Capítulo I. De otro estrago hecho en Jerusalén, y cómo los idumeos se volvieron, y de la crueldad de los zelotes.

Anano, pues, y Jesús, tal fin hubieron, como hemos arriba contado. Después de éstos, así los zelotes como los idumeos echábanse todos contra el pueblo, y mataban a todos cuantos hallaban; no menos que si fueran manadas de sucios animales, eran muertos doquiera que fuesen hallados; prendían a todos los mancebos nobles que podían haber, y poníamos en la cárcel muy bien atados, confiando ganar la amistad de algunos de ellos, difiriendo la muerte; pero con estas cosas ninguno se movía, antes todos deseaban la muerte por no levantarse con­tra su propia y común patria de todos: fueron todos azotados muy cruelísimamente antes de darles la muerte: fueron con las llagas y con los tormentos todos abiertos, y no pudiendo ya sostener mayor pena los cuerpos de éstos, eran a la postre degollados.

Los que de día prendían, de noche los encarcelaban, y• sacándoles de allí, si acaso acontecía que algunos muriesen, luego los echaban, por que los otros que quedaban atados tuviesen lugar.

Estaba todo el pueblo tan amedrentado, y con tanto temor, que no había alguno que osase llorar públicamente, ni sepul­tar el cuerpo por más cercano que le fuese: los encarcelados también lloraban secretamente, y por que alguno de los que los guardaban no' los oyesen, gemían entre sí, y secretamente se entendían, porque luego en la hora eran castigados y muer­tos los que lloraban, de la misma manera que fueron aquellos por los cuales ellos derramaban sus lágrimas.

De noche cubrían con algún poco de tierra los muertos que podían; y algunas que eran más osados, atrevíanse a ello alguna vez de día: de esta manera murieron doce mil hombres de los nobles.

Estando ya éstos hartos de matar por sus propias manos sentenciábamos sin vergüenza, como por juicio y justicia. Ha­biendo, pues, así determinado matar a uno de aquellos varo­nes nobles, llamado Zacarías, hijo de Baruch, porque enojá­banse de verlo tan enemigo de los malos y amigo de los buenos, y que además de esto era rico, y no sólo confiaban robarle sus bienes, pero pensaban que quitarían la vida a un varón harto poderoso para derribarlos a ellos, convocaron setenta varones del pueblo, los más honestos de todos, a manera de jueces, aunque no tenían tal poder, y fué delante de ellos acusado Zacarías por descubridor de sus cosas a los romanos, y decían haber enviado, por hacerles traición, a Vespasiano; pero ni había argumento para creer tal, ni aun tampoco para probar tal cosa, aunque ellos dijeron haber sido enviado y tratado esto, y querían que fuese creído y tenido por muy cierto.

Viendo Zacarías que no tenía esperanza de alcanzar salud de alguna manera, fué traído con engaños, no a ser juzgado, sino a ser puesto en la cárcel, y con estar desconfiado de alcanzar salud ni tener más vida, tuvo mayor libertad para hablar, y comenzando, burlóse de todas las acusaciones, como fingidas y no verdaderas, deshizo todo aquello de lo cual era acusado, y convirtiendo después su habla contra sus acusa­dores, prosiguió con orden contando todas las maldades de ellos, y daba muchas quejas por haber sido las cosas tan per­turbadas y revueltas. Ensañados los zelotes, apenas se podían contener ni dejar de hacer fuerza con sus armas, deseando que los engaños y cavilaciones que habían hecho quedasen y alcanzasen lo que pretendían, y además de esto querían experimentar si en tiempo peligroso los jueces tenían cuenta con la justicia. Así, pues, todos los setenta jueves juzgaron en favor de él, y quisieron más morir por él, que no que se les pudiese achacar después que había sido muerto por causa de ellos.

Librado que fué éste, luego las voces y clamores de las zelotes se levantaron; enojábanse todos con los jueces porque no habían entendido a qué causa les había sido dado tal poder. Acometiendo dos de los más atrevidos a Zacarías, ma­táronlo en medio del templo, y burlándose de él dijeron: "Ahora tienes mejor sentencia de nosotros, y estás mejor y más ciertamente librado." Y luego sacándolo del templo, lo echaron en el valle. Volvieron después su furor contra los jue­ces, hiriéndolos con sus espadas: echáronlos del templo, dejan­do de matarlos, por que echados, y esparcidos por toda la ciudad, fuesen mensajeros a todos de la servidumbre general en que habían venido.

Ya les pesaba ciertamente a los idumeos haber venido y no les contentaba lo que había sida hecho. Estando todos juntos, uno de los zelotes secretamente les descubrió todo el consejo que habían malamente tenido aquellos que los habían llamado; dijo que habían tomado las armas contra ellos, como porque los pontífices querían entregar a los romanos la ciudad, pero que ninguna señal habían hallado de esta traición, ni habían descubierto algo por lo cual lo hubiesen de creer: y que aquellos que fingían quererla defender de esto, debían ser ya desde el principio prohibidos de ello como tiranos y revolvedores; pero pues habían entrado en la compañía de las muertes que entre ellos se habían cometido, debían tra­bajar en dar fin a tantas culpas y delitos tan graves, y no ayudar a hombres que no iban sino tras destruir la costumbre de los Padres antiguos; porque aunque sintiesen ellos mucho haberles cerrado las puertas y haberles prohibido el entrar en la ciudad, ya habían sido castigados los que de ello habían sido causa: muerto era ya Anano, y casi muerto y consumido todo el pueblo en una noche.

Bien sabía que había muchos que se arrepentían de estas cosas, mas debían mirar la gran crueldad de aquellos que los habían llamado en su socorro, que aun no tenían vergüenza de aquellos por los cuales habían sido librados, ni de cometer tantas maldades delante de los mismos que habían venido para ayudarles, y atribuirlas a los idumeos, porque no las prohibían ni se apartaban de ellos.

Debían, pues, siéndoles ya manifiesto haber sido maldad grande lo que de traición habían inventado, y pues estaban sin algún temor de los romanos, porque el poder que se había juntado y fortalecido contra la ciudad era inexpugnable, vol­verse todos ellos a sus casas, y guardándose de la compañía de los malos, deshacer la culpa de tan grandes maldades, de las cuales ellos habían sido parte, no de grado, antes muy en­gañados.

Persuadido fué esto a los idumeos: así, libertaron primero a los que estaban presos, que eran casi dos mil hombres del pueblo, y dejando luego la ciudad. vinieron a Simón, de quien después hablaremos, y de allí fuéronse a sus casas, dejando a Jerusalén. A entrambas partes pareció haber sido sin pensar en ella la partida de éstos, porque el pueblo, que no sabía de qué les había de pesar, rehízose y recreóse algún tanto con la esperanza, como ya libre de los enemigos, y acrecentóse la maldad y atrevimiento de los zelotes, como que no les había faltado todo socorro, antes habían sido librados de aquellos por cuya vergüenza y empacho dejaban de cometer muchas maldades: así, pues, ya no había ley alguna, ni templanza en cometer todo engaño y toda maldad, sirviéndose de consejo poco y muy arrebatado de todo; antes era hecho cuanto que­rían, que pensado. Señalábanse más en dar muerte a los varo­nes más ilustres, consumían toda la nobleza de la ciudad con gran envidia, por miedo de la virtud, teniendo por seguridad única y muy grande quitar la vida a todos los principales: así fué muerto Gorión con otros muchos, hombre muy principal en dignidad y linaje, y hombre que se holgaba en ver al pue­blo más poderoso, hombre de gran espíritu y entendimiento, amador de la libertad más que cuantos judíos había; y así, entre las otras virtudes suyas, la libertad principalmente lo echó a perder.

No pudo tampoco huir de las manos de éstos Pirayta Nigro, varón muy conocido en las guerras hechas con los romanos; era llevado éste por medio de la ciudad muchas veces, gri­tando y mostrando las llagas que le habían sido hechas; lle­gando ya fuera de las puertas, desconfiando de su salud y vida, suplicaba que, por lo menos, después de muerto lo se­pultasen: al principio dijéronle que ni aun la tierra que él tanto deseaba le sería concedida, y luego después lo mataron; pero estando ya cerca de la muerte, suplicó a Dios que los romanos lo vengasen de ella, y maldíjoles con hambre, y ade­más de la guerra, con pestilencia, y más de todo esto, con discordia y enemistad entre ellos mismos los unos contra los otros; y todo lo cumplió Dios con estos impíos, haciendo lo que fué muy justo, que primero unos se levantasen contra los otros, y con la discordia entre sí, experimentasen sus atre­vidas fuerzas.

La muerte de Nigro les quitó el miedo que tenían de ser oprimidos: ninguna parte había del pueblo a la cual no le fuese buscada la muerte: unos eran muertos por haber resis­tido y contradicho a los otros ciudadanos, y para los que no habían ofendido en algo, no les faltaban sus causas en tiempo de paz: a los que no se ofrecían a ellos libremente y de volun­tad propia, pensaban que los menospreciaban; los que les obe­decían eran tenidos por traidores; una era, y muy semejante, la pena, así de los graves delitos, como de los que poco impor­taban, la cual era la muerte, y no se escaparon de esto sino los que o eran muy bajos, o tenían muy pocos bienes.

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