas consecuencias perniciosas, como, por ejemplo, cuando un hombre al atacar a otro resulta muerto o herido, o cuando cae enfermo por hacer algún acto ilegal, semejante daño, aunque con respecto a Dios, que es el autor de la Naturaleza, puede decirse que es infligido por Él, y constituye, por tanto, un castigo divino, no está contenido bajo la denominación de pena con respecto a los hombres, porque no es infligido por la autoridad de éstos.

Daño infligido, si es inferior al beneficio de la transgresión no es pena. En séptimo lugar, si el daño infligido es menor que el beneficio de la satisfacción que naturalmente sigue al delito cometido, este daño no queda comprendido en tal definición, y es más bien el precio o redención que no la pena señalada a un delito. En efecto, es consustancial a la pena tener como fin la disposición de los hombres a obedecer la ley, fin que (si es menor que el beneficio de la transgresión) no se alcanza; antes bien, se aleja uno en sentido contrario.

Cuando el castigo va unido a la ley, un daño mayor no es pena, sino hostilidad. En octavo lugar, si una pena está determinada y prescrita en la ley misma, y, después de cometido el delito, se inflige un castigo mayor, el excedente no es castigo, sino acto de hostilidad. Si se tiene en cuenta que la finalidad de la pena no es la venganza sino el terror, y el terror de una condena considerable, desconocida queda eliminado por la declaración de una menor, la adición inesperada no es parte de la pena. Pero donde no existe un castigo determinado por la ley, cualquiera penalidad que se inflija tiene la naturaleza de castigo. En efecto, quien se decide a la violación de una ley cuando ninguna penalidad está determinada, se expone a un castigo indeterminado, es decir, arbitrario.

Daño infligido por un hecho realizado anteriormente a la ley, no es pena. En noveno lugar, el daño infligido por un hecho realizado antes de existir una ley que lo prohibiese, no es castigo sino acto de hostilidad, porque con anterioridad a la ley no existe transgresión de la ley. Ahora bien, el castigo supone un hecho juzgado como transgresión de la ley. Por consiguiente, el daño infligido antes que la ley se hiciera, no es pena, sino acto de hostilidad.

El representante de un Estado es imponible. En décimo lugar, el daño infligido al representante del Estado no es pena, sino acto de hostilidad, ya que es consustancial al castigo el ser infligido por la autoridad pública que corresponde al representante mismo.

Daño a súbditos rebelados se hace por razón de guerra, no por vía de castigo. En último lugar, el daño infligido a quien se considera enemigo no queda comprendido bajo la denominación de pena, ya que si se tiene en cuenta que no está ni sujeto a la ley, y, por consiguiente, no pudo violarla, o que habiendo estado sujeto a ella y declarando que ya no quiere estarlo, niega, como consecuencia, que pueda transgredirla, todos los daños que puedan inferírsele deben ser considerados como actos de hostilidad. Ahora bien, en casos de hostilidad declarada toda la inflicción de un mal es legal. De lo cual se sigue que si un súbdito, de hecho o de palabra, con conocimiento y deliberadamente, niega la autoridad del representante del Estado (cualquiera que sea la penalidad que antes ha sido establecida para la traición), puede legalmente hacérsele sufrir cualquier daño que el representante quiera, ya que al rechazar la condición de súbdito, rechaza la pena que ha sido establecida por la ley, y, por consiguiente, padece ese daño como enemigo del Estado, es decir, según sea la voluntad del representante. En cuanto a los castigos establecidos en la ley, son para los súbditos, no para los enemigos, y han de considerarse como tales quienes, habiendo sido súbditos por sus propios actos, al rebelarse deliberadamente niegan el poder soberano.

La primera y más general distribución de las penas es en divinas y humanas. A las primeras tendré ocasión de aludir posteriormente, en un lugar más adecuado.

Son penas humanas las infligidas por mandamiento del hombre, pudiendo ser o corporales, o pecuniarias, o consistentes en ignominia, o prisión, o destierro, o en la combinación de varias de ellas.

Penas corporales. Pena corporal es la infligida directamente sobre el cuerpo, de acuerdo con el propósito de quien la inflige; tales son la flagelación o las lesiones, o la privación de aquellos placeres corporales que anteriormente se disfrutaban de modo legal.

Capitales. Y de éstas, algunas son capitales, otras menos que capitales. Las primeras castigan con la muerte, bien de modo simple o con tormento. Menos que capitales son las flagelaciones, heridas, encadenamientos y otras penalidades corporales que por su propia naturaleza no son mortales. En efecto, si después de aplicada una pena, la muerte no sobreviene por voluntad de quien la inflige, la pena no puede ser estimada como capital, aunque el daño resulte mortal por un accidente no previsto; en este caso la muerte no ha sido infligida sino precipitada.

La pena pecuniaria es la que consiste no sólo en la privación de una suma de dinero, sino, también, de tierras o de cualesquiera otros bienes que usualmente se compran y venden por dinero. Si la ley que ordena semejante penalidad está hecha con designio de recaudar dinero de quien la viole, en el caso aludido no se trata propiamente de una pena, sino del precio del privilegio y exención de la ley, que no prohíbe de modo absoluto el acto, sino, solamente, a quienes no son capaces de pagar la suma fijada, excepto cuando la ley es natural o forma parte de la religión, porque en este caso no es una exención de la ley sino una transgresión de ella. Así, cuando una ley impone una multa pecuniaria a quienes toman en vano el nombre de Dios, el pago de la multa no es el precio de una dispensa de jurar, sino el castigo de la transgresión de una ley indispensable. Del mismo modo si la ley impone que es preciso pagar una determinada suma de dinero a quien ha sido injuriado, esto no es sino una satisfacción por el daño inferido, y extingue la acusación en la parte injuriada, pero no el delito del ofensor.

Ignominia. Ignominia es el acto de infligir un daño que resulta deshonroso, o la privación de algún bien que resulta honorable dentro del Estado. Existen ciertas cosas honorables por naturaleza, como los efectos del valor, de la magnanimidad, de la fuerza, de la sabiduría y de otras aptitudes del cuerpo y del entendimiento. Otras se instituyen como honorables por el Estado, como las insignias, títulos, oficios o cualquiera otra marca singular del favor soberano. Las primeras (aunque pueden fallar por naturaleza o accidente) no pueden ser suprimidas por una ley, y, por tanto, la pérdida de las mismas no constituye una pena. En cambio, las últimas pueden ser arrancadas por la autoridad pública que las hace honorables y son propiamente castigos. A ellas se condena a los hombres degradados, privándoles de sus insignias, títulos y oficios, o declarándolos incapaces de ser utilizados en el tiempo venidero.

Prisión. Prisión existe cuando un hombre queda privado de libertad por la autoridad pública, privación que puede ocurrir de dos diversas maneras; una de ellas consiste en la custodia y vigilancia de un hombre acusado, la otra en infligir una penalidad a un condenado. La primera no es pena, porque nadie se supone que ha de ser castigado antes de ser judicialmente oído y declarado culpable. Por consiguiente, cualquier daño que se cause a un hombre, antes de que su causa sea oída en el sentido de sufrir encadenamiento o privación, más allá de lo que resulta necesario para asegurar su custodia, va contra la ley de naturaleza. Ahora bien, esto último constituye pena, porque implica un mal infligido por la autoridad pública en razón de algo que la misma autoridad ha juzgado como transgresión de la ley. Bajo la palabra prisión comprendo toda restricción a la libertad de movimiento, causada por un obstáculo externo, ya sea un edificio, lo que comúnmente se llama cárcel, o una isla, cuando se confina a los hombres a ella, o un lugar donde se les hace trabajar, como en los tiempos antiguos se condenaba a los hombres a las canteras, y actualmente a remar en las galeras, o a estar encadenados, o a sufrir algún otro impedimento semejante.

Destierro. Destierro existe orando un hombre es condenado por un delito a abandonar el territorio del Estado o a permanecer fuera de una comarca del mismo, no pudiendo volver durante un tiempo prefijado, o nunca; y no parece por su propia naturaleza, salvo otras circunstancias, que sea una pena, sino más bien un subterfugio o una orden pública para evitar el castigo, por medio de la fuga. Dice Cicerón que nunca se ordenó un castigo semejante en la ciudad de Roma, antes bien, la llama refugio de los hombres en peligro. En efecto, si se destierra a un hombre permitiéndosele, no obstante, gozar de sus bienes y de las rentas de sus tierras, el mero cambio de aires no es un castigo, ni el hecho redunda en beneficio del Estado, para el cual se han ordenado todas las penas (con objeto de formar hombres dispuestos a la observancia de la ley), sino muchas veces en perjuicio del Estado. Un hombre desterrado es un enemigo legítimo del Estado que le desterró, ya que no es miembro del mismo. Pero si, además, queda privado de sus tierras o bienes, entonces el castigo no consiste en el destierro, sino que puede incluirse entre las penas pecuniarias.

El castigo de súbditos inocentes es contrario a la ley de naturaleza. Todas las penas recaídas en seres inocentes, ya sean grandes o pequeñas, van contra la ley de naturaleza, porque la pena se impone solamente por transgresión de la ley, y, por tanto, no debe existir castigo para el inocente. Constituye, por consiguiente, una violación, primero de la ley de naturaleza, que prohíbe a todos los hombres, en sus venganzas, considerar otra cosa sino algún bien futuro, porque no puede derivarse ningún bien para el Estado, del castigo del inocente. En segundo término, porque prohíbe la ingratitud, pues si se considera que todo el poder soberano se dio originariamente por consentimiento de cada uno de los súbditos, con el objeto de que sean protegidos por él, mientras observen obediencia, el castigo del inocente significa una devolución de mal por bien. Y en tercer término, es una violación de la ley que ordena equidad, es decir, distribución equitativa de la justicia, norma que no se observa cuando se castiga al inocente.

En cambio, el daño hecho a seres inocentes en la guerra, no lo es. Al infligirse un daño cualquiera a un inocente que no sea súbdito, si se hace para el beneficio del Estado y sin violación de ningún pacto anterior, ello no constituye un quebrantamiento de la ley de naturaleza. En efecto, todos los hombres que no son súbditos, o bien son enemigos, o bien han dejado de serlo por algún pacto precedente. Ahora bien, contra los enemigos a quienes el Estado juzga capaces de dañar, es legítimo hacer guerra según el derecho original de naturaleza; en esa situación, la espada no discrimina, ni el vencedor distingue entre el elemento perjudicial y el inocente, como ocurría en los tiempos pasados, ni tiene otra consideración de gracia sino la que conduce al bien del propio pueblo. Por esta razón, y respecto de los súbditos que deliberadamente niegan la autoridad del Estado establecido, se extiende también legítimamente la venganza no sólo a los padres, sino también a la tercera y aun la cuarta generación que todavía no existen, y que, por consiguiente, son inocentes del hecho en virtud del cual recae sobre ellos un daño. La naturaleza de esta ofensa consiste en la renuncia a la subordinación, lo cual constituye una recaída en la condición de guerra, comúnmente llamada rebelión; y quienes así ofenden no sufren como súbditos, sino como enemigos, ya que la rebelión no es sino guerra renovada.

La recompensa es salario o gracia. La RECOMPENSA se otorga por liberalidad o por contrato. Cuando es por contrato se denomina salario o sueldo, y constituye un beneficio debido por un servicio realizado o prometido. Cuando se debe a liberalidad, es un beneficio que proviene de la gracia de quien lo otorga, con ánimo de capacitar a los hombres para que le sirvan mejor. Por consiguiente, cuando el soberano de un Estado señala un salario a un cargo público, quien lo recibe está, en justicia, obligado a desempeñar ese cargo; en otro caso, queda obligado solamente por honor al reconocimiento y al propósito de restitución. En efecto, aunque los hombres no tienen excusa legal cuando se les ordena que abandonen sus negocios privados para servir los públicos, sin recompensa o salario, sin embargo, no están obligados a ello por ley de naturaleza, ni por la Institución del Estado, a menos que el servicio no pueda hacerse de otro modo, puesto que se supone que el soberano puede usar de todos sus medios del mismo modo que incluso el más modesto militar puede demandar la soldada, como deuda.

Beneficios otorgados por miedo no constituyen recompensa. Los beneficios que un soberano otorga a un súbdito, por temor a cierto poder o aptitud que el súbdito tenga para dañar al Estado, no son propiamente recompensas, puesto que no son salarios, ya que en este caso no cabe suponer que existe un contrato, estando obligado cada hombre a no dejar de servir al Estado. Tampoco son liberalidades, porque son arrancadas por el miedo, que nunca debe afectar al poder soberano: más bien, son sacrificios que el soberano (considerado en su persona natural y no en la persona del Estado) realiza para apaciguar el descontento de aquel a quien considera más poderoso que a sí mismo; y esos beneficios no estimulan a la obediencia sino, por el contrario, a la prosecución e incremento de una extorsión ulterior.

Salarios fijos y ocasionales. Mientras que ciertos salarios son determinados y proceden del tesoro público, otros son inciertos y casuales, procediendo del ejercicio del cargo para el cual se fijó el salario en cuestión; esta última forma es, en algunos casos, dañosa para el Estado, como en el caso de la judicatura. En efecto, cuando el beneficio de los jueces y ministros de un tribunal de justicia surge de la multitud de causas que le son sometidas para su conocimiento, necesariamente deben derivarse dos inconvenientes: uno de ellos es la estimulación de las cuotas, porque cuanto mayor sea el número de éstas, mayor resulta el beneficio; otra depende de lo que constituye litigio sobre la jurisdicción, atrayendo cada tribunal a sí mismo el mayor número de causas que puede. En los cargos de carácter ejecutivo no existen tales inconvenientes, puesto que su empleo no puede ser aumentado por ninguna solicitud o empeño de los interesados. Considero lo antedicho como suficiente respecto a la naturaleza del castigo y de la recompensa, que vienen a ser los nervios y tendones que mueven los miembros y articulaciones de un Estado.

De este modo he determinado la naturaleza del hombre (cuyo orgullo y otras pasiones le compelen a someterse a sí mismo al gobierno) y, a la vez, el gran poder de su gobernante, a quien he comparado con el Leviatán, tomando esta comparación de los dos últimos versículos del Cap. 41 de Job, cuando Dios, habiendo establecido el gran poder del Leviatán, le denomina rey de la arrogancia. Nada existe —dice— sobre la tierra, que pueda compararse con él. Está hecho para no sentir el miedo. Menosprecia todas las cosas altas, y es rey de todas las criaturas soberbias. Ahora bien, como es mortal y está sujeto a perecer, lo mismo que todas las demás criaturas de la tierra, y como es en el cielo (aunque no sobre la tierra) donde se encuentra el motivo de su temor, y las leyes que debe obedecer, en los capítulos siguientes hablaré de sus enfermedades y de las causas de mortalidad, y de qué leyes de naturaleza está obligado a obedecer.

 

 

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