Capítulo VII. De la matanza de los judíos hecha por los idumeos.

  Dichas estas cosas, los idumeos todos con voz alta asintie­ron en ello, y Jesús se fué triste viendo que los idumeos no podían venir ni consentir en cosa alguna moderada y de razón, y viendo también que la ciudad estaba combatida por dos partes y por dos diversas gentes. La soberbia y ánimo le­vantado de los idumeos no podía reposarse, no pudiendo sufrir la injuria que les había sido hecha en haberles prohibido la entrada de la ciudad: y temiéndose que la fuerza de aquellos zelotes era muy firme y era muy grande, pesábales ya de haber venido, pues vieron no tener algo que pudiese ayudar­les; pero la vergüenza que tenían de volverse sin haber hecho cosa alguna, vencía su pesar. Puestos, pues, sus alojamientos allí mismo cerca del muro, determinaron quedar.

Sucedió que aquella noche hizo muy gran frío, levantáron­se vientos muy bravos, y vino grande agua, muchos rayos y horribles truenos: sintieron que la tierra temblaba, por lo cual todos estaban ya muy ciertos que por destrucción de los hombres el estado del mundo se confundía, porque aquellas señales no manifestaban haber de ser algo que poco importase. Los idumeos y los de la ciudad conformaban en esto, pen­sando que Dios estaba enojado contra aquéllos por haber venido para hacer la guerra, y que no podían escapar si determinaban pelear contra la ciudad. Anano y sus compañeros, por otra parte, pensaban haber ya sin batalla vencido, y creían que Dios quería hacer la guerra por ellos. Ciertamente declaraban mal lo que había de ser, y atribuían lo que ellos habían de padecer, a los enemigos.

Estaban los idumeos repartidos y rehaciendose lo mejor que podían a camaradas y ayuntamientos, y habiendo puesto sus escudos encima de sus cabezas, no eran tan enojados por el agua. Los zelotes temían más el peligro y se fatigaban más por ellos que no por sí mismos: y así determinaban juntos buscarles alguna máquina si la pudiesen hallar, con la cual los pudiesen amparar y socorrer. A los que más con la ju­ventud ardían, parecíales acometer por fuerza de armas a las guardas, y haciendo fuerza contra la ciudad, abrir pública­mente las puertas a los que venían de socorro: porque pen­saban que la mayor parte de las guardas estaba sin armas, y eran hombres no ejercitados en la guerra, y que, por tanto, serían fácilmente desbaratados: además de esto, los ciudadanos dificultosamente se podían juntar, porque cada uno se estaba recogido a causa del frío y tempestad grande que hacía; y aunque interviniese en ello algún peligro, querían más sufrir toda cosa, que menospreciar el provecho de tanta gente, y per­mitir que feamente pereciesen.

Los que eran más prudentes y asesados, trabajaban en per­suadirles que no les hiciesen fuerza, porque no acrecentaban el número de las guardas por causa de ellos solamente; pero veían también que guardaban con mayor diligencia el muro, y que Anano no faltaba en por que los idumeos no entrasen; algún lugar, antes todas las horas del día estaba con las guar­das y se recataba mucho, lo cual había sido verdad todas las otras noches; pero aquélla se había reposado, no por pereza ni negligencia suya, sino por morir él y las guardas también todas, según estaba en su hado ordenado: porque pasada ya gran parte de la noche, con el gran frío que hacía, estando las guardas ordenadas en sus puertas, se durmieron.

Vínoles un consejo a los zelotes que con los cierres que estaban consagrados para el servicio del templo, cerrasen las puertas: para este hecho tuvieron en favor, por que no fuesen oídos, el ruido grande de los vientos, los muchos truenos que había, y saliendo del templo, vinieron secretamente al muro, y abrieron la puerta que estaba a la parte donde los idumeos estaban.

Al principio sospecharon éstos que era algún ardid que Anano les armaba: pusieron con tiempo todos mano a sus armas, como para resistirles; pero después que fueron cono­cidos, entraron poco a poco. Si quisieran ejecutar y mostrar su fuerza contra la ciudad, no había quien les prohibiese que matasen todo el pueblo: tan grande era la ira que todos traían consigo. Dábanse los zelotes al principio gran prisa en librarse de las guardas: rogábanles también, pues les habían recibido dentro, que no los menospreciasen estando cercados de tantos males, pues no habían venido sino por favorecerles, y que se guardasen de causarles mayor peligro y más amarga pérdida: porque presas una vez las guardas, más fácilmente podrían combatir la ciudad; pero si por ventura los movían, no po­drían impedir que, en sintiéndolos, se juntasen y quisiesen pro­hibirles la subida.

Pareció bien esto mismo a los idumeos, y así venían ya subiendo por medio de la ciudad al templo, estando suspen­sos los zelotes aguardando la venida de ellos. Habiendo final­mente entrado, osaron salir del recogimiento del templo tam­bién ellos, y mezclándose con los idumeos, vinieron contra las guardas. Muertos algunos de los que hallaron durmiendo, despertóse toda la muchedumbre con los gritos y clamores de los que velaban; y tomando armas para resistirles, dábanse prisa no sin gran miedo y espanto.

Sospecharon primero que los zelotes querían hacer algo: confiaban vencerlos, con ser muchos más ellos en número; pero viendo los otros que de fuera entraban, que los idumeos habían también entrado, la mayor parte de ellos, dejando las armas y perdiendo el ánimo, comenzó a querellarse: pocos de los mancebos, muy bien armados y muy en orden, oponién­dose .a los idumeos, defendían algún tanto al pueblo, que estaba con muy poco ánimo: otros hacían saber a todos la destrucción de la ciudad, pero ninguno osaba socorrerles ni ayudarles, sabiendo que los idumeos habían entrado: respon­dían ellos también, con llantos grandes, ser ya por demás todo socorro: levantábanse grandes gritos de las mujeres, siempre que veían en peligro alguno de los que estaban de guarda.

Por otra parte, los zelotes doblaban los clamores de los idumeos; y la tempestad grande que hacía era causa que las voces de todos pareciesen más horribles y espantosas. Los idu­meos a ninguno perdonaron, porque de su natural son éstos muy crueles en dar la muerte, y érales muy enojoso aquel frío y tempestad, y tenían por enemigos a los que los habían he­cho padecer fuera de la ciudad tanto tiempo, enojándose no menos con los que les rogaban, que con los otros que les resistían. Muchos, poniéndoles delante que eran sus parientes, y rogándoles que tuviesen reverencia al templo común de todos, eran muertos. No tenían lugar para huir ni tenían alguna esperanza de salvarse; y no habiendo tenido espacio para apartarse ni para irse, morían más con la fuerza de juntarse unos con otros que con las de los enemigos, aunque los matadores jamás se amansaban.

Estando, pues, inciertos y sin saber qué hiciesen, echában­se dentro de la ciudad, causándose ellos mismos, según mi pa­recer, más crueles muertes, porque huían, hasta tanto que todo el cerco del templo por defuera estuvo lleno de sangre. Cuando llegó el día, halláronse ocho mil quinientos hombres muertos.

No se hartó con esto la ira de los idumeos, antes volvieron sus manos y sus fuerzas contra la ciudad, y robaban todas las casas; y al que acaso hallaban, luego lo mataban. Pensaban ser por demás las muertes de todo el pueblo, por lo cual hacían diligencia en buscar a los pontífices: en esto se ocupaba la mayor parte; y en la hora que los hallaban, luego eran despe­dazados: y poniéndose de pies encima de los cuerpos de estos muertos, burlábanse y escarnecían ahora la amistad y amor de Anano para el pueblo, y luego lo que Jesús les había dicho desde el muro.

Llegaron a mostrar su impía crueldad, hasta echarlos sin sepultar, teniendo principalmente tanto cuidado los judíos de la sepultura, que aun los que por malhechores son ajusticiados, suelen ser sepultados cuando el sol es puesto: y no pienso que crraría, ciertamente, si decía haber sido principio de la des­trucción de la ciudad la muerte de Anano; y que aquel día fueron destruídos los muros, y pereció el público bien de los judíos, cuando vieron delante de sus ojos al pontífice y regi­dor de la salud de todos en medio de la ciudad degollado.

Además de la dignidad que éste tenía, era por sí varón muy justo y digno de loor; y demás de la nobleza, dignidad y honra suya, era varón que se holgaba mucho en mostrarse igual con todos, por bajos que fuesen. Era gran favorecedor de la libertad, y deseaba mucho ver a su pueblo señor. Tenía siempre en más el provecho y utilidad común, que el propio y particular; y trabajaba principalmente en ganar la paz y conservarla. Sabía que los romanos no podían ser vencidos; y consideraba que si los judíos no sabían vivir pacíficamente, ciertamente habían de perecer del todo: y para que breve­mente concluya, vivieran si Anano viniera a rendírseles y pasarse a los romanos.

Era maravilloso en tratar una cosa, y más maravilloso en persuadir al pueblo todo lo que quería. Tenía ya vencidos a los que lo impedían y querían la guerra, por lo cual creo que bajo de tal capitán gran trabajo dieran a los romanos, y mu­cho más tiempo les hicieran gastar.

Estaba con él Jesús, no mejor que Anano, si con él se comparaba; pero mayor que todos los otros, y pensaría cier­tamente que Dios quiso quitar la vida a estos dos defensores que tanto amaban a su ciudad, queriendo que, como sucia y contaminada, pereciese con fuego, y con incendio grande fuesen limpiadas las cosas santas y sagradas de ella.

Vieras, pues, en tierra, desnudos, echados a los perros y a las fieras, los que poco antes estaban vestidos con las vesti­duras sagradas, autores de la religión célebre por todo el uni­verso, los cuales solían ser honrados y muy acatados por cuantos extranjeros en la ciudad entraban. Pienso que gimió la virtud por estos varones, doliéndose lastimada por haber tenido entonces los vicios tanta fuerza.

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