CAPÍTULO XXXI

DEL REINO DE DIOS POR NATURALEZA

 

Finalidad de los siguientes capítulos. Que la condición de mera naturaleza, es decir, de absoluta libertad como la de aquellos que ni son soberanos ni súbditos, es anarquía y condición de guerra; que los preceptos por los cuales se guían los hombres para evitar esta condición son las leyes de naturaleza; que un Estado sin poder soberano no es más que una palabra sin sustancia, y no puede subsistir; que los súbditos deben a los soberanos simple obediencia en todas las cosas en que su obediencia no está en contradicción con las leyes divinas, son cosas que he demostrado suficientemente en lo que hasta ahora llevo manifestado. Sólo necesitamos, para un perfecto conocimiento de los deberes civiles, saber cuáles son esas leyes de Dios, porque sin esto, cuando a un individuo se le ordena una cosa por el poder civil no sabe si ello es o no contrario a la ley de Dios; con lo cual o bien ofende a la Divina Majestad por excederse en la obediencia civil, o por temor de ofender a Dios realiza una transgresión de los preceptos del Estado. Para evitar estos dos inconvenientes es necesario saber qué son leyes divinas y teniendo en cuenta que el conocimiento de toda ley depende del conocimiento del poder soberano, a continuación voy a referirme al REINO DE DIOS.

Quiénes son súbditos en el reino de Dios. Dios es el rey, alégrese la tierra, dice el Salmista 1; y luego afirma: Dios es el rey aunque las naciones estén trastornadas, y el que está sentado entre los querubines, aunque la tierra se conmueva 2. Quiéranlo o no los hombres, deben estar siempre sujetos al poder de Dios. Cuando niegan la existencia o providencia de Dios, los hombres pierden su reposo, pero no su yugo. Designar este poder de Dios, que no sólo se extiende al hombre, sino también a los animales, y a las plantas, y a los cuerpos inanimados, con el nombre de reino, no es sino un uso metafórico de ese término, porque con propiedad sólo puede decirse que reina quien gobierna a sus súbditos con su palabra, con la promesa de recompensas a quienes le obedecen, y con la imposición de castigos a quienes dejan de obedecerle. Por tanto, en el reino de Dios no son súbditos los cuerpos inanimados, ni las criaturas irracionales, ya que no comprenden los preceptos como suyos; ni los ateos; ni los que no creen que Dios vigila todas las acciones del género humano; y esto, porque no reconocen la palabra de Dios como suya, ni tienen esperanza en sus premios, ni temor a sus castigos. Quienes creen, por consiguiente, que existe un Dios gobernando el mundo, y que ha dado preceptos y señalado recompensas y castigos para la humanidad, son buenos súbditos; todos los demás deben ser considerados como enemigos.

Una triple palabra de Dios: razón, revelación y profecía. Para gobernar por medio de palabras, es preciso que estas palabras se den a conocer de modo manifiesto, pues de lo contrario no son leyes. Es, en efecto, consustancial a la naturaleza de las leyes una promulgación clara y suficiente, de tal índole que pueda eliminar toda excusa de ignorancia; en las leyes de los hombres esto ocurre de un solo modo, mediante proclamación o promulgación realizada por la voz del hombre mismo. Pero Dios declara sus leyes por tres conductos. Por los dictados de la razón natural, por revelación y por la voz de algún hombre que, por hacer milagros, adquiere crédito entre los demás. De aquí que tengamos una triple palabra de Dios: racional, sensible y profética; a lo cual corresponde una triple forma de escuchar: la razón auténtica, el sentido sobrenatural y la fe. En cuanto al sentido sobrenatural que consiste en la revelación o inspiración, no han existido leyes universales así comunicadas, puesto que Dios no habla de esta manera sino a personas particulares, manifestando cosas distintas a los diversos hombres.

Un doble reino de Dios: natural y profético. En virtud de la diferencia que existe entre las dos especies de la palabra divina, la racional y la profética, puede atribuirse a Dios un doble reino, natural y profético: natural en que gobierna a aquellos seres del género humano que reconocen su providencia, por los dictados de la razón auténtica; profético en cuanto que habiendo elegido como súbditos a los habitantes de una nación peculiar (la de los judíos) los gobernó, y a nadie sino a ellos, no sólo por la razón natural, sino por las leyes positivas que les fue comunicando por boca de sus santos Profetas. En este capítulo me propongo hablar del reino natural de Dios.

El derecho de la soberanía divina deriva de su omnipotencia. El derecho de naturaleza, en virtud del cual Dios reina sobre los hombres y castiga a quienes quebrantan sus leyes, ha de derivarse no del hecho de haberlos creado, y requerido de ellos una obediencia, motivada por la gratitud de sus beneficios, sino de su irresistible poder. He manifestado anteriormente cómo el derecho soberano deriva del pacto; para mostrar, ahora, cómo el mismo derecho puede derivar de la naturaleza, no se requiere otra cosa sino mostrar en qué casos no puede arrebatarse en modo alguno. Si consideramos que todos los hombres, por naturaleza, tienen derecho a todas las cosas, tendrán derecho, también, a reinar cada uno de ellos sobre todos los restantes. Pero como este derecho no puede ser obtenido por la fuerza, concierne a la seguridad de cada uno renunciar al derecho en cuestión y establecer, con autoridad soberana y por consentimiento común, hombres que los gobiernen y defiendan; de donde resulta que, si ha existido algún individuo con poder irresistible, no hay razón alguna para que, usando de ese poder, no gobernara y defendiera a sí mismo y a sus súbditos, a su propio arbitrio. Por consiguiente, aquellos cuyo poder es irresistible asumen naturalmente el dominio de todos los hombres, por la excelencia de su poder; e igualmente es por este poder que el reino sobre los hombres, y el derecho de afligir a los seres humanos a su antojo, corresponde naturalmente a la omnipotencia de Dios, no como creador y distribuidor de gracias, sino como Ser omnipotente. Y aunque el castigo sea impuesto sólo por razón del pecado (puesto que la palabra castigo significa aflicción por el pecado), el derecho de infligir una pena, no siempre se deriva del pecado del hombre, sino del poder de Dios.

La cuestión relativa a por qué los hombres malos prosperan con frecuencia, y los buenos sufren adversidad, que ha sido muy discutida por los antiguos, va también asociada a esta otra: con qué derecho dispensa Dios las excelencias y adversidades de esta vida; y es en esta dificultad donde hallamos el motivo que trastorna la fe no sólo en el vulgo, sino en los filósofos, y lo que es más, entre los santos, respecto a la providencia divina. Ciertamente bueno (dice David) es el Dios de Israel, para los que son limpios de corazón; pero mis pies casi se deslizaron, mis pasos por poco resbalaron; porque tuve envidia de los insensatos, cuando vi a los impíos en tal prosperidad 1. Y Job ¿cuán severamente no increpa a Dios, por las diversas aflicciones que sufre, a pesar de su bondad? Esta cuestión, en el caso de Job, es decidida por Dios mismo, no a base de argumentos derivados del pecado de Job, sino por su propio poder. Porque aunque los amigos de Job extraen sus argumentos de la aflicción que le causó el pecado, y él se defendió por la convicción de su inocencia, Dios mismo asumió la cuestión, y habiendo justificado la aflicción por argumentos basados en su poder, tales como éste: ¿Dónde estabas tú cuando yo establecí los fundamentos de la tierra? 1, y otros semejantes, aprobó la inocencia de Job y reprobó la errónea doctrina de sus amigos. De acuerdo con esta doctrina es la sentencia de nuestro Salvador, concerniente al ciego de nacimiento, y contenida en estas palabras: Ni ha pecado este hombre, ni sus padres; pero que las obras de Dios puedan quedar manifiestas en él. Y aunque se dice: Esta muerte entró en el mundo por el pecado (con lo cual se significa que si Adán no hubiese pecado, no hubiera muerto nunca, es decir, nunca hubiese sufrido la separación de su alma y su cuerpo); de ello no se deduce que Dios no hubiese podido justamente afligirlo aunque no hubiese pecado, lo mismo que aflige a otras criaturas que no pueden pecar.

Leyes divinas. Habiendo hablado del derecho de la soberanía de Dios como exclusivamente basado en la naturaleza, tenemos que considerar, ahora, cuáles son las leyes divinas o los dictados de la razón natural; estas leyes conciernen o bien a los deberes naturales de un hombre con respecto a otro, o al honor naturalmente debido a nuestro Divino soberano. Son las primeras las mismas leyes de naturaleza a que me he referido en los capítulos XIV y XV de este tratado, particularmente la equidad, la justicia, la piedad, la humildad y las restantes virtudes morales. Resta considerar, por consiguiente, qué preceptos son dictados a los hombres por su razón natural solamente, sin otra palabra de Dios que afecte al honor y veneración de la Divina Majestad.

Qué es honor y veneración. Consiste el honor en la íntima idea y opinión del poder y de la bondad de otro: por consiguiente, honrar a Dios es pensar con la mayor alteza posible acerca de su poder y de su bondad. Y de esta opinión, los signos externos que aparecen en las palabras y acciones de los hombres, se denominan veneración, que es una parte de lo que los latinos comprendían con la palabra cultos: en efecto, cultus significa propiamente, y en todo caso, la labor que un hombre aplica a una cosa, con el propósito de beneficiarse de ella. Ahora bien, las cosas de las cuales obtenemos beneficio, o bien están sujetas a nosotros, y el provecho que rinden sucede al trabajo que invertimos en ellas, como un efecto natural, o no están sujetas a nosotros, sino que responden a nuestra solicitud, de acuerdo con su propia voluntad. En el primer sentido, la labor aplicada a la tierra se llama cultivo, y la educación de los hijos es un cultivo de su entendimiento. En el segundo sentido, en que las voluntades de los hombres deben ser conformadas a nuestros designios no por la fuerza, sino por la complacencia, significa tanto como cortejar, es decir, ganar su favor por medio de buenos oficios, tales como elogios en los cuales se reconoce su poder, y todo aquello que es agradable a quienes pueden procurarnos algún beneficio. Esto es propiamente la veneración: en este sentido, público la significa adorador del pueblo, y cultus Deis, adoración de Dios.

De ese honor íntimo, que consiste en la opinión de poder y bondad, derivan tres pasiones; amor, que hace referencia a la bondad; y esperanza y miedo, que hacen relación al poder; y tres formas de adoración externa: elogio, exaltación y consagración. El sujeto del elogio es la bondad; el sujeto de la exaltación y de la consagración, es el poder, y el efecto de todo ello la felicidad. El elogio y la exaltación se expresan por medio de palabras y acciones; por palabras, cuando decimos que un hombre es bueno o grande; por acciones, cuando le expresamos nuestro agradecimiento por sus favores y le prestamos obediencia por su poder, La opinión de la felicidad de otros sólo puede expresarse por medio de palabras.

Veneración natural y arbitraria. Existen algunos signos de honor (tanto en atributos como en acciones) que naturalmente son así; como entre los atributos, los de bueno, justo, liberal y otros semejantes y entre las acciones las plegarias, las acciones de gracia y la obediencia. Otros lo son por institución o costumbre de los hombres; en algunos lugares y tiempos son honorables, en otros deshonrosos, en otros indiferentes: tales son los gestos en materia de salutación, plegaria y agradecimiento, usados diferentemente en distintos tiempos y lugares. Lo primero es veneración natural; lo último es veneración arbitraria.

Veneración ordenada y libre. Y en la veneración arbitraria existen dos diferencias: en efecto, a veces es veneración ordenada, a veces voluntaria. Ordenada cuando es de la índole requerida por quien es adorado; libre cuando es como considera oportuno quien adora. Cuando es ordenada, la veneración no consiste en las palabras o en el gesto, sino en la obediencia; pero cuando es libre, la veneración consiste en la opinión de quien la realiza: en efecto, si a quien las palabras o acciones con las cuales pensamos hacer honor parecen ridículas y suscitan contumelia, no existe adoración, puesto que no hay signos de honor; y no hay signos de honor puesto que un signo no lo es con respecto a quien lo da, sino para aquel a quien se hace; es decir, para el espectador.

Veneración pública y privada. Además, existe una veneración publica y una privada. Es pública la veneración que un Estado realiza como persona una. Privada es la que manifiesta una persona particular. La pública, respecto al Estado entero, es libre; pero respecto a hombres particulares, no lo es. La privada es, en secreto, libre; ahora bien, a la vista de la multitud, nunca carece de restricciones, ya sea de las leyes o de la opinión de los hombres, lo cual es contrario a la naturaleza de la libertad.

El fin de la veneración. El fin de la veneración entre hombres es el poder. En efecto, cuando un hombre ve a otro venerado, le supone poderoso, y se halla más dispuesto a obedecerle, lo cual hace más grande su poder. Pero Dios no tiene fines: la adoración que le debemos procede de nuestro deber, y está regulada, de acuerdo con nuestra capacidad, por aquellas reglas de honor que la razón dicta para ser realizadas por el débil con respecto al hombre más potente, con la esperanza de un beneficio o por el temor de un daño, o en agradecimiento por el bien que ya se ha recibido de él.

Atributos del honor divino. En cuanto a lo que sabemos respecto a la veneración de Dios, que nos es enseñada por la luz de la naturaleza, comenzaré por referirme a sus atributos. En primer término, es manifiesto que debemos atribuirle existencia, porque nadie puede tener voluntad de honrar a quien piensa que no existe.

En segundo lugar, aquellos filósofos que dicen que el mundo o el espíritu del mundo es Dios, hablan indignamente de él y niegan su existencia. Porque al decir Dios, comprendemos la causa del mundo, y al decir que el mundo es Dios, ello implica afirmar que no existe causa en el mundo, es decir, que no existe Dios.

En tercer lugar, decir que el mundo no fue creado sino que es eterno (considerando que lo eterno no tiene causa) es negar a Dios.

En cuarto lugar, quienes atribuyen (como imaginan) indiferencia a Dios le arrebatan el cuidado de la humanidad, y le privan de su honor, puesto que le sustraen el amor de los hombres y el temor a ellos inspirado, que es la raíz del honor.

En quinto lugar, en aquellas cosas que significan grandeza y poder, decir que es finito, no es honorable, ya que no es signo de la voluntad de honrar a Dios atribuirle menos de lo que podemos; y considerarlo finito es menos de lo que podemos, porque a las cosas finitas pueden añadírseles otras más.

Por consiguiente, atribuirle figura, no es honrarle, porque toda figura es finita.

Ni decir que concebimos, e imaginamos, o tenemos una idea de Él en nuestra mente; porque cualquiera cosa que concibamos es finita:

Ni atribuirle partes o totalidad, que son, solamente, atributos de cosas finitas:

Ni decir que está en este lugar o en aquel; porque cualquiera cosa que se halle en un lugar es limitada y finita:

Ni que se mueve o reposa; porque ambos atributos le adscriben un lugar:

Ni que existen más dioses que uno; porque ello implica que todos son finitos, ya que infinito no puede haber más que uno:

Ni adscribirle (como no sea metafóricamente, significando no ya la pasión sino el efecto) pasiones que implican agravio, como arrepentimiento, ira, compasión: o necesidad, como apetito, esperanza, deseo; o una facultad pasiva, porque la pasión es poder limitado por alguna otra cosa.

Por consiguiente, cuando adscribimos a Dios una voluntad, no debe comprenderse ésta, a semejanza de lo que ocurre con el hombre, como apetito racional, sino como poder mediante el cual efectúa las cosas.

Del mismo modo ocurre cuando le atribuimos vista y otros actos de los sentidos, como conocimiento y entendimiento, que en nosotros no es otra cosa sino un tumulto de la mente, suscitado por las cosas externas que ejercen su presión sobre las partes orgánicas del cuerpo. En efecto, no existen tales cosas en Dios, y siendo cosas que dependen de causas naturales, no pueden ser atribuidas a Él.

Quien no atribuya a Dios otra cosa sino lo que está garantizado por la razón natural debe usar o bien atributos negativos, como infinito, eterno, incomprensible; o superlativos, como altísimo, grandísimo y otros semejantes; o indefinidos, como bueno, justo, santo, creador; y en tal sentido, como si el hombre no se propusiera declarar lo que Dios es (ya que esto sería circunscribirlo dentro de los límites de nuestra imaginación) sino cuánto lo admiramos, y cuán dispuestos nos hallamos a obedecerle; lo cual es un signo de humildad, y de voluntad de honrarle tanto como podemos. En efecto, no hay sino un nombre para significar nuestra concepción de su naturaleza, y este es: Yo soy; y un solo nombre para su relación con nosotros: que es Dios, en el cual está contenido el Padre, el Rey y el Señor.

Actos que son signos de veneración divina. Respecto a los actos de veneración divina, dice un precepto general de razón, que deben ser signos de la intención de honrar a Dios; tales son en primer término los rezos o plegarias; porque no son los escultores, cuando hacen imágenes, quienes se considera que hacen los dioses, sino las gentes que les dirigen sus plegarias.

En segundo lugar, la acción de gracias, que difiere de la plegaria, en materia de veneración divina, solamente en que las plegarias preceden y la acción de gracias sigue al beneficio; el fin de ambas es reconocer a Dios como autor de todos los beneficios, tanto pasados como futuros.

En tercer lugar, los dones, es decir, los sacrificios y obligaciones que (si son de lo mejor) constituyen signos de honor, porque implican acción de gracias.

En cuarto lugar, no jurar sino por Dios es, naturalmente un signo de honor, porque es una confesión de que sólo Dios conoce el corazón y que ninguna sagacidad ni fortaleza humana puede proteger a un hombre contra la venganza que Dios descarga sobre el perjuro.

En quinto lugar, es una parte del culto racional hablar de Dios en forma considerada, porque ello implica temor de Él; temor que implica una confesión de su poder. De aquí se sigue que el nombre de Dios no debe ser usado con ligereza ni despropósito, porque esto es tanto como usarlo en vano. Y esto no tiene objeto como no sea por vía de juramento, y por orden del Estado, para afirmar la certeza de los juicios, o entre los Estados, para evitar la guerra. Disputar acerca de la naturaleza de Dios es contrario al honor que se le debe, porque se supone que en este reino natural de Dios no hay otro procedimiento de conocer alguna cosa, sino el de la razón natural, es decir, por los principios de la ciencia natural; y ésta se halla muy lejos de enseñarnos cosa alguna acerca de la naturaleza de Dios, como tampoco puede enseñarnos nada acerca de nuestra propia naturaleza, ni de la naturaleza de la más pequeña criatura viviente. Por tanto, cuando los hombres, aparte de los principios de la razón natural disputan sobre los atributos de Dios, no hacen otra cosa sino deshonrarle: en efecto, en los atributos que asignamos a Dios, no hemos de considerar el significado de la verdad filosófica sino el significado de la intención piadosa que consiste en hacerle el máximo honor de que somos capaces. De la falta de esta consideración procede el gran cúmulo de disputas acerca de la naturaleza de Dios, con las cuales no tendemos a honrarle, sino a honrar nuestro propio talento y capacidad de enseñar; y que no son otra cosa sino vanos y desconsiderados abusos de su santo nombre.

En sexto lugar, en las plegarias, acciones de gracias, oblaciones y sacrificios hay un dictado de la razón natural: que cada una de ellas sea, en su género, el mejor y más importante de los honores. Por ejemplo, que las plegarias y acciones de gracias se concreten en palabras y frases que no sean repentinas, ni ligeras, ni plebeyas, sino hermosas y bien acordadas, pues de otro modo no hacemos a Dios tanto honor como podemos. He aquí la razón de que los paganos procedieran absurdamente al adorar imágenes, como si fueran dioses. En cambio, al hacerlo en verso y con música, vocal e instrumental, procedían de modo razonable. Así también, los animales que ofrendaban el sacrificio y los objetos que donaban, así como sus actos de culto, estaban llenos de sumisión, y conmemoraban beneficios recibidos, lo cual estaba de acuerdo con la razón, ya que procedía de una intención de honrar a Dios. En séptimo lugar, la razón no solamente induce a venerar a Dios en secreto, sino también, y especialmente, en público, y a la vista de los hombres, porque sin esto (que en materia de honor es lo más aceptable) se pierde la posibilidad de que otros lo honren. Por último, la obediencia a sus leyes (es decir, en este caso, a las leyes de naturaleza) es la máxima veneración de todas. En efecto, del mismo modo que la obediencia es más aceptable a Dios que el sacrificio, así también dejar de observar sus mandamientos, es la máxima de las contumelias. Y estas son las leyes de la veneración divina que la razón natural dicta a los hombres particulares.

La veneración pública consiste en uniformidad. Ahora bien, si consideramos que un Estado es una persona, debe rendir también a Dios una veneración, la cual se realiza cuando el Estado ordena que sea manifestada públicamente por los hombres privados. Este es el culto público, cuya peculiaridad consiste en ser uniforme, ya que las acciones que se hacen de modo diferente, por hombres distintos no puede decirse que sean actos de pública veneración. Por tanto, cuando se permiten diversas clases de culto, procedentes de las distintas religiones de los particulares, no puede decirse que exista un culto público, ni que el Estado tenga una religión, en absoluto.

Todos los atributos dependen de las leyes civiles. Y como las palabras (y, por consiguiente, los atributos de Dios) tienen su significación por convencionalismo y acuerdo entre los hombres, esos atributos deben ser expresivos del honor que los hombres se proponen hacer; y cualquiera cosa que pueda ser realizada por las voluntades de los hombres particulares, donde no existe ley sino razón, puede ser hecha por la voluntad del Estado, por medio de leyes civiles. Y como un Estado no tiene voluntad ni hace otras leyes, sino aquellas que se estatuyen por la voluntad de quien detenta el poder soberano, resulta que aquellos atributos que el soberano ordena, en el culto a Dios, coma signos de honor, deben ser tomados y usados como tales, por los particulares, en su culto público.

No todos los actos. Pero como no todos los actos son signos por constitución, sirio que algunos son naturalmente signos de honor, otros de contumelia, estos últimos (que son aquellos que los hombres se avergüenzan de hacer en presencia de aquellos a quienes reverencian), no pueden instituirse por el poder humano, como parte del culto divino; ni los primeros (tales como los que implican una conducta decorosa, modesta y humilde) pueden ser nunca separados de esa veneración. Pero como existe un infinito número de actos y gestos de naturaleza indiferente, aquellos que el Estado ordena para ser pública y universalmente autorizados, como signos de honor y parte del culto de Dios, deben ser admitidos y usados como tales por los súbditos. Y lo que se dice en la Escritura: Es mejor obedecer a Dios que a los hombres, tiene lugar en el reino de Dios por pacto, y no por naturaleza.

Castigos naturales. Habiéndonos referido así, brevemente, al reino natural de Dios y a sus leyes naturales, quiero añadir solamente a este capítulo una breve declaración de sus castigos naturales. No existe acción humana en esta vida que no sea el comienzo de una cadena de consecuencias, tan larga, que ninguna providencia humana es lo bastante elevada para dar al hombre una perspectiva del fin. En esta cadena están eslabonados unos con otros los acontecimientos agradables y los desagradables; de tal modo que quien desea hacer alguna cosa placentera queda él mismo obligado a sufrir todas las penas inherentes a ello; estas penas constituyen los castigos naturales de aquellas acciones que son más bien causa de perjuicio que de beneficio. Por añadidura, suele ocurrir que la intemperancia resulta naturalmente castigada con las enfermedades; la precipitación, con el fracaso; la injusticia, con la violencia de los enemigos; el orgullo, con la ruina; la cobardía, con la opresión; el gobierno negligente de los príncipes, con la rebelión; y la rebelión, con la matanza. En efecto, si consideramos que los castigos son consiguientes a la infracción de las leyes, los castigos naturales deben ser, naturalmente, consiguientes al quebrantamiento de las leyes de naturaleza, y por tal causa les siguen como sus efectos naturales, y no arbitrarios.

Conclusión de la segunda parte. Basta ya por lo que respecta a la constitución, naturaleza y derecho de los soberanos, y en lo concerniente a los deberes de los súbditos, derivados de los principios de la razón natural. Ahora, considerando cuán diferente es esta doctrina de la que se practica en la mayor parte del mundo, especialmente en estos países occidentales que han recibido sus enseñanzas morales de Roma y Atenas; y cuánta profundidad de filosofía moral se requiere en quien detenta la administración del poder soberano, estoy a punto de creer que mi labor resulta tan inútil como el Estado de Platón, porque también él opina que es imposible acabar con los desórdenes del Estado y con los cambios de gobierno acarreados por la guerra civil, mientras los soberanos no sean filósofos. Sin embargo, cuando considero que la ciencia de la justicia natural es la única ciencia necesaria para los soberanos, y para sus principales ministros, y que no es necesario abrumarlos con las Ciencias matemáticas (como Platón pretendía) sino darles buenas leyes para estimular a los hombres al estudio de ellas; y que ni Platón ni ningún otro filósofo ha establecido y probado de modo suficiente o posible todos los teoremas de doctrina moral, para que los hombres aprendan cómo gobernar y cómo obedecer, yo recobro cierta esperanza de que más pronto o más tarde, estos escritos míos caerán en manos de un soberano que los examinará por sí mismo (ya que son cortos, y a juicio mío claros), sin la ayuda de ningún intérprete interesado o envidioso; que ejercitando la plena soberanía, y protegiendo la enseñanza pública de tales principios, convertirá esta verdad de la especulación en utilidad de la práctica.

 

 

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