DE LA MISIÓN DEL REPRESENTANTE SOBERANO
Procurar el bien del pueblo. La misión del soberano (sea un monarca o una asamblea) consiste en el fin para el cual fue investido con el soberano poder, que no es otro sino el de procurar la seguridad del pueblo; a ello está obligado por la ley de naturaleza, así como a rendir cuenta a Dios, autor de esta ley, y a nadie sino a Él. Pero por seguridad no se entiende aquí una simple conservación de la vida, sino también de todas las excelencias que el hombre puede adquirir para sí mismo por medio de una actividad legal, sin peligro ni daño para el Estado.
Por medio de la instrucción y de las leyes. Y esto se entiende que debe ser hecho no ya atendiendo a los individuos más allá de lo que significa protegerlos contra las injurias, cuando se querellan, sino por una providencia general contenida en pública instrucción de doctrina y de ejemplo; y en la promulgación y ejecución de buenas leyes, que las personas individuales puedan aplicar a sus propios casos.
Mas como, suprimidos los derechos esenciales de la soberanía (que hemos especificado en el capítulo XVIII), el Estado queda destruido, y cada hombre retorna a la calamitosa situación de guerra contra todos los demás hombres (que es el mayor mal que puede ocurrir en su vida), la misión del soberano consiste en mantener enteramente esos derechos, y, por consiguiente, va contra su deber: primero, transferir a otro o renunciar por sí mismo alguno de ellos. En efecto, quien renuncia a los medios, renuncia a los fines; y renuncia a los medios quien siendo soberano se reconoce a sí mismo sujeto a leyes civiles, y renuncia al poder de la suprema judicatura; o de hacer guerra o paz por su propia autoridad; de juzgar de las necesidades del Estado; de recaudar dinero y hacer levas de soldados, en el tiempo y cuantía que en conciencia estime necesario; de instituir funcionarios y ministros, en período de guerra o de paz; de designar maestros, y examinar qué doctrinas están de acuerdo y cuáles son contrarias a la defensa, a la paz y al bien del pueblo.
O no instruir al pueblo en sus razones de ello. En segundo lugar, va contra su deber dejar al pueblo en la ignorancia o mal informado acerca de los fundamentos y razones de sus derechos esenciales, ya que, de este modo, los hombres resultan fáciles de seducir y son inducidos a resistir al soberano, cuando el Estado requiera el uso y ejercicio de tales derechos.
Y en cuanto a los fundamentos de estos derechos, resulta muy necesario enseñarlos de modo diligente y veraz, porque no pueden ser mantenidos por una ley civil o por el terror de un castigo legal. En efecto, una ley civil que prohíba la rebelión (y como tal se considera la resistencia a los derechos esenciales de la soberanía) no obliga como ley civil sino, solamente, por virtud de la ley de naturaleza que prohíbe la violación de la fe; y si los hombres no conocen esta obligación natural, no pueden conocer el derecho de ninguna ley promulgada por el soberano. En cuanto a la penalidad, no la consideran sino como un acto hostil, que ellos se imaginan capaces de evitar por medio de otros actos hostiles, en cuanto se consideran en posesión de la fuerza suficiente.
Objeción de quienes dicen que no existen principios de razón para la soberanía absoluta. He oído decir a algunos que la justicia es, solamente, una palabra sin sustancia, y que cualquiera cosa que un hombre puede adquirir para sí mismo por medio de la fuerza o de la astucia (no sólo en situación de guerra, sino también en el seno de un Estado) es suya, cosa cuya falsedad ya he demostrado; análogamente, tampoco faltará quien sostenga que no hay razones ni principio de razón para sostener aquellos derechos esenciales que hacen absoluta la soberanía. Ahora bien, si existieran, hubiesen sido halladas en un lugar o en otro; pero advertimos que nunca ha existido un Estado donde estos derechos hayan sido reconocidos o disputados. Con ello se arguye algo tan equivocado como si los salvajes de América negaran la existencia de fundamentos o principios de razón para construir una casa que durase tanto como sus materiales, puesto que nunca han visto una tan bien construida. El tiempo y la laboriosidad producen cada día nuevos conocimientos; y del mismo modo que el arte de bien construir deriva de los principios de razón observados por los hombres laboriosos, que estudiaron ampliamente la naturaleza de los materiales y los diversos efectos de la figura y la proporción, mucho después de que la humanidad (aunque pobremente) comenzara a construir; así, mucho tiempo después de que los hombres comenzaran a construir Estados, imperfectos y susceptibles de caer en el desorden, pudieron hallarse, por medio de una meditación laboriosa, principios de razón, que hicieran su constitución duradera (excepto contra la violencia externa). Y estos son los principios que me interesaba examinar en este discurso. Que no lleguen a ser advertidos por quienes tienen el poder de utilizarlos, o que sean despreciados o estimados por ellos, es algo que no me interesa especialmente, en esta ocasión. Ahora bien, aun suponiendo que estos míos no sean principios de razón, sin embargo, estoy seguro de que son principios sacados de la autoridad de la Escritura, como pondré de_ manifiesto cuando hable del reino de Dios (administrado por Moisés) sobre los judíos, el pueblo elegido y ungido a Dios, por vía de pacto.
Objeción basada en la incapacidad del mundo. Dícese, sin embargo, que si bien los principios son correctos, el pueblo llano no tiene capacidad bastante para comprenderlos. Yo tendría una gran satisfacción si los súbditos poderosos y ricos de un reino, o quienes se cuentan entre los más cultos, no fueran menos capaces que ellos. Todos los hombres saben que las obstrucciones a este género de doctrinas no proceden tanto de la dificultad de la materia como del interés de quienes han de aprenderla. Los hombres poderosos difícilmente toleran nada que establezca un poder capaz de limitar sus deseos; y los hombres doctos, cualquiera cosa que descubra sus errores, y, por consiguiente, disminuya su autoridad: el entendimiento de las gentes vulgares, a menos que no esté nublado por la sumisión a los poderosos, o embrollado por las opiniones de sus doctores, es, como el papel blanco, apto para recibir cualquiera cosa que la autoridad pública desee imprimir en él. ¿No son inducidas naciones enteras a prestar su aquiescencia a los grandes misterios de la religión cristiana que están por encima de la razón; y no se hace creer a millones de seres que un mismo cuerpo puede estar en innumerables lugares, a un mismo tiempo, lo cual va contra la razón; y no serán capaces los hombres, por medio de enseñanzas y predicaciones, y con la protección de la ley, para recibir lo que está tan de acuerdo con la razón que cualquier hombre sin prejuicios no necesita ya, para aprenderlo, sino escucharlo? Concluyo, por consiguiente, que en la instrucción del pueblo en los derechos esenciales (que son las leyes naturales y fundamentales) de la soberanía, no existe dificultad (mientras un soberano mantenga el poder entero), sino la que procede de sus propias faltas, o de las faltas de aquellos a quienes confía la administración del Estado; por consiguiente, es su deber inducirlos a recibir esa instrucción; y no sólo su deber, sino también su seguridad y provecho para evitar el peligro que de la rebelión puede derivar al soberano, en su persona natural.
Debe enseñarse a los súbditos no apetecer el cambio de gobierno. Descendiendo a los detalles, se enseñará al pueblo, primeramente, que no debe entusiasmarse con ninguna forma de gobierno que vea en las naciones vecinas, más que con la suya propia; ni desear ningún cambio (cualquiera que sea la prosperidad presente disfrutada por las naciones que se gobiernan de modo distinto que el suyo). En efecto, la prosperidad de un pueblo regido par una asamblea aristocrática o democrática, no deriva de la aristocracia o de la democracia, sino de la obediencia y concordia de los súbditos; ni el pueblo prospera en una monarquía porque un hombre tenga el derecho de regirla, sino porque los demás le obedecen. Si en cualquier género de Estado suprimís la obediencia (y, por consiguiente, la concordia del pueblo), no solamente dejará de florecer, sino que en poco tiempo quedará deshecho. Y quienes, apelando a la desobediencia, no se proponen otra cosa que reformar el Estado, se encontrarán con que, de este modo, no hacen otra cosa que destruirlo: como las insensatas hijas de Peleo (en la fábula), que deseosas de renovar la juventud de su decrépito padre, por consejo de Medea le cortaron en pedazos y lo cocieron, juntamente con algunas hierbas extrañas, sin que por ello lograran hacer de él un hombre nuevo. Este deseo de cambio viene a significar el quebrantamiento del primero de los mandatos de Dios: porque Dios dice, Non habebis Deos alíenos, tú no tendrás los dioses de otras naciones; y en otro lugar, respecto a los reyes, dice que son dioses.
Ni prestar su adhesión (contra el poder soberano) a hombres populares. En segundo lugar, debe enseñárseles que no han de sentir admiración hacia las virtudes de ninguno de sus conciudadanos, por elevados que se hallen, ni por excelsa que sea su apariencia en el Estado; ni de ninguna asamblea (con excepción de la asamblea soberana), hasta el punto de otorgarle la obediencia o el honor debido solamente al soberano, al cual representan en sus respectivas sedes; ni recibir ninguna influencia del pueblo, sino la autorizada por el soberano poder. En efecto, no puede imaginarse que un soberano ame a su pueblo como es debido cuando no está celoso de él, y sufre la adulación de los hombres populares, que le arrebatan su lealtad, como ha ocurrido frecuentemente no sólo de modo clandestino, sino manifiesto, hasta el extremo de proclamarse el desposorio con ellos in facie Ecclesice por los predicadores, y por medio de discursos en plena calle: lo que puede oportunamente ser comparado con la violación del segundo de los diez mandamientos.
Ni discutir el poder soberano. En tercer lugar, y como consecuencia, se les advertirá cuán grande falta es hablar mal del representante soberano (sea un hombre o una asamblea de hombres), o argüir y discutir su poder, o usar de cualquier modo su nombre irreverentemente, con lo cual puede caer el soberano en el desprecio de su pueblo, y debilitarse la obediencia qué éste le presta (y en la cual consiste la seguridad del Estado). A cuya doctrina apunta, por analogía, el tercer mandamiento.
Y tener días especialmente dedicados a aprender sus deberes. En cuarto lugar, si consideramos que al pueblo no puede enseñársele todo esto; ni aunque se le enseñe, lo recuerda; ni, después de pasada una generación, sabe de modo suficiente en quién está situado el poder soberano, si no destina parte de su tiempo a escuchar a quienes están designados para instruirlo, es necesario que se establezcan ocasiones en que las gentes puedan reunirse y (después de los rezos y alabanzas a Dios, el soberano de los soberanos) ser aleccionadas acerca de sus deberes y las leyes positivas que generalmente conciernen a todos, leyéndolas y exponiéndolas, y recordándoles la autoridad que las promulga. A este objeto tenían los judíos, cada sexto día, un sábado, en el cual la ley era leída y expuesta; y en tal solemnidad, se les recordaba que su rey era Dios, el cual, habiendo creado el mundo en seis días, descansó en el séptimo; y al descansar ellos de su trabajo, se les recordaba que este Dios era su rey y les redimió de su trabajo servil y penoso en Egipto, y les dio tiempo para que después de haberse complacido con Dios hallaran regocijo en sí mismos, con legítimos esparcimientos. Así, pues, la primera tabla de los mandamientos se destina por entero a establecer la suma del poder absoluto de Dios, no solamente como Dios, sino por vía de pacto, como rey privativo de los judíos; y puede, por consiguiente, iluminar a aquellos a quienes se ha conferido poder soberano, por consentimiento de los hombres, el establecer qué doctrina deben enseñar a sus súbditos.
Y honrar a sus parares. Y como la primera instrucción de los niños depende del cuidado de sus padres, es necesario que sean obedientes a ellos mientras están bajo su tutela; y no sólo eso, sino que con posterioridad (como la gratitud requiere), reconozcan el beneficio de su educación, por signos exteriores de honor. A este fin debe enseñárseles que originariamente el padre de todos los hombres era también su señor soberano, con poder de vida y muerte sobre ellos; y que aunque al instituir el Estado los padres de familia renunciaron ese poder absoluto, nunca se entendió que hubiesen de perder el honor a que se hacían acreedores, por la educación que procuraban. En efecto, la renuncia de ese derecho no era necesaria a la institución del poder soberano; ni existiría ninguna razón por la cual un hombre desease tener hijos, o tomarse el cuidado de alimentarlos e instruirlos, si posteriormente no obtuvieran de ellos beneficio mayor que de otros hombres. Y esto se halla de acuerdo con el quinto mandamiento.
Y evitar la comisión de injurias. Por otra parte, todo soberano debe esforzarse por que sea enseñada la justicia; consistiendo ésta en no privar a nadie de lo que es suyo, ello significa tanto como decir que los hombres sean aconsejados para que no sustraigan a sus vecinos, por la violencia o por el fraude, nada de lo que por autoridad soberana les pertenece. De las cosas propias, las más queridas a un hombre son su propia vida y sus miembros; en grado inmediato (para la mayoría de los hombres), las que conciernen al afecto conyugal, y después de ellas las riquezas y medios de vida. Por consiguiente, debe enseñarse al pueblo a abstenerse de toda violencia contra otra persona, practicada por vía de venganza privada; de la violación del honor conyugal; de la rapiña violenta, y de la sustracción de los bienes de otro por medio de hurto fraudulento. A este objeto conviene patentizar las consecuencias perniciosas de los juicios falsos, obtenidos por corrupción de los jueces o de los testigos, en los que se suprime la distinción de propiedad, y la justicia queda sin efecto; todas estas cosas se examinan en los mandamientos sexto, séptimo, octavo y noveno.
Y hacer todo esto sinceramente y con el corazón. Por último, interesa enseñarles que no sólo los hechos injustos sino los designios e intenciones de hacerlos son injusticia, puesto que ésta consiste tanto en la depravación de la voluntad como en la irregularidad del acto. Es ésta la intención del décimo mandamiento, y la suma de la segunda Tabla, que queda reducida a este precepto exclusivo de la caridad mutua: Amarás a tu prójimo como a ti mismo; del mismo modo que la suma de la primera queda reducida al amor de Dios, a quien los judíos han recibido recientemente como rey suyo.
El fin de las Universidades. En cuanto a los medios y conductos gracias a los cuales puede el pueblo recibir dicha instrucción, tenemos que inquirir por qué procedimientos tantas opiniones contrarias a la tranquilidad del género humano, han logrado, sin embargo, arraigar profundamente en él, a base de frágiles y falsos principios. Me refiero a los especificados en el capítulo precedente, a saber: que los hombres deben juzgar de lo que es legítimo e ilegítimo no por la ley misma, sino por sus propias conciencias, es decir, por sus propios juicios particulares: que los súbditos pecan al obedecer los mandatos del Estado, a menos que antes no los hayan estimado legítimos; que la propiedad en sus riquezas es tal que excluye el dominio que el Estado tiene sobre las mismas; que es legítimo para los súbditos dar muerte a los llamados tiranos; que el poder soberano puede ser dividido, y otras ideas análogas que se suele imbuir al pueblo por tales procedimientos. Aquellos a quienes la necesidad y la codicia hace considerar atentamente su negocio y su trabajo, y aquellos, por otra parte, a quienes la abundancia o la indolencia les empujan hacia los placeres sensuales (estos dos grupos de personas abarcan la mayor parte del género humano), apartándose de la profunda meditación, que requiere necesariamente la enseñanza de la verdad no sólo en materia de justicia natural, sino también de todas las demás ciencias, adquieren las nociones de sus deberes, principalmente desde el púlpito, de los sacerdotes, y en parte de aquellos de sus vecinos o familiares que teniendo la facultad de discurrir de modo plausible y adecuado, parecen más sabios y mejor instruidos que ellos mismos en materia legal y de conciencia. Y los religiosos, y quienes tienen apariencia de doctos, derivan sus conocimientos de las Universidades y de las escuelas jurídicas, o de los libros que han sido publicados por hombres eminentes en esas escuelas y Universidades. Es, por consiguiente, manifiesto, que la instrucción del pueblo depende por completo de la adecuada instrucción de la juventud en las Universidades. Alguno dirá: ¿pero es posible que las Universidades de Inglaterra no estén suficientemente instruidas para hacer esto? ¿O acaso os proponéis enseñar a las Universidades? Arduas cuestiones son éstas, en efecto. Sin embargo, no dudo en contestar a la primera, que hasta las postrimerías del reinado de Enrique VIII el poder del Papa era siempre mantenido sobre el poder del Estado, principalmente por las Universidades, y que las doctrinas sustentadas por tantos predicadores contra el poder soberano del rey, y por tantos juristas y otros hombres doctos que allí ejercían su educación, es un argumento suficiente de que aunque las Universidades no sean autoras de esas falsas doctrinas, no saben, sin embargo, cómo implantar la verdad. En efecto, en esa contradicción de opiniones, es muy cierto que no han sido suficientemente instruidas, y no es extraño que todavía conserven un regusto de ese sutil licor con que antes estaban sazonadas contra la autoridad civil. En cuanto a la última cuestión no creo conveniente ni necesario decir sí o no, puesto que quien advierta lo que hago, fácilmente percibirá lo que pienso.
La seguridad del pueblo requiere, además, de aquel o aquellos que tienen el poder soberano, que la justicia sea administrada por igual a todos los sectores de la población; es decir, que lo mismo al rico y al poderoso que a las personas pobres y oscuras, pueda hacérseles justicia en las injurias que les sean inferidas, así como que el grande no pueda tener mayor esperanza de impunidad, cuando hace violencia, deshonra u otra injuria a una clase más baja, que cuando uno de éstos hace lo mismo a uno de aquéllos. En esto consiste la equidad, a la cual, por ser un precepto de la ley de naturaleza, un soberano se halla igualmente sujeto que el más insignificante de su pueblo, Todas las infracciones de la ley son ofensas contra el Estado. Pero hay algunas que lo son también contra las personas particulares. Las que conciernen solamente al Estado pueden ser perdonadas sin quebrantamiento de la equidad, porque cada hombre puede perdonar, según su buen criterio, lo que contra él hagan los demás. En cambio, una ofensa contra un particular no puede equitativamente ser perdonada sin consentimiento del injuriado, o sin una satisfacción justa.
La desigualdad de los súbditos procede de los actos del poder soberano; por consiguiente, no tiene ya lugar en presencia del soberano, es decir, en un tribunal de justicia, así como tampoco existe desigualdad entre los reyes y sus súbditos en presencia del Rey de Reyes. El honor de los magnates debe estimarse por sus acciones beneficiosas, y por la ayuda que prestan a los hombres de inferior categoría; o no ser apreciado en absoluto. Y las violencias, opresiones o injurias que cometen no quedan atenuadas sino agravadas por la grandeza de su persona, ya que tienen menos necesidad de cometerlas. Las consecuencias de esta parcialidad respecto a los grandes presenta los siguientes grados: La impunidad causa insolencia; la insolencia, odio; y el odio un esfuerzo para derribar todos los obstáculos opresores y contumaces, aun a costa de la ruina del Estado.
Igualdad de impuestos. A la justicia igual corresponde, también, la igualdad en la imposición de tributos; esta igualdad de tributación no se basa en la igualdad de riquezas, sino en la igualdad de la deuda que cada hombre está obligado a pagar al Estado por la defensa que le presta. Irlo basta, para un hombre, trabajar por la conservación de su vida, sino que también debe luchar, si es necesario, por el aseguramiento de su trabajo. Deben hacer, o lo que hicieron los judíos después de retornar de su cautiverio, al reedificar el templo: construir con una mano y empuñar la espada con la otra; o de lo contrario tienen que alquilar a otros que luchen por ellos. En efecto, los impuestos establecidos por el poder soberano sobre sus súbditos no son otra cosa que el salario debido a quienes sostienen la espada pública, para defender a los particulares en el ejercicio de sus distintas actividades y reclamaciones. Teniendo en cuenta que el beneficio que cada uno recibe de ellos es el goce de la vida, que resulta igualmente apreciada por pobres y ricos, el débito que un pobre tiene para quien defiende su vida es el mismo que el de un rico por análoga defensa, salvo que el rico que tiene al pobre a su servicio, puede ser deudor no sólo por su propia persona, sino por muchas más. Considerando esto, la igualdad en la tributación consiste más bien en la igualdad de lo que se consume que en la riqueza de los consumidores. ¿Por qué razón quien trabaja mucho y, ahorrando los frutos de su trabajo, consume poco, debe soportar mayor gravamen que quien viviendo en la holganza tiene pocos ingresos y gasta cuanto recibe, cuando uno y otro reciben del Estado la misma protección? En cambio, cuando los impuestos son establecidos sobre las cosas que los hombres consumen, cada hombre paga igualmente por lo que usa, y el Estado no queda defraudado por el gasto lujoso de los hombres privados.
Caridad pública. Y como algunos hombres, por accidente inevitable, resultan incapaces para mantenerse a si mismos por su trabajo, no deben ser abandonados a la caridad de los particulares, sino que las leyes del Estado deben proveer a ello (en cuanto lo exigen las necesidades de la naturaleza). Porque del mismo modo que es falta de caridad abandonar al impotente, así lo es también, en el soberano de un Estado, exponerlo al azar de esa caridad incierta.
Prevención contra la holganza. En cuanto a aquellos que son físicamente robustos, el caso es distinto: deben ser obligados a trabajar, y para evitar la excusa de que no hallan empleo, deben existir leyes que estimulen todo género de artes, como la navegación, la agricultura, la pesca y diversas clases de manufacturas que requieren trabajo. La multitud de los pobres, cuando se trata de individuos fuertes que siguen aumentando, debe ser trasplantada a países insuficientemente habitados; en ellos, sin embargo, no habrán de exterminar a los habitantes actuales, sino que se les constreñirá a habitar unos junto a otros; no ya apoderándose de una gran extensión de terreno con ánimo de expropiarlo, sino cultivando cada parcela con solicitud y esfuerzo, para que de ellas obtengan sustento en la estación adecuada. Y cuando el mundo entero se ve recargado de habitantes, el último remedio de todos es la guerra, la cual procura una definitiva solución, por la victoria y por la muerte.
Cuáles son buenas leyes. Incumbe al soberano el cuidado de promulgar buenas leyes. Pero ¿qué es una buena ley? No entiendo por buena ley una ley justa, ya que ninguna ley puede ser injusta. La ley se hace por el poder soberano, y todo cuanto hace dicho poder está garantizado y es propio de cada uno de los habitantes del pueblo; y lo que cada uno quiere tener como tal, nadie puede decir que sea injusto. Ocurre con las leyes de un Estado lo mismo que con las reglas de un juego: lo que los jugadores convienen entre sí no es injusto para ninguno de ellos. Una buena ley es aquello que resulta necesario y, por añadidura, evidente para el bien del pueblo.
Las que son necesarias. En efecto, el uso de las leyes (que no son sino normas autorizadas) no se hace para obligar al pueblo, limitando sus acciones voluntarias, sino para dirigirle y llevarlo a ciertos movimientos que no les hagan chocar con los demás, por razón de sus propios deseos impetuosos, su precipitación o su indiscreción; del mismo modo que los setos se alzan no para detener a los viajeros, sino para mantenerlos en el camino. Por consiguiente, una ley que no es necesaria, y carece, por tanto, del verdadero fin de una ley, no es buena. Una ley puede concebirse como buena cuando es para el beneficio del soberano, aunque no sea necesaria para el pueblo. Pero esto último nunca puede ocurrir, porque el bien del soberano y el del pueblo nunca discrepan. Es débil un soberano cuando tiene súbditos débiles, y un pueblo es débil cuando el soberano necesita poder para regularlo a su voluntad. Las leyes innecesarias no son buenas leyes, sino trampas para hacer caer el dinero; recursos que son superfluos cuando el derecho del poder soberano es reconocido; y cuando no lo es, son insuficientes para defender al pueblo.
Las que son evidentes. La evidencia no consiste tanto en las palabras de la ley misma como en una declaración de las causas y motivos en virtud de los cuales fue promulgada. Es esto lo que nos revela el propósito del legislador; y una vez conocido este propósito, la ley resulta mejor conocida por pocas que por muchas palabras. En efecto, todas las palabras están sujetas a ambigüedad, y, por consiguiente, la multiplicación de palabras en el cuerpo de la ley viene a multiplicar esa ambigüedad. Además, parece implicar (por excesiva diligencia) que quien elude las palabras está privado de la brújula de la ley. Esta es la causa de muchos procesos innecesarios. En efecto, cuando considero cuán breves eran las leyes de los tiempos antiguos, y cómo han ido creciendo gradualmente, cada vez más, me imagino que veo una lucha entre los redactores y los defensores de la ley, tratando los primeros de circunscribir a los últimos, y los últimos de escapar a tales circunloquios; y son estos últimos, los pleiteantes, quienes logran la victoria. Compete, por consiguiente, al legislador (que en todos los Estados es el representante supremo, ya se trate de un hombre o de una asamblea) hacer evidente la razón por la cual se promulgó la ley, y el cuerpo de la ley misma, en términos tan breves, pero tan propios y expresivos como sea posible.
Castigos. Corresponde también a la misión del soberano llevar a cabo una correcta aplicación de los castigos y de las recompensas. Y considerando que la finalidad del castigo no es la venganza y la descarga de la ira, sino el propósito de corregir tanto al ofensor como a los demás, estableciendo un ejemplo, los castigos más severos deben infligirse por aquellos crímenes que resultan más peligrosos para el común de las gentes: tales son, por ejemplo, los que proceden del daño inferido al gobierno normal; los que derivan del desprecio a la justicia; los que provocan indignación en la multitud; y los que quedando impunes parecen autorizados, como cuando son cometidos por hijos, sirvientes o favoritos de las personas investidas con autoridad. En efecto, la indignación arrastra a los hombres no sólo contra los actores y autores de la injusticia, sino contra todo el poder que parece protegerlos; tal ocurrió en el caso de Tarquino, cuando por el acto insolente de uno de sus hijos fue expulsado de Roma y derrocada la monarquía. En cambio, en los delitos provocados por la debilidad, como son los que tuvieron su origen en un gran temor, en una gran necesidad o en la ignorancia de si el hecho era o no un gran delito, existe muchas veces lugar para la lenidad, sin perjuicio para el Estado; y la lenidad, cuando hay lugar para ella, es una exigencia de la ley de naturaleza. El castigo de los cabecillas e inductores en una rebelión, y no el de las pobres gentes que han sido seducidas, puede ser provechoso al Estado, con su ejemplo. Ser severo con el pueblo es castigar la ignorancia que en gran parte puede imputarse al soberano, cuya es la falta de que no estuvieran mejor instruidos.
Recompensas. De la misma manera es misión y deber del soberano otorgar sus recompensas siempre de tal modo que de ello pueda resultar beneficio para el Estado: en esto consiste su uso y su fin, y ocurre cuando los que han servido bien al Estado son también recompensados del mejor modo, a costa de poco gasto por parte del Tesoro público, en forma que otros puedan ser estimulados a servirle con la mayor fidelidad posible, y estudien las artes por medio de las cuales pueden proceder mejor. Comprar, con dinero o preferencias, la quietud de un súbdito popular pero ambicioso, y abstenerse de producir una mala impresión en la mente del pueblo no son cosas que puedan considerarse como recompensa (la cual no se ordena por la falta de servicio, sino por el servicio pasado); ni es un signo de gratitud, sino de temor: ni tiende al beneficio, sino al daño de la cosa pública. Es una lucha por la ambición, como la de Hércules con la Hidra monstruosa, que teniendo varias cabezas veía crecer tres por cada una que le cortaba. De la misma manera, cuando la terquedad de un hombre popular se vence por medio de recompensas, pueden surgir otros varios, a semejanza suya, que hagan los mismos atropellos con la esperanza de análogo beneficio: y como en todo género de manufacturas, así también la malicia aumenta cuando resulta fácil venderla. Y aunque a veces una guerra civil pueda ser diferida por procedimientos análogos a los citados, el peligro se hace aún más grande, y la ruina futura queda asegurada. Va, por consiguiente, contra el deber del soberano al cual está encomendada la seguridad pública, recompensar a quienes aspiran a la grandeza perturbando la paz en su país, en lugar de atajar a tales hombres en sus comienzos, corriendo un peligro pequeño para evitar otro que pasado un cierto tiempo será mayor.
Consejeros. Otra misión del soberano consiste en escoger buenos consejeros; me refiero a aquellos cuya opinión se ha de tener en cuenta en el gobierno del Estado. En efecto esta palabra consejo, consilium, que es una corrupción de considium, tiene una significación más amplia y comprende todas las asambleas de hombres que no sólo se reúnen para deliberar lo que se hará después, sino, también, para juzgar de los hechos pasados, y de la ley para el presente. Considero aquí esa palabra en el primer sentido solamente: en este sentido no existe elección de consejo, ni en una democracia ni en una aristocracia, puesto que las personas que aconsejan son miembros de la persona aconsejada. La selección de consejeros es, en cambio, propia de la monarquía. En ella el soberano que se propone no seleccionar aquellos que en todos los aspectos son los más capaces, no desempeña su misión como debería hacerlo. Los más capaces consejeros son aquellos que tienen menos esperanza de obtener un beneficio al dar un mal consejo, y los que más conocimientos poseen de aquellas cosas que conducen a la paz y defensa del Estado. Es ardua cuestión la de saber quién espera obtener un beneficio de las perturbaciones públicas; pero los signos que guían a una justa sospecha consisten en que el pueblo encuentra en sus agravios irrazonables o irremediables, el apoyo de individuos cuyas haciendas no son suficientes para hacer frente a sus gastos acostumbrados; signos que pueden ser fácilmente observados por aquellos a quienes corresponda conocerlos. Pero todavía es más arduo saber quién tiene más conocimiento de los negocios públicos; y quienes lo saben son los que menos lo necesitan. En efecto, saber quién conoce las normas de casi todas las artes implica un grado mayor de conocimiento del arte en cuestión, ya que nadie puede estar seguro de la verdad de las normas ajenas, sino aquel que primero se ha preocupado de comprenderlas. Ahora bien, los mejores signos de un conocimiento de cualquier clase consisten en hablar frecuentemente de esas cosas, y hacerlo con constante provecho. El buen consejo no viene por casualidad ni por herencia; por consiguiente, no hay más razón para esperar una buena opinión del rico o del noble, en materia estatal, que en trazar las dimensiones de una fortaleza, a menos que pensemos que no hace falta método alguno en el estudio de la política (como ocurre con el estudio de la geometría) sino, sólo, detenerse a contemplarla, cosa que no es así. En efecto, la política es el estudio más difícil de los dos. En estas regiones de Europa se ha considerado como derecho de ciertas personas, tener un puesto por herencia en el más alto consejo del Estado: derivase de las conquistas de los antiguos germanos, entre los cuales varios señores absolutos, reunidos para conquistar otras naciones, no hubieran ingresado en la confederación sin ciertos privilegios, que pudieran ser, en tiempos sucesivos, signos de diferenciación entre su posteridad y la posteridad de sus súbditos: siendo estos privilegios incompatibles con el poder soberano, por el favor del soberano podían parecer mantenidos, pero luchando por ellos como derecho propio, poco a poco tendrían los súbditos que renunciar a ellos, y no obtendrían, en definitiva, más honor sino el que naturalmente es inherente a sus aptitudes.
Por capaces que sean los consejeros en un asunto, el beneficio de su consejo es mayor cuando cada uno da su opinión, y las razones de ella, por separado, por vía declarativa: y mayor cuando han meditado sobre el asunto que cuando hablan de modo repentino; y es mayor el beneficio en ambos casos, porque tienen más tiempo para advertir las consecuencias de la acción y se hallan menos expuestos a las contradicciones causadas por la envidia, la emulación u otras pasiones que derivan de las diferencias de opinión…
El mejor consejo en las cosas que conciernen no a otras naciones, sino a la comodidad y beneficio que los súbditos pueden disfrutar, en virtud de leyes hechas solamente en consideración del propio país, debe adquirirse recogiendo informaciones generales y quejas de las gentes de cada provincia que mejor conocen sus necesidades propias y que, por consiguiente, cuando nada reclaman que signifique derogación de los derechos esenciales de la soberanía, deben ser diligentemente tomadas en cuenta. Sin esos derechos esenciales (como antes he dicho) el Estado no puede subsistir.
Jefes militares. El comandante en jefe de un ejército, cuando no es popular, no será estimado ni temido por sus soldados como debería serlo, y, por consiguiente, no podrá realizar su misión con éxito lisonjero. Debe ser, por consiguiente, laborioso, valiente, afable, liberal y afortunado, para que pueda ganar fama de suficiencia y de amar a sus soldados. Esto significa popularidad, estimula en los soldados el deseo y el valor de recomendarse a si mismos en favor suyo, y justifica la severidad del general al castigar, cuando es necesario, a los soldados sublevados o negligentes. Pero este amor a los soldados (si no existe garantía de fidelidad por parte del comandante) es cosa peligrosa para el poder soberano, especialmente cuando está en manos de una asamblea que no es popular. Interesa, por consiguiente, a la seguridad del pueblo que sean buenos jefes y fieles súbditos, aquellos a quienes el soberano encomienda sus ejércitos.
Ahora bien, cuando el soberano mismo es popular, es decir, cuando es reverenciado y querido por su pueblo, no existe peligro alguno en la popularidad de un súbdito. En efecto, los soldados nunca son tan generalmente injustos como para hacer causa común con sus capitanes, aunque los amen, contra su soberano, cuando estiman no solamente su persona, sino también su causa. Por consiguiente, quienes por medio de la violencia han suprimido, a veces, el poder de su legítimo soberano, antes de situarse ellos mismos en su lugar, se han visto siempre en el peligroso trance de arbitrar unos títulos, para evitar al pueblo la vergüenza de recibirlos. Tener un derecho manifiesto al poder soberano es una cualidad tan popular que quien la posee no necesita nada más, por su parte, para ganar los corazones de sus súbditos, sino que lo consideren absolutamente capaz de gobernar su propia familia, o, respecto a sus enemigos, de desbandar sus ejércitos. En efecto, la mayor parte y más activa de la humanidad nunca ha estado perfectamente conforme con el presente.
Respecto a los oficios de un soberano con respecto a otro, comprendidos en la ley que comúnmente se denomina ley de las naciones, no necesito decir nada en este lugar, porque la ley de las naciones y la ley de naturaleza son la misma cosa, y cada soberano tiene el mismo derecho, al velar por la seguridad de su pueblo, que puede tener cualquier hombre en particular al garantizar la seguridad de su propio cuerpo. Y la misma ley que dicta a los hombres que carecen de una gobernación civil lo que deben hacer y lo que deben evitar uno respecto a otro, señala análogos dictados a los Estados, es decir, a los príncipes soberanos y a las asambleas soberanas; no existe tribunal de justicia natural sino en la conciencia, en la cual no reina el hombre, sino Dios, y cuyas leyes (que obligan a la humanidad) con respecto a Dios, como autor de la naturaleza; son naturales; y con respecto a Dios mismo, Rey de Reyes, son leyes. Pero del reino de Dios como Rey de Reyes, y también, como Rey de un pueblo peculiar, hablaré en el resto de este discurso.