Capítulo XIX. De la destrucción de Tarichea

Acabados los barcos y puestos en orden, Vespasiano puso dentro la gente que le pareció necesaria, y juntamente con ella él mismo también partió en persecución de los que por la laguna habían huido. Estos, ni podían salir a tierra salvamen­te, siéndoles todo contrario, ni podían pelear en el agua con igual condición, porque sus barcas eran pequeñas, y lo que estaba aparejado para los corsarios era muy débil contra los barcos que los romanos habían hecho, y habiendo poca gente en cada una, temían llegarse a los romanos, que eran muchos y estaban muy juntos. Pero andándoles alrededor, y algunas otras acercándose algo más, de lejos tiraban muchas piedras los romanos, y heríamos a las veces de cerca; más daño reci­bían de ambas maneras ellos mismos, porque con las piedras que ellos tiraban no hacían otra cosa sino sólo gran ruido, estando los romanos contra quien ellos tiraban, muy bien armados; los que algo se acercaban, luego eran heridos con sus saetas, y los que osaban llegar más cerca, antes que ellos da­ñasen ni hiciesen algo, eran heridos y derribados, y eran echados al fondo con sus mismas barcas: muchos de los que tentaban herir a los romanos, a los cuales podían alcanzar éstos con sus dardos, derribaban con sus armas a los unos en sus mismas barcas, a otros prendían con ellas, cogiéndoles en medio con sus barcos.

Los que caían en el agua, y levantaban la cabeza, o eran muertos con saetas, o eran presos y puestos dentro de los barcos, y si desesperados tentaban librarse nadando, quitábanles las cabezas, o cortábanles las manos, y de esta manera morían muchos de ellos, hasta tanto que, siendo forzados a huir, los que quedaron en vida llegaron a tierra, dejando rodeados sus navichuelos de los enemigos. De los que se echaban en el agua, muchos hubo muertos con las saetas y dardos de los romanos, y muchos saliendo a tierra fueron también muertos; así que estaba toda aquella laguna llena de sangre y de cuerpos muertos, porque ninguno se escapó con la vida.

Pasados algunos días, se levantó en estas tierras un hedor muy malo, y una vista muy cruel y muy amarga de ver: es­taban las orillas llenas de barcas quebradas, de hombres ahoga­dos y de cuerpos hinchados. Calentándose después y pudrién­dose los muertos, corrompían toda aquella región, en tanta manera, que no sólo parecía este caso miserable a los judíos solos, pero también los que lo habían hecho lo aborrecían y les era muy dañoso.

Este fué, pues, el suceso y fin de la guerra naval hecha por los taricheos. Murieron, entre éstos y los que fueron muer­tos antes en la ciudad, seis mil quinientos.

Acabada esta pelea, Vespasiano quiso parecer en el tri­bunal de Tarichea, y apartaba los extranjeros de los naturales de la ciudad, porque aquéllos parecían haber sido causa de aquella guerra, y tomaba consejo de los regidores y capitanes suyos, si debía perdonarles; respondiéndole que si los libraba le podrían hacer daño, y que dejándolos vivos no reposarían, por ser hombres sin patria y sin lugar cierto, y estaban prontos todos, y eran bastantes para hacer guerra contra cualesquiera que huyesen y se recogiesen. Vespasiano bien conocía que eran indignos de quedar con vida, y veía bien que se habían de levantar y revolver contra los mismos que les diesen la vida; todavía estaba dudando cómo los mataría; porque si los ma­taba allí mismo, sospechábase que los naturales no sufrían que fuesen muertos aquellos que les pedían perdón y suplicaban por la vida, y avergonzábase de hacer fuerza a los que se habían rendido por medio de su fe y promesa; pero vencíanlo sus amigos, diciendo ser toda cosa lícita contra los judíos, y que lo que era más útil, debía ser tenido también en más que lo que era honesto, cuando no podían hacerse entrambas cosas.

Concedióles, pues, licencia para salir por el camino de Tiberíada solamente, y creyendo ellos fácilmente aquello que tanto deseaban, se iban acompañados, sin temer algo contra sí, ni sus riquezas; los romanos ocuparon todo el camino para que ninguno pudiese salir ni escaparse, y encerrados en la ciudad, luego Vespasiano fué con ellos, y púsolos todos en un lugar público, y mandó matar los viejos y los que no podían pelear, que eran hasta mil doscientos, y envió a Isthmon, donde Nerón entonces estaba, seis mil hombres, los más mancebos y más escogidos; vendiendo toda la otra muchedumbre, que eran treinta mil cuatrocientos, además de otros muchos que había dado a Agripa; porque permitió a los que eran de su reino hacer lo que quisiese Agripa, y el rey también los vendió.

Todo el pueblo era de los de Trachonitide, Gaulanitida, hípenos y muchos gadaritas sediciosos, revolvedores y gente huidiza, hombres que no pueden ver la paz, antes todo lo hacen y convierten en guerra: éstos fueron presos a 8 de septiembre.

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