Capítulo II. De la discordia que había entre los de Jerusalén.

Todos los romanos tenían el ánimo en la ciudad, juzgando que la discordia de los enemigos era ganancia para ellos, y por tanto, incitaban a Vespasiano, que tenía el poder y regimiento de todo, diciendo que por providencia divina los enemigos tenían entre sí la discordia; pero que breve y fácilmente se podían mudar de aquel estado, y luego habían de volver en concordia los judíos, o por estar cansados de los daños que de ellos mismos recibían, o por arrepentirse.

Respondió a éstos Vespasiano, que ignoraban ciertamente en gran manera lo que hacer convenía, deseando más mos­trar como en teatro lo que con sus armas y esfuerzo podían con peligro, que pensar entre sí lo que más conveniente fuese, más útil y más provechoso: porque si luego daban asalto a la ciudad, ellos mismos habían de ser causa que los enemigos se concordasen y aviniesen, y levantarían las fuerzas de ellos contra sí mismos, las cuales aun estaban en su vigor y forta­leza; pero si se aguardaban, tendrían menos enemigos y me­nos resistencia cuando por discordia interna de ellos mismos fuesen consumidos. Dios, ciertamente, ordena mejor las cosas que vosotros, pues quería entregar los judíos a los romanos, sin que en ello tuviésemos trabajo, y quería dar a nuestro ejército la victoria sin algún peligro, y que por tanto, pues los enemigos con sus propias manos se mataban con tan gran daño, es a saber, tan revueltos, debémoslos nosotros mirar y dejarlos en tal peligro, antes que pelear con hombres que de­sean la muerte, y que están con la rabia de sus corazones en­loquecidos.

Si alguno pensare que la gloria de la victoria se disminuye y es menoscabada por no haber batalla, debe saber que es mucho mejor acabar cómodamente lo que se determina, que ponerlo en esperanza de las armas y en fin incierto; porque no son de menos loor dignos los que con prudencia, consejo y moderación dan fin a un negocio, que son aquellos que con hechos de su mano lo acaban: y él pensaba que entretanto que los enemigos se disminuían, tenían los para esforzarse y rehacerse de sus trabajos.

Este tiempo también, además de lo dicho, no era conve­niente para lograr con sazón la honra de la victoria, porque los judíos no se ocupaban en edificar muros ni hacer armas, ni en juntar socorros, de lo cual pudiese proceder daño, si se detenían, antes estaban en guerra ellos entre sí mismos, y cada día se empeoraba su estado mucho más que los romanos mismos podrían, ni bastarían a hacer después de entrados: por tanto, pues, los que consideraren nuestro bien y nuestra seguridad, dirán que los debemos dejar que se consuman ellos mismos, y los que tuvieren cuenta con la gloria de nuestros hechos, hallarán no deber poner nosotros las manos entre los que padecen por sí mismos, porque fácilmente y con razón se diría después, que la causa de nuestra victoria había sido estar los enemigos en discordia, y no nuestro esfuerzo.

Diciendo estas cosas Vespasiano, los regidores y capitanes consentían, y eran del mismo parecer, y luego se conoció cuán provechoso fué su consejo y determinación, porque cada día muchos se pasaban a su parte, huyendo de la crueldad de los zelotes; pero era muy difícil huir de éstos, porque todas las salidas y lugares por donde se podían salvar, estaban con mu­chas guardas; y si alguno, por cualquiera causa que fuese, era allí preso, en seguida lo mataban, diciendo que quería pasarse a los enemigos; mas quien les daba dineros, éste se libraba, y sólo era tenido por traidor aquel que no lo daba. Así, pues, salvando sus vidas los ricos con el dinero, los pobres solamente eran los muertos: juntaban por todas las calles los muertos, que eran muchos, y muchos de los que querían huir a los romanos, no osaban, y deseaban más morir en su ciudad, por­que parecíales algo mejor morir en su patria, por la esperanza que de ser sepultados tenían.

Habíanse encrudecido estos zelotes en tanta manera, que ni a los que dentro, ni a los que por los caminos mataban, permitían sepultura ni que fuesen enterrados, antes parecía que, además de querer quebrantar las leyes de su patria, que­rían también romper todo derecho natural, y ensuciar las cosas sagradas con su injusticia contra los hombres; de tal manera sufrían que los muertos se pudriesen delante de los ojos de todos.

Los que osaban sepultar los cuerpos muertos de los suyos, caían en el mismo peligro que aquellos que huían, y así luego tenía necesidad de sepultura aquel que osaba sepultar a otro.

Para decir lo que conviene brevemente, ninguna calidad del entendimiento estaba más perdida entre éstos, que era la ca­ridad y la misericordia, y con estas cosas los malos más se indignaban, viendo la misericordia que los vivos tenían con los muertos, y pasaban la ira que a los muertos tenían, con los que quedaban vivos.

Estando los que quedaban en vida tan amedrentados, pa­recían los muertos haber alcanzado más reposo que los vivos, y más bienaventuranza; y los que estaban presos, consideran­do los tormentos que padecían, tenían por mucho más dicho­sos aquellos que eran muertos y estaban sin sepultura, que a ellos mismos: quebrantaban todo derecho de hombres, reían­se de Dios y de sus cosas; burlábanse de los profetas y de cuanto habían profetizado, no menos que si fueran respuestas fabulosas. Habiendo, pues, ya menospreciado todas las leyes y ordenanzas que tenían hechas por sus antepasados en las cosas pertenecientes a la virtud, comprobaron con la expe­riencia lo que mucho antes había sido profetizado de Jeru­salén: iba entre ellos aquella antigua profecía de que la ciudad había de ser presa, y que sus leyes santas y las cosas sagradas, habían de ser quemadas por ley de guerra, haciendo revuelta y sedición entre ellos, habiendo ellos mismos primero ensucia­do y violado el templo con sus propias manos. De estas cosas se quisieron mostrar ministros y ejecutores los zelotes, como hombres que en ello no dudaban.

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