16. «Ni mis leyes, en la realidad, habían de ser de grande emolumento para los atenienses, ni menos lo fuiste tú al partir de la ciudad; pues no sólo pueden auxiliar a las ciudades los dioses y los legisladores, sino también los que siempre forman multitud, a cualquiera parte que se inclinen. A éstos les son provechosos los dioses, y las leyes, si proceden debida y rectamente; pero si administran mal, de nada les sirven. No cedieron ciertamente en mayor bien mis leyes y establecimientos; porque los que manejaban el común han perjudicado con no estorbar que Pisístrato se alzase rey, no dando crédito a mis predicciones. Él, que halagaba a los atenienses, fue más creído que yo que los desengañaba. Armado delante del Senado, dije que «yo era más sabio que los que no advertían que Pisístrato quería tiranizarlos, y más valeroso que los que por miedo no le repelían». Pero ellos creyeron que Solón estaba loco. Por último, di público testimonio en esta forma: «¡Oh patria! Solón está aquí dispuesto a darte socorro de palabra y de obra, aunque, por el contrario, creen éstos que estoy loco. Así, único enemigo de Periandro, me ausento de ti. Esos otros sean, si gustan, sus alabarderos». Sabes, oh amigo, con cuánta sagacidad invadió el solio. Empezó adulando al pueblo; después, hiriéndose a sí mismo, salió ante el Senado diciendo a gritos que le habían herido sus contrarios, y suplicó le concediesen cuatrocientos alabarderos de guardia. Y ellos, no oyendo mis amonestaciones, se los otorgaron, armados con clavas; y seguidamente subyugó la república. En vano, pues, me desvelaba en libertar a los pobres de la servidumbre, puesto que en el día de hoy todos son esclavos de Pisístrato.»