CAPÍTULO XXVII

DE LOS «DELITOS», EXIMENTES Y ATENUANTES

 

Qué es pecado. Un pecado no es solamente una transgresión de la ley sino, también, un desprecio al legislador, porque tal desprecio constituye, de una vez, un quebrantamiento de todas sus leyes. Por consiguiente, puede consistir no sólo en la comisión de un hecho, o en la enunciación de palabras prohibidas por las leyes, o en la omisión de lo que la ley ordena, sino también en la intención o propósito de transgredir. En efecto, el propósito de quebrantar la ley implica cierto grado de desprecio a aquel a quien corresponde verla ejecutada. Experimentar, aunque sea en la imaginación solamente, el deleite de poseer los bienes, los sirvientes o la mujer de otro sin intención de tomarlo por la fuerza o por el fraude, no constituye un quebrantamiento de la ley que dice: No codiciarás; ni el placer que un hombre puede tener imaginando o soñando la muerte de aquel de cuya vida no espera otra cosa sino daño y sinsabores, es un pecado, sino la resolución de poner en ejercicio algún acto que tienda a ello. En efecto, complacerse en la ficción de aquello que agradaría a un hombre si llegara a realizarse, es una pasión tan inherente a la naturaleza del hombre y de cualquiera otra criatura viva que hacer de ello un pecado, sería convertir en pecado, también, el hecho de ser hombre. Tales consideraciones me han hecho pensar que son demasiado severos consigo mismos y con los demás, quienes sostienen que las primeras nociones de la mente, aunque constreñidas por el temor de Dios, son los pecados. No obstante, confieso que es más juicioso equivocarse por este lado que por el contrario.

Qué es delito. DELITO es un pecado que consiste en la comisión (por acto o por palabra) de lo que la ley prohíbe, o en la omisión de lo que ordena. Así, pues, todo delito es un pecado: en cambio, no todo pecado es un delito. Proponerse robar o matar es un pecado, aunque no se traduzca en palabras o en hechos, porque Dios, que ve los pensamientos del hombre, puede cargárselo en cuenta: pero hasta que se manifieste alguna cosa hecha o dicha, en virtud de la cual la intención pueda ser argüida por un juez humano, no tiene el nombre de delito: esta distinción era observada por los griegos en las palabras avmavrthma y evgclhma o avitiva; la primera de ellas (que traducida significa pecado) implica violación de una ley cualquiera, mientras que las últimas (que se traducen por delito) significan solamente aquel pecado de que un hombre puede acusar a otro. Respecto a las intenciones que nunca se manifiestan por un acto externo, no existe lugar para la acusación humana. Del mismo modo, los latinos significan por peccatum, que quiere decir pecado, toda forma de desviación de la ley, mientras que como crimen (palabra que deriva de cerno, que significa percibir) consideran solamente aquellos pecados que pueden ser evidenciados ante un juez y que, por tanto, no son meras intenciones.

Donde no existe ley civil no existe delito. De esta relación entre el pecado y la ley, y entre el delito y la ley civil, puede inferirse: primero, que donde la ley cesa, cesa el pecado. Pero como la ley de naturaleza es eterna, la violación de pactos, la ingratitud, la arrogancia y todos los hechos contrarios a una virtud moral, nunca pueden cesar de ser pecado. En segundo lugar, que cesando la ley civil, cesa el delito, porque no subsistiendo ninguna otra ley sino la de naturaleza, no existe lugar para la acusación, puesto que cada hombre es su propio juez, acusado solamente por su propia conciencia y alumbrado sólo por la elevación de sus propias intenciones. Por consiguiente, cuando su intención es recta, su hecho no es pecado: en caso contrario, su hecho es pecado, pero no delito. En tercer término, que cuando cesa el poder soberano cesa también el delito: en efecto, donde no existe tal poder no hay protección que pueda derivarse de la ley, y por consiguiente, cada uno puede protegerse a sí mismo por su propia fuerza, ya que al instituirse un poder soberano nadie puede suponerse que renuncie al derecho de conservar su propio cuerpo, para cuya salvaguardia fue, precisamente, instituida la soberanía. Ahora bien, esto ha de comprenderse solamente de quienes no han contribuido por sí mismos a protegerlos, ya que esto, desde el principio, constituiría un delito.

La ignorancia de la ley de naturaleza no excusa a nadie. La fuente de todo delito estriba en algún defecto del entendimiento, o en algún error en el razonar, o en alguna violencia repentina de las pasiones. Defecto en el entendimiento es ignorancia; en el razonamiento, opinión errónea. A su vez, la ignorancia es de tres clases: de la ley, del soberano y de la pena. La ignorancia de la ley de naturaleza no excusa a nadie, porque en cuanto una persona ha alcanzado el uso de razón, se la supone consciente de que no debe hacer a otro lo que no quiere que le hagan a él. Por tanto, en cualquier lugar a donde vaya un hombre, si hace algo contrario a esa ley, es un delito. Si un hombre viene de las Indias a nuestras tierras, y persuade a los hombres para que reciban una nueva religión, o les enseña alguna cosa que tiende a fomentar la desobediencia de las leyes de este país, por muy persuadido que esté de la verdad de lo que enseña comete un delito, y puede ser justamente castigado por razón del mismo, no sólo porque su doctrina es falsa, sino también, porque hace algo que no aprobaría en otro: concretamente, que yendo de nuestro país se propusiera alterar la religión en el suyo. Ahora bien, la ignorancia de la ley civil excusará a un hombre en un país extraño, hasta que le sea declarada; hasta entonces, ninguna ley civil es obligatoria.

La ignorancia de la ley civil excusa a veces. De la misma manera, si la ley civil del país propio de un hombre no se halla tan suficientemente declarada que él pueda conocerla si quiere, ni las acciones contra la ley de naturaleza, la ignorancia es una buena excusa: en los demás casos, la ignorancia de la ley civil no exime.

La ignorancia del soberano no excusa. La ignorancia del poder soberano en la localidad que es la ordinaria residencia de un hombre, no le excusa, porque debe adquirir noticia del poder por el cual ha sido protegido allí.

La ignorancia de la pena no excusa. La ignorancia de la pena, cuando la ley es declarada, no exime a nadie. En efecto, al quebrantar la ley, que sin el temor de la pena consecuente no sería una ley sino palabras vanas, incurre en penalidad, aunque no sepa cuál es ésta; y es así porque quien voluntariamente realiza una acción acepta todas las consecuencias conocidas de ella. El castigo es una consecuencia manifiesta de la violación de las leyes en cada Estado; castigo que si está determinado ya por la ley, se halla sujeto a ésta; en caso contrario el castigo a que puede estar sujeto resulta arbitrario. Es de razón que quien hace una injuria sin otra limitación que la de su voluntad, debe sufrir castigo sin otra limitación que la de su voluntad cuya ley es por ello violada.

Castigos declarados con anterioridad sal hecho, eximen de castigo mayor con posterioridad a él. Ahora bien, cuando una pena se asocia al delito en la ley misma, o ha sido usualmente infligida en casos análogos, entonces el delincuente queda eximido de una mayor penalidad. En efecto, si de antemano se conoce el castigo, cuando éste no es bastante grande para disuadir de la acción, constituye un estímulo para ella, porque cuando los hombres comparan el beneficio de la injusticia por ellos cometida con el daño que representa su castigo, por razón de naturaleza eligen lo que resulta preferible para ellos, y por tanto, cuando son castigados más de lo que la ley había determinado anteriormente, o más que otros fueron castigados por el mismo crimen, es la ley la que los induce al mal o los lleva al error.

Nada puede convertirse en delito por una ley posterior al hecho. Ninguna ley promulgada después de realizado un acto, puede hacer de éste un delito, porque si el hecho es contra la ley de naturaleza, la ley existía ya antes de la acción; pero de una ley positiva no puede tenerse noticia antes de que se promulgue, y, por tanto, no puede ser obligatoria. Ahora bien, por la razón inmediatamente alegada antes, cuando la ley que prohíbe un hecho se hace antes que el hecho se realice, quien realiza el hecho queda sujeto a la pena ulteriormente establecida, en caso de que anteriormente una pena no menor hubiera sido dada a conocer por escrito o por vía de ejemplo.

Falsos principios respecto a las causas verdaderas y erróneas del delito. Por defecto en el razonar (es decir, por error) propenden los hombres a violar la ley en tres aspectos. Primero, por presunción de falsos principios, como es la errónea apreciación de que en todos los lugares y en todos los tiempos las acciones injustas han sido autorizadas por la fuerza, así como por las victorias de quienes las han cometido, y que cuando los hombres poderosos quebrantan las leyes de su país consideran a los más débiles y a los fracasados en sus empresas como los únicos delincuentes, tomando, además, como principios y motivos de su razonamiento, frases como las siguientes: Que la justicia no es sino una palabra vana; que todo aquello que un hombre pueda obtener por su propia actividad y fortuna es suyo; que la práctica de todas las naciones no puede ser injusta; que los ejemplos de tiempos anteriores son buenos argumentos para hacer lo mismo otra vez, y otras muchas de este género. Admitido esto, ningún acto por sí mismo puede ser delito, sino que lo será o no (no por la ley sino) según el éxito de quien lo corneta; y el mismo hecho resulta virtuoso o vicioso, según disponga la fortuna; de manera que lo que Mario consideró como delito, Sila lo estima meritorio, y César (subsistiendo las mismas leyes) lo convierte de nuevo en delito, provocando todo ello una constante perturbación de la paz del Estado.

Falsos maestros interpretan equivocadamente la ley de naturaleza. En segundo lugar, por falsos maestros que o bien hacen una errónea interpretación de la ley de naturaleza, poniéndola, por consiguiente, en contradicción con la ley civil, o bien enseñan como leyes doctrinas propias o tradiciones de tiempos antiguos que son incompatibles con el deber de un súbdito.

Y falsas inferencias de principios verdaderos, realizadas por los maestros. En tercer lugar, por inferencias erróneas de verdaderos principios, lo cual sucede comúnmente a los hombres que son rápidos y precipitados en decidir y resolver lo que harán; así ocurre con aquellos que tienen una gran opinión de su propia inteligencia, y creen que las cosas de esta naturaleza no requieren tiempo y estudio, sino, solamente, una experiencia común y un buen talento natural, de lo cual nadie se encuentra a si mismo desprovisto: en cambio, el conocimiento de lo justo y de lo injusto, que no es menos difícil, nadie pretende tenerlo sin un estudio amplio y prolongado. De estos defectos en el razonar, ninguno puede excusar (aunque alguno de ellos sea susceptible de atenuar) un delito en quien aspire a la administración de sus propios negocios; mucho menos en quienes desempeñan un cargo público, ya que presumen de poseer una razón, sobre cuya falta habrían de apoyar la exención.

Por sus pasiones. Entre las pasiones que con mayor frecuencia son causa de delito una es la vanagloria; es decir, la insensata estimación de la propia valía; como si la diferencia de dignidad fuera un efecto de su ingenio, riqueza, linaje o alguna otra calidad natural que no dependa de la voluntad de quienes tienen autoridad emanada del soberano. De aquí procede la presunción, en que tales hombres se hallan, de que los castigos establecidos por las leyes y generalmente extendidos a todos los súbditos, no deben ser infligidos a ellos con el mismo rigor con que descargan sobre los hombres pobres, oscuros y sencillos, que se comprenden bajo la denominación de vulgo.

Presunción de riqueza. Por lo común ocurre, como consecuencia, que quienes se estiman a sí mismos por la grandeza de sus caudales, se aventuran a realizar delitos con la esperanza de escapar al castigo corrompiendo la justicia pública u obteniendo el perdón O. cambio de dinero u otras recompensas.

Y amigos. Y que quienes tienen muchos y poderosos parientes, y quienes gozan de popularidad y han ganado reputación entre la multitud, se animan a violar las leyes con la esperanza de oprimir el poder, al cual corresponde ejecutarlas.

Sabiduría. Y quienes tienen una elevada y falsa opinión de su propia sabiduría, toman a su cargo la reprensión de las acciones y ponen en tela de juicio la autoridad de quien gobierna, trastornando las leyes con sus discursos públicos, en el sentido de que nada debe ser delito sino lo que reclaman sus propios designios. Ocurre también que algunos de estos hombres se jactan de aquellos delitos que consisten en el ejercicio de la astucia y en el engaño a los vecinos, y piensan que sus designios son excesivamente sutiles para ser advertidos. He aquí lo que yo considero como efectos de una falsa presunción de su propia sabiduría. Entre quienes son los primeros instigadores de perturbación en el Estado (y esto no puede ocurrir si no existe una guerra civil), muy pocos logran conservar su vida tiempo bastante para ver realizados sus nuevos designios: así que el beneficio de sus delitos redunda en favor de la posteridad, tal como ellos sólo en último lugar hubieran deseado, lo cual arguye que no tenían tanta sagacidad como ellos pensaban. Y quienes engañan confiando en que no serán descubiertos, se engañan a sí mismos (ya que la oscuridad en la cual creen hallarse envueltos no es otra cosa que su propia ceguera); y no son más sabios que los niños que piensan estar escondidos cuando se tapan los ojos.

Generalmente todos los hombres animados por la vanagloria (a menos que sean timoratos) están sujetos a la ira, ya que son más propensos que otros a considerar como desprecio la ordinaria libertad de la conversación. Y pocos delitos existen que no puedan ser producidos por la ira.

Odio, concupiscencia, ambición, codicia, como causas de delito. En cuanto a los delitos que se engendran en las pasiones del odio, la concupiscencia, la ambición y la codicia, son tan obvios a la experiencia y al entendimiento de todos, que no hace falta decir nada de ellos, salvo que son dolencias tan consustanciales a la naturaleza, lo mismo del hombre que de todas las criaturas vivas, que sólo un uso extraordinario de la razón, o una severidad constante en castigarlos puede impedir sus efectos. Porque en las cosas odiadas encuentran los hombres una molestia continua e inconfesable; por lo cual o la paciencia humana se impone, o precisa hallar la tranquilidad eliminando el poder de quien molesta. Lo primero es difícil; lo segundo resulta muchas veces imposible sin cierta violación de la ley. La ambición y la codicia son, también, pasiones absorbentes y opresoras, y, en cambio, la razón no siempre actúa para resistirlas; por tanto, en cuanto la esperanza de impunidad aparece, se manifiestan sus efectos. En cuanto a la concupiscencia, lo que le falta de continuidad le sobra de vehemencia, lo cual basta para disipar el temor de castigos inciertos o fáciles de evitar.

Miedo es, a veces, causa de delito, por ejemplo cuando el peligro no es ni presente ni corpóreo. De todas las pasiones la que en menor grado inclina al hombre a quebrantar las leyes es el miedo. Exceptuando algunas naturalezas generosas, es la única cosa, cuando existe una apariencia de provecho o placer, derivada del quebrantamiento de las leyes, que hace que los hombres las observen. Sin embargo, en muchos casos puede cometerse un delito por miedo.

Un miedo cualquiera no justifica la acción que produce, sino sólo el miedo a un daño corporal, lo que llamamos temor físico, y del cual uno no sabe cómo liberarse sino por la acción. Si un hombre se ve asaltado y teme por su muerte inmediata, de la cual no ve cómo escapar sino hiriendo a quien le acomete, si lo hiere de muerte no comete un delito, porque al instituir un Estado nadie renunció a la defensa de su vida o de sus miembros, cuando la ley no puede llegar a tiempo para asistirlo. Pero matar a un hombre porque de sus acciones o amenazas puedo argüir que su deseo es matarme (cuando tengo oportunidad y medios de pedir protección al poder soberano), es un delito. Por otra parte, si un hombre escucha palabras desagradables o pequeñas injurias (para las cuales las leyes no han señalado castigo alguno, ni pensado que quien tiene uso de razón vaya a preocuparse de ellas) y teme que si no toma venganza incurrirá en el desprecio ajeno, y, coma consecuencia, se hallará expuesto a que otros le injurien de igual modo, y para evitar esto quebranta la ley y se protege a sí mismo para el futuro, por el terror que le inspira la venganza privada, entonces comete un delito, porque el daño no es corpóreo sino imaginario y (aunque en este rincón del mundo se considera intolerable por una costumbre que comenzó no hace muchos años entre gente joven y vanidosa) tan leve que una persona consciente de su propio valor no hará caso de él. Igualmente, un hombre puede temer a los espíritus, bien sea por su propia superstición o por dar excesivo crédito a otros hombres que le hablan de extraños sueños y visiones; y puede hacérsele creer que recibirá perjuicio por hacer u omitir diversas cosas cuya acción u omisión, sin embarga, es contraria a las leyes. Lo que por tal razón se haga u omita no puede excusarse por dicho temor, sino que es un delito. En efecto (tal como he mostrado anteriormente, en el capítulo II) los sueños no son, naturalmente, sino fantasías o imágenes que se conservan mientras dormimos, a base de las impresiones que nuestros sentidos han recibido anteriormente, cuando estaban despiertos; y cuando los hombres, por algún accidente, no tienen la seguridad de que dormían, creen que vieron visiones reales, y, por tanto, quien se atreve a quebrantar la ley a base de su sueño propio o del ajeno, o de una pretendida visión, o de otra idea del poder de los espíritus invisibles, distinta de la permitida por el Estado, se aparta de la ley de naturaleza, lo cual implica una cierta ofensa, y sigue los dictados de su propia imaginación o del cerebro de otro individuo, sin que pueda saber si significa alguna cosa o nada, ni si quien le comunica su sueño dice verdad o mentira; porque si a cualquier particular se le debiera permitir hacer esto (como debe ocurrir por la ley de naturaleza, si se permite a uno) no podría existir ninguna ley, y el Estado quedaría disuelto.

No todos los delitos son iguales. De estos diferentes orígenes de delitos se infiere, desde luego, que no todos los delitos (contra lo que afirmaban los estoicos de los tiempos más antiguos) son del mismo linaje. No sólo existe lugar para la EXIMENTE, en virtud de la cual llega a probarse que lo que parezca ser un delito no lo es en absoluto, sino también para la ATENUACIÓN, en cuya virtud el delito que parecía grande se aminora. En efecto, aunque todos los delitos merezcan por igual el nombre de injusticia, del mismo modo que toda desviación de la línea recta implica una cierta sinuosidad, como observaron acertadamente los estoicos, no debe deducirse de esto que todos los delitos sean igualmente injustos, del mismo modo que no todas las líneas curvas son igualmente curvas; cosa que los estoicos no tuvieron en cuenta cuando consideraban un delito tan grande matar una gallina, en contra de la ley, como matar al propio padre.

Eximentes totales. Lo que excusa totalmente un hecho y elimina de él la naturaleza de delito no puede ser otra cosa sino la que, al mismo tiempo, suprime la obligación establecida por la ley. En efecto, una vez cometido un hecho contra la ley, si quien lo cometió estaba obligado a ella, su acto no puede ser otra cosa que un delito.

La falta de medios de conocer la ley exime totalmente. En efecto, la ley de la cual uno no tiene medio de informarse, no es obligatoria. Pero la falta de diligencia en averiguar no puede ser considerada como falta de medios, ni quien presume de razón bastante para el gobierno de sus propios negocios puede suponerse que carece de medios para conocer las leyes de naturaleza, porque estos medios son conocidos por la razón que presume poseer: sólo los niños y los locos pueden tener excusa en las ofensas que realizan contra la ley natural.

Cuando un hombre está cautivo o en poder del enemigo (y se halla en poder del enemigo lo mismo si lo está su persona que sus medios de vida), si esta situación no se debe a culpa suya, cesa la obligación de la ley, ya que debe obedecer al enemigo o morir, y por consiguiente, tal obediencia no es un delito, porque nadie está obligado (cuando falla la protección de la ley) a dejar de protegerse a sí mismo por los mejores medios que pueda.

Si un hombre, por terror a la muerte inminente, se ve obligado a realizar un acto en contra de la ley, queda excusado totalmente, ya que ninguna ley puede obligarle a renunciar a su propia conservación. Suponiendo que una ley fuera obligatoria, un hombre razonaría de este modo: Si no lo hago, moriré ahora; si lo hago, moriré después; por consiguiente, haciéndolo he asegurado una vida más larga. La naturaleza, por lo tanto, le compele a realizar el acto.

Cuando un hombre está desprovisto de alimento o de otra cosa necesaria para su vida, y no puede protegerse a sí mismo de ningún otro modo sino realizando algún acto contra la ley, como, por ejemplo, cuando en períodos de gran escasez toma el alimento por la fuerza, o roba lo que no puede obtener por dinero o por caridad o en defensa de su vida arrebata la espada de manos de otro hombre, queda totalmente eximido por la razón que antes alegamos.

Eximentes contra el autor. Por otra parte, los hechos efectuados contra la ley por autorización de otro, quedan excusados por esta autorización, y recaen sobre el autor, porque nadie debe acusar su propio acto en otro que no es más que su instrumento; en cambio, no queda eximido contra una tercera persona injuriada por ello, porque en esa violación de la ley tanto el autor como el actor son delincuentes. De aquí se deduce que si la persona o la asamblea que tiene el poder soberano, ordena a un hombre que haga algo contrario a una ley anterior, la realización de ese acto queda totalmente eximida, porque no debe condenarse a sí mismo, ya que el mismo soberano es el autor, y lo que justamente no puede ser condenado por el soberano, no puede, en justicia, ser castigado por ningún otro. A su vez, cuando el soberano ordena alguna cosa hecha contra una ley anterior suya, la orden, respecto a este hecho particular, constituye una abrogación de la ley.

Si el hombre o asamblea que tiene el poder soberano repudia un derecho esencial a la soberanía, mediante el cual aumenta en el súbdito cualquiera libertad incompatible con el poder soberano, es decir, con la verdadera esencia de un Estado. Si el súbdito rehusara obedecer la orden en alguna cosa contraria a la libertad otorgada, ello constituiría, a pesar de todo, un pecado contrario a la obligación del súbdito, ya que éste debe conocer lo que es incompatible con la soberanía, puesto que ésta se instituyó por su propio consentimiento y para su propia defensa, y la libertad incompatible con ello no pudo ser otorgada sido por ignorancia de las perniciosas consecuencias que trae consigo. Pero si no solamente desobedece, sino que, además, resiste a un funcionario público en la ejecución de la aludida orden, entonces comete un delito, ya que (sin quebrantamiento de la paz) podía haber formulado querella para ver reconocido su derecho.

Los grados de delito se establecen según diversas escalas, y se miden: primero, por la malignidad de la fuente o causa; segundo, por el contagio del ejemplo; tercero, por el daño del efecto; y cuarto, por la concurrencia de tiempos, lugares y personas.

La presunción de poder constituye una agravante. El mismo hecho realizado contra la ley, si procede de la presunción de fortaleza, riqueza o amistades para resistir a quienes han de ejecutar la ley, es un delito más grande que si procede de la esperanza de no ser descubierto o de escapar huyendo. En efecto, la presunción de una impunidad basada en la fuerza es una raíz de la cual brota, en todo tiempo y en todo género de tentaciones, un desprecio a todas las leyes, ya que en este último caso el temor al peligro, que obliga a huir a un hombre, le hace más obediente para el futuro. Un delito que conocemos como tal, resulta mayor que el mismo delito procedente de una falsa persuasión, de que constituye un acto legítimo. En efecto, quien lo comete a conciencia, presume de su fuerza o de otro poder que le estimula a cometerlo otra vez: en cambio, quien lo hace por error, en cuanto le advierten de ello vuelve a conformarse con la ley. Aquel cuyo error procede de la autoridad de un maestro o de un intérprete de la ley, públicamente autorizado, no es tan culpable como aquel otro cuyo error deriva de una perentoria prosecución de sus propios principios y razonamientos. En efecto, lo que enseña uno que instruye por autorización pública, lo enseña, en realidad, el Estado, y tiene una apariencia de ley, mientras la misma autoridad lo controla; y en todos los delitos que no contienen en sí una negación del poder soberano, ni son contra una ley evidente, exime de modo total: mientras que quien funda sus acciones sobre su juicio privado se mantendrá en pie o caerá, de acuerdo con la rectitud o error del mismo.

Ejemplos de impunidad atenúan. El mismo hecho, si ha sido constantemente castigado en otros hombres, es un delito mayor que si hubiera habido otros ejemplos precedentes de impunidad, ya que aquellos ejemplos son otros tantos auspicios de impunidad ofrecidos por el soberano mismo. Y como quien provee a un hombre con semejante esperanza y presunción de gracia, estimulándole a ofender, tiene una participación en la ofensa, no puede, razonablemente, cargar la culpa entera sobre el ofensor.

Premeditación, agrava. Un delito que tiene como origen una pasión repentina, no es tan grande como si deriva de una larga meditación. En el primer caso existe una posibilidad de atenuación, basada en la general debilidad de la naturaleza humana; ahora bien, quien lo hace con premeditación obra de modo circunspecto, cierra los ojos al castigo con que la ley amenaza, y a las consecuencias del mismo, frente a la sociedad humana; todo lo cual ha despreciado al cometer el delito, posponiéndolo a sus propios apetitos. Ahora bien, no existe pasión repentina suficiente para una excusa total, porque todo el tiempo transcurrido entre el conocimiento de la ley y la comisión del hecho debe ser considerado como período de deliberación, ya que, meditando sobre la ley, cabe rectificar la irregularidad de las pasiones.

En cuanto la ley es públicamente promulgada, e interpretada con asiduidad ante el pueblo entero, un hecho realizado contra ella constituye un delito mayor que si no se procura una información semejante, y los súbditos la averiguan con dificultad, incertidumbre e interrupción de la exigencia de que la ley se cumpla, teniendo que ser informados por individuos particulares; en este caso, parte de la falta descarga sobre la abulia general, mientras que en el primero existe aparente negligencia que no deja de implicar cierto desprecio al poder soberano.

Aprobación tácita por el soberano, atenúa. Aquellos hechos que la ley condena expresamente, pero que el legislador tácitamente aprueba por otros signos manifiestos de su voluntad, son delitos menores que los mismos hechos condenados por la ley y por el legislador. Si advertimos que la voluntad del legislador es una ley, aparecen en este caso dos leyes contradictorias que excusarían totalmente si los hombres estuvieran obligados a tener noticia de la aprobación del soberano por otros argumentos distintos de los expresados por su mandato. Ahora bien, como existen castigos no sólo consiguientes a la transgresión de la ley, sino también a la observancia de ella, el legislador es, en parte, causante de la transgresión, y, por consiguiente, no puede razonablemente imputarse al delincuente la totalidad del delito. Por ejemplo, la ley condena los duelos, y el castigo se hace necesario. Pero, a su vez, quien rehúsa batirse está expuesto al desprecio y a la burla, sin remedio; a veces, es el mismo soberano quien lo considera indigno de desempeñar algún cargo o mando en la guerra. Si en consideración a ello acepta el duelo, teniendo en cuenta que todos los hombres se proponen rectamente gozar de una buena opinión en quienes ejercen el poder soberano, en razón no deberá ser castigado rigurosamente, y una parte de la falta deberá recaer sobre el que castiga. Lo que digo no implica un afán de dar rienda suelta a las venganzas privadas o a cualquier otro género de desobediencia, sino que los gobernantes deben cuidar de no dar pábulo, indirectamente, a una cosa que de modo directo prohíben. Los ejemplos de los príncipes respecto a quienes los contemplan, son y han sido siempre más vigorosos para gobernar sus acciones que las leyes mismas. Y aunque nuestro deber consiste en hacer no lo que ellos hacen, sino lo que dicen, semejante deber nunca será cumplido hasta que plazca a Dios dar a los hombres una gracia extraordinaria y sobrenatural para seguir este precepto.

Comparación entre los delitos, por sus efectos. Por otro lado, si comparamos los delitos con el agravio de sus efectos, en primer término, el mismo hecho cuando redunda en perjuicio de varios es mayor que cuando redunda en daño de unos pocos. Por consiguiente, cuando un hecho daña no sólo en el presente, sino, también, por ejemplo, en el futuro, constituye un delito mayor que si el daño sólo se limita al presente, ya que el primero es un delito fértil, y extiende y multiplica el daño, mientras que el segundo es improductivo. Mantener doctrinas contrarias a la religión establecida en el Estado es una falta mayor en un sacerdote autorizado que en una persona privada. Otro tanto es, en él, vivir de modo profano o incontinente, o realizar un acto irreligioso cualquiera. Así también, en un profesor de leyes, mantener algún punto o realizar algún acto que tienda a debilitar el poder soberano, es un delito mayor que en otro hombre: asimismo, en un hombre que tiene reputación de sabiduría, hasta el punto de que sus consejos son seguidos o sus acciones imitadas por los demás, el acto que realiza contra la ley es un delito mayor que el mismo hecho efectuado por otro, porque tales hombres no solamente cometen delito, sino que lo enseñan como ley a todos los demás hombres. Por lo general, todos los delitos son mayores por el escándalo que dan, es decir, porque son un obstáculo para el débil, que no considera tanto el camino en que se aventura como la luz de que otros hombres son portadores, delante de él.

Así también, los hechos de hostilidad contra la presente organización del Estado son delitos mayores que los mismos actos realizados contra personas particulares, porque el estrago se extiende por sí mismo a todos. Tal ocurre con la revelación de las tuerzas o de los secretos del Estado a un enemigo; con los atentados que se cometen contra el representante del Estado, sea un monarca o una asamblea; y con todo cuanto de palabra o de hecho, tiende a disminuir la autoridad del mismo, sea en el momento presente o en tiempos sucesivos: estos delitos eran denominados por los latinos crimina laesae majestatis, y consisten en un designio o acto contrario a una ley fundamental.

Soborno y falso testimonio. Análogamente, aquellos delitos que dejan los juicios sin efecto son delitos mayores que las injurias hechas a una o a unas pocas personas; del mismo modo que recibir dinero por emitir un falso testimonio es un delito mayor que engañar de otro modo a un hombre acerca de una misma suma u otra mayor. En efecto, no sólo sufre quien cae en estos juicios, sino que todos los juicios se hacen inútiles y el caso queda abandonado a la fuerza y a la venganza privada.

Fraude. Así también, el robo y el fraude al tesoro o a las rentas públicas es un delito mayor que el robo o el fraude hecho a un particular, ya que robar al erario público es robar a varios a un tiempo.

Usurpación de autoridad. Así también, la usurpación fraudulenta del ministerio público, la falsificación de los sellos públicos o de las acuñaciones públicas, así como la usurpación de la personalidad de un particular, o de su sello, a causa del fraude correspondiente, redunda en perjuicio de varios.

Comparación de los delitos particulares. De los hechos contra la ley, efectuados contra particulares, el delito mayor es aquel en que el daño resulta más sensible, a juicio del común de los hombres que otro daño, conservándose la vida.

Matar en contra de la ley es un delito mayor que cualquiera. Por consiguiente:

Matar con tormento, mayor que matar simplemente. Mutilación de un miembro, mayor que el despojo de los bienes de un hombre.

Despojar a un hombre de sus bienes por terror a la muerte o a ser herido, es delito mayor que la usurpación clandestina.

Y sustraer clandestinamente, mayor que obtenerlo por consentimiento fraudulento.

La violación de la castidad por la fuerza, mayor que por la seducción.

Y de una mujer casada, mayor que de una soltera.

Todas estas cosas están comúnmente valuadas así, aunque algunos hombres son más o menos sensibles a la misma ofensa. No obstante, la ley no considera la inclinación particular sino la general de la especie humana.

Por consiguiente, la ofensa que los hombres hacen por contumelia, mediante palabras o gestos, cuando no producen otro daño que el agravio presente de quien lo recibe fue poco atendida en las leyes de los griegos, romanos y otros Estados antiguos y modernos, suponiéndose que la verdadera causa de tal agravio no consiste en la contumelia, la cual no prende en hombres conscientes de su propia virtud, sino en la pusilanimidad de quien es ofendido por ello.

Un delito contra un particular puede resultar agravado por la persona, tiempo y lugar. Matar al propio padre es un delito mayor que matar a otra persona, porque, aunque ha rendido su poder a la ley civil, el padre debe ser honrado como soberano, puesto que tuvo originariamente ese poder, por naturaleza. Robar a un pobre es un delito mayor que robar a un rico, ya que para el pobre el daño es más sensible.

Un delito cometido en tiempo o lugar destinado a la devoción es mayor que si se comete en otro lugar y tiempo, porque revela un mayor desprecio de la ley.

Podrían añadirse otros ejemplos de agravación y atenuación, pero con los citados hemos establecido ya cuán obvio es para cada hombre tener en cuenta el nivel de cualquier otro delito que se considere.

Qué son detalles públicos. Por último, como en la mayoría de los delitos se hace una injuria no solamente a un hombre privado, sino también al Estado, el mismo delito, cuando la acusación se hace en nombre del Estado, se denomina delito público, y cuando se hace en nombre de un particular, delito privado. Los juicios relacionados con ellos se llaman públicos, judica pública, o pleitos de la corona; y pleitos privados. En cuanto a la acusación de asesinato, si el acusador es un particular, el pleito es privado; si el acusador es el soberano, el pleito es público.

 

 

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