Capítulo XIII. De la muerte de Josefo; del cerco de Jerusalén puesto Por Herodes, y de la muerte de Antígono.

 Estando ocupados en esto, las cosas de Herodes en Judea sucedieron muy mal. Porque había dejado a Josefo, su her­mano, por procurador general de todo, y habíale mandado que no moviese algo contra Antígono antes que él volviese, porque no tenía por firme la amistad y socorro de Machera, según lo que antes había en sus faltas experimentado. Pero Josefo, viendo que su hermano estaba ya lejos de allí, olvidado de lo que le había tanto encomendado, vínose para Hiericunta con cinco compañías que había enviado Machera con él, para que al tiempo y sazón de las mieses robase todo el trigo. Y tomando en medio de los enemigos por aquellos lugares montañosos y ásperos, él también murió, alcanzando en aque­lla batalla nombre y gloria de varón muy fuerte y muy esforzado, y perecieron con él todos los soldados romanos. Las compañías que se habían recogido en Siria, eran todas de bisoños, y no tenían algún soldado viejo entre ellas que pudiese socorrer a los que no eran ejercitados en la guerra.

No se contentó Antígono con esta victoria; antes recibió tan grande ira, que tornando el cuerpo muerto de Josefo, lo azotó y le cortó la cabeza, aunque el hermano Feroras le diese por redimirlo cincuenta talentos.

Sucedió después de la victoria de Antígono en Galilea, que las que favorecían más a la parte de éste, sacando los mayores amigos y favorecedores de Herodes, los ahogaban en una laguna; mudábanse también con muchas novedades las cosas en Idumea, estando Machera renovando los muros de un castillo llamado Gita, y Herodes no sabía algo de todo cuanto pasaba; porque habiendo Antonio preso a los de Sa­mosata, y hecho capitán de Siria a Sosio, mandóle que ayudase con su ejército a Herodes contra Antígono, y él fuese a Egipto. Así Sosio, habiendo enviado delante dos compañías a Judea, de las cuales Herodes se sirviese, venía él después poco a poco siguiendo con toda la otra gente. Y estando Herodes cerca de la ciudad de Dafnis, en Antioquía, soñó que su hermano había sido muerto; y como se levantase turbado de la cama, los mensajeros de la muerte del hermano entraron por su casa. Por lo cual, quejándose un poco con la grandeza del dolor, dejando la mayor parte de su llanto para otro tiempo, veníase con mayor prisa de lo que sus fuerzas podían, contra los enemigos, y cuando llegó a monte Libano tomó consigo ochocientos hombres de los que vivían por aquellos montes; y juntando con ellos una compañía de romanos, una mañana, sin que tal pensasen, llegó a Galilea y desbarató a los enemi­gos que halló en aquel lugar, y trabajaba muy continuamente por tomar combatiendo aquel castillo donde sus enemigos estaban. Pero antes que lo ganase, forzado por la aspereza del invierno, hubo de apartarse y recogerse con los suyos al pri­mer barrio o lugar.

Pocos días después, acrecentado el número de su gente con otra compañía más, la cual había enviado Antonio, mo­vió a tan gran espanto a los enemigos, que les hizo una noche desamparar el castillo muy amedrentados. Pasaba, pues, ya por Hiericunta, con gran prisa por poderse vengar muy presto de los matadores de su hermano, donde también le aconteció un caso maravilloso y casi monstruoso; mas librán­dose de él contra lo que él confiaba, alcanzó y vino a creer que Dios le amaba; porque como muchos hombres de honra hubiesen cenado con él aquella noche, después que acabado el convite todos se fueron, seguidamente el cenáculo aquel, donde habían cenado, se asoló.

Tomando esto por señal común y buen agüero, tanto para los peligros que esperaba pasar, cuanto para los sucesos prósperos en lo que tocaba a la guerra que determinaba ha­cer, luego a la mañana hace marchar su gente, y descendiendo cerca de seis mil hombres de los enemigos por aquellos mon­tes, acometía los primeros escuadrones. No osaban ellos tra­bar ni asir con los romanos; pero de lejos con piedras y saetas los herían y maltrataban: aquí fué también herido Herodes en un costado con una saeta.

Y deseando Antígono mostrarse, no sólo más valiente con el esfuerzo de los suyos, sino también aun mayor en el número, envió a uno de sus domésticos, llamado Papo, con un escuadrón de gente a Samaria, a los cuales Machera había de ser el premio de la victoria.

Habiendo, pues, Herodes corrido la tierra de los enemi­gos, tomó cinco lugares y mató dos mil vecinos y habitadores de ellos; y habiendo quemado todas las casas, volvió a su ejército, que iba hacia el barrio o lugar llamado Caná.

Acrecentábasele cada día el ejército con la muchedumbre de judíos que se le juntaban, los cuales salían de Hiericunta y de las otras partes de toda aquella región, moviéndose unos por aborrecer a Antígono, y otros por los hechos memora­bles y gloriosos de Herodes. Había muchos otros que sin razón ni causa, sólo por ser amigos de novedades y de mudar señores, se juntaban con él.

Apresurándose Herodes por venir a las manos con la gente de Papo, sin temer la muchedumbre de los enemigos y la fuerza que mostraban, salía muy animosamente por la otra parte a la batalla; pero trabándose los escuadrones, vinie­ron a detenerse algún poco todos. Peleando Herodes con mayor peligro, acordándose de la muerte de su hermano, sólo por vengarse de los que lo habían muerto, fácilmente venció a la gente contraria. Viniendo después sobre los otros nuevos que estaban aún enteros, hízolos huir a todos, y era muy grande la carnicería y muerte que se hacían. Siendo los otros forzados a recogerse al lugar de donde habían salido, Herodes era el que más los perseguía; y persiguiéndolos, mataba a muchos. A la postre, echándose por entre los ene­migos que iban de huída, entró en el lugar, y hallando todas las casas llenas de gente muy armada y los tejados con hom­bres que trabajaban por defenderse, a los que de fuera ha­llaba los vencía fácilmente, y buscando en las casas, sacaba los que se habían escondido, y a otros mataba derribándolos: de esta manera murieron muchos. Pero si algunos se iban huyendo, la gente que estaba armada los recibía matándolos a todos; vino a morir tanta multitud de hombres, que los mismos vencedores no podían salir de entre los cuerpos muertos. Tanto asustó esta matanza a los enemigos, que viendo a tantos muertos de dentro, los que quedaban con vida qui­sieron huir, y Herodes, confiado en estos sucesos, luego vi­niera a Jerusalén si no fuera detenido por la aspereza grande del invierno; porque éste le impidió que pudiese perfecta­mente gozar de su victoria, y fué causa que Antígono no quedara del todo desbaratado, vencido y muerto, estando ya con pensamiento de dejar la ciudad. Y como venía la noche, Herodes dejó ir a sus amigos, por dar algún poco de des­canso a sus cuerpos, que estaban muy trabajados y muy calu­rosos de las armas, y fué a lavarse según la costumbre que tenían los soldados, siguiéndole un muchacho solo. Antes de llegar al baño vínole uno de los enemigos al encuentro muy armado, y luego otro y otro, y muchos. Estos habían huido, todos armados, de su escuadrón al baño; pero amedrentados al ver al rey, y escondiéndose todos temblando, dejáronle estando él desarmado, buscando aprisa por dónde librarse. Como no hubiese quién los pudiera prender, contentándose Herodes con no haber recibido daño alguno de ellos, todos huyeron.

Al siguiente día mandó degollar a Papo, capitán de la gente de Antígono, y envió su cabeza a Ferora, su hermano, capitán del ejército, por venganza de la muerte de su her­mano, porque Papo era el que había muerto a Josefo.

Pasado después el rigor del invierno, volvióse a Jerusalén y cercó los muros con su gente, porque ya era el tercer año que él era declarado por rey en Roma, y puso la mayor fuerza suya hacia la parte del templo por donde pensaba tener más fácilmente entrada, y Pompeyo había tomado antes la ciu­dad. Dividido, pues, en partes su ejército, y dado a cada parte en qué se ejercitase, mandó levantar tres montezuelos, sobre los cuales edificó tres torres; y dejando los más diligentes de sus amigos por que tuviesen cargo de dar prisa en acabar aquello, él fué a Samaria por tomar la mujer con la cual se había desposado, que era la hija de Aristóbulo, hijo de Ale­jandro, para celebrar sus bodas mientras estaban en el cerco, menospreciando ya a sus enemigos. Hecho esto, vuélvese luego a Jerusalén con mucha más gente, y juntáse con él Sosio con gran número de caballos y de infantería, el cual, enviando delante su gente por tierra, se fué por Fenicia.

Juntándose después todo el ejército, que serían once legio­nes de gente a pie y seis mil caballos, sin el socorro de los siros, que no eran pocos, pusieron el campo cerca del muro, a la parte septentrional, confiándose Herodes en la determi­nación del Senado, por la cual había sido declarado por rey, y Sosio en Antonio, que le había enviado con aquella gente que viniese en ayuda de Herodes.

Los judíos de dentro de la ciudad estaban en este tiempo muy perturbados, porque la gente que era para menos vínose cerca del templo, y como furiosos todos, parecía que divina­mente adivinaban o profetizaban muchas cosas de los tiem­pos: los que eran algo más atrevidos, juntados en partes, iban robando por toda la ciudad, y principalmente en los lugares que por allí había cerca, robando lo que les era necesario para mantenerse, sin dejar mantenimiento ni para los hombres ni para los caballos. Y puestos los más esforzados contra los que los cercaban, estorbaban e impedían la obra de aquellos mon­tezuelos, y no les faltaba jamás algún nuevo impedimento contra la fuerza e instrumentos de los que los cercaban. Aun­que no se mostraban en algo más diestros que en las minas que les hacían, el rey pensó cierta cosa con la cual sus sol­dados prohibiesen los hurtos y robos que los judíos les hacían, y para impedir sus correrías, hizo que fuesen proveídos de mantenimientos traídos de partes muy lejanas. Aunque los que resistían y peleaban vencían a todo esfuerzo, todavía eran vencidos con la destreza de los romanos; mas no dejaban de pelear con éstos descubiertamente aunque viesen la muerte muy cierta. Pero saliendo ya los romanos de improviso por las minas que habían hecho, antes que se derribase algo de los muros, guarnecían la otra parte y no faltaban ni con sus manos ni con sus máquinas e instrumentos en algo, por­que habían determinado resistirles en todo lo que posible les fuese.

Estando, pues, de esta manera, sufrieron el cerco de tantos millares de hombres por espacio de cinco meses, hasta tanto que algunos de los escogidos por Herodes, osando pasar por el muro, dieron en la ciudad, y luego los centuriones de Sosio los siguieron. Primero, pues, tomaron de esta manera todo lo que más cerca estaba del templo, y entrando ya todo el ejército, hacíase gran matanza en todas partes, pues esta­ban enojados los romanos por haberse detenido tanto tiempo en el cerco; y el escuadrón de Herodes, siendo todo de judíos, estaba muy dispuesto a que ninguno de los enemigos esca­pase con la vida, y mataban a muchos al recogerse por los barrios más estrechos de la ciudad, y a otros forzados a escon­derse en las casas; y también aunque huyesen al templo, sin misericordia ni de viejos ni de mujeres, eran todos univer­salmente muertos. Aunque el rey envíase a todas partes y rogase que los perdonasen, no por eso había alguno que se refrenase o detuviese en ello, antes como furiosos perseguían a toda edad y sexo.

Antígono bajó de su casa también sin pensar en la for­tuna que en el tiempo pasado había tenido ni aun en la del presente, y echóse a los pies de Sosio; pero éste, sin tener compasión, por causa de tan grata mudanza en las cosas, burlóse sin vergüenza de él, y por escarnio lo llamó como mujer, Antígona, pero no lo dejó como a tal sin guardas: y así lo guardaban a éste muy atado. Habiendo, pues, Hero­des vencido los enemigos, proveía en hacer detener la gente de socorro, porque todos los extranjeros tenían muy gran deseo de ver el templo y las cosas santas que ellos tanto guardaban. Por esta causa los detenía a unos con amenazas, a otros con ruegos y a otros con castigo, pensando que le sería más amarga y cruel la victoria que si fuera vencido, si por su culpa se viese aquello que no era lícito ni razonable que fuese visto.

También prohibió el saqueo en la ciudad, diciendo con enojo muchas cosas a Sosio, si vaciando los hombres y los bienes de la ciudad, los romanos lo dejaban rey de las pare­des solas, juzgando por cosa vil y muy apocada el imperio de todo el universo, si con muertes y estrago de tantas vidas y hombres y ciudadanos se había de alcanzar. Pero respon­diendo él que era cosa muy justa que los soldados, por los trabajos que habían tenido en el cerco, robasen y saqueasen la ciudad, prometió entonces Herodes que él satisfaría a todos con sus propios bienes. Y redimiendo de esta manera lo que quedaba en la tierra, satisfizo a todo lo que había prometido, porque dió muchos dones a los soldados, según el merecimiento de cada uno, y a los capitanes, y remuneró como rey muy realmente a Sosio, de tal modo, que ninguno quedó des­contento.

Después de esto Sosio volvió de Jerusalén, habiendo ofre­cido a Dios una corona de oro, y llevándose consigo para presentarlo a Antonio, muy atado, a Antígono, que con­fiando vanamente cada día que había. de alcanzar la vida, fué dignamente descabezado.

El rey Herodes entonces, dividiendo la gente de la ciu­dad, trataba muy honradamente a los que favorecían su bando, por hacerlos amigos, y mataba a los que favorecían a Antígono. Faltándole el dinero, envió a Antonio y a sus compañeros tantas cuantas joyas y ornamentos tenía; pero con esto no pudo redimirse ni librarse del todo que no su­friese algo, porque ya estaba Antonio corrompido con los amores de Cleopatra, y se había dado a la avaricia en toda cosa. Cleopatra, después que hubo perseguido toda su gene­ración y parientes de tal manera que ya casi no le quedaba alguno, pasó la rabiosa saña que tenía contra los extranjeros, y acusando a los principales de Siria, persuadía a Antonio que los matase, para que de esta manera alcanzase y viniese segu­ramente a gozar de cuanto poseían. Después que hubo exten­dido su avaricia hasta los judíos y árabes, trataba escondida­mente que matasen a los reyes de ambos reinos, es a saber, a Herodes y a Malico, y aunque de palabra se lo concediese Antonio, tuvo por cosa muy injusta matar reyes tan grandes y tan buenos hombres; pero no los tuvo ya más por amigos, antes les quitó mucha parte de sus señoríos y de las tierras que poseían, y dióle aquella parte de Hiericunta adonde se cría el bálsamo, y todas las ciudades que están dentro del río Eleutero, exceptuando solamente a Tiro y a Sidón. Hecha señora de todo esto, vino hasta el río Eufrates siguiendo a Antonio, que hacía guerra con los partos, y vínose por Apa­mia y por Damasco a Judea.

Aunque hubiese Herodes con grandes dones y presentes aplacado el ánimo de ésta, muy anojada contra él, todavía alcanzó de ella que le arrendase la parte que de su tierra y posesiones le había quitado, por doscientos talentos cada año; y aplacándola con toda amistad y blandura de palabras, acompañóla hasta Pelusío. Antes que pasase mucho tiempo, Antonio volvió de los partos, y traía por presente y don a Cleopatra a Artabazano, hijo de Tigrano, el cual le presentó con todo el dinero y saqueo que había hecho.

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