Capítulo XXI En los sótanos de la ópera

—Mantenga la mano en alto, dispuesta a disparar —repitió apresuradamente el compañero de Raoul.

Tras ellos, la pared, dando una vuelta completa sobre sí misma, había vuelto a cerrarse.

Los dos hombres permanecieron inmóviles unos segundos, conteniendo la respiración.

En aquellas tinieblas reinaba un silencio que nada turbaba.

Finalmente, el Persa se decidió a hacer un movimiento y Raoul lo oyó deslizarse de rodillas, buscando algo en la oscuridad con sus manos que tanteaban.

De repente, ante el joven, las tinieblas se aclararon prudentemente a la luz de una pequeña lámpara sorda, y Raoul retrocedió instintivamente como para escapar a la investigación de un enemigo secreto. Pero en seguida comprendió que aquella luz pertenecía al Persa, cuyos gestos seguía. El pequeño disco rojo se paseaba con meticulosidad a lo largo de las paredes, arriba, abajo y alrededor de ellos. Aquellas paredes estaban formadas, a la derecha, por un muro y, a la izquierda, por un tabique de tablas, por encima y por debajo de sótanos. Raoul se decía que Christine debió haber seguido aquel camino el día que iba en pos de la voz del Ángel de la Música. Ese debía ser el camino habitual de Erik cuando venía a sorprender la buena fe y la inocencia de Christine. Raoul, que recordaba las frases del Persa, pensó que aquel camino había sido misteriosamente construido por el fantasma mismo. Sin embargo, más tarde sabría que Erik había encontrado, como preparado para él, ese pasillo secreto de cuya existencia durante mucho tiempo había sido el único conocedor. Aquel corredor había sido construido durante la Comuna de París para permitir a los carceleros conducir a los prisioneros hasta los calabozos que habían construido en las bodegas, ya que los federados habían ocupado el edificio inmediatamente después del 18 de marzo y lo habían convertido —en la parte alta— en el punto de partida de las montgolfieras [20] encargadas de llevar a los departamentos sus proclamas incendiarias, y la parte baja en una prisión de Estado.

El Persa se había arrodillado y dejado su linterna en el suelo.

Parecía buscar algo y, de pronto, veló su luz.

Entonces Raoul oyó un ligero crujir y vio en el suelo del corredor un cuadrado luminoso muy pálido. Parecía como si una ventana acabara de abrirse en los bajos aún iluminados de la ópera. Raoul ya no veía al Persa, pero le sintió a su lado y notó su aliento.

—Sígame y haga exactamente lo mismo que yo.

Raoul fue conducido hacia el tragaluz luminoso. Vio entonces que el Persa volvía a arrodillarse y, colgándose del tragaluz con las dos manos, se dejaba deslizar hacia abajo. El Persa sujetaba la pistola con los dientes.

Cosa extraña, el vizconde tenía plena confianza en el Persa. A pesar de que ignoraba todo acerca de él y que la mayoría de sus frases sólo habían servido para aumentar la oscuridad en toda esta aventura, no dudaba en pensar, que en este decisivo momento, el Persa estaba de su lado contra Erik. Su emoción le había parecido sincera cuando le había hablado del «monstruo». El interés que había demostrado no le parecía sospechoso. Por último, si el Persa tuviera preparado algo en contra de Raoul, no le hubiera dado un arma. Además, en resumidas cuentas, ¿no se trataba, costara lo que costara, de llegar hasta Christine? Raoul no podía elegir los medios. Si hubiera vacilado, incluso sin estar convencido de las intenciones del Persa, el joven se hubiera considerado como el último de los cobardes.

A su vez, Raoul se arrodilló y se colgó con las dos manos de la trampilla.

—¡Suéltese del todo! —oyó, y cayó en brazos del Persa, que le ordenó inmediatamente echarse al suelo, volvió a cerrar la trampilla sobre sus cabezas, sin que Raoul pudiera saber cómo, y fue a tumbarse al lado del vizconde.

Éste quiso hacerle una pregunta, pero la mano del Persa se apoyó en su boca e inmediatamente oyó una voz a la que reconoció como la del comisario de policía que hacía un momento le había interrogado.

Ambos se encontraban entonces detrás de un tabique que los ocultaba perfectamente. Cerca de allí, una estrecha escalera subía a una pequeña habitación por la cual debía de pasearse el comisario haciendo preguntas, ya que se oía el ruido de sus pasos al tiempo que el de su voz.

La luz que rodeaba los objetos era muy débil, pero, al salir de aquella espesa oscuridad que reinaba en el corredor secreto de arriba, Raoul no tenía dificultad en distinguirlos.

No pudo contener una sorda exclamación al ver de pronto tres cadáveres.

El primero estaba tendido sobre el estrecho rellano de la escalerilla que subía hacia la puerta tras la cual se oía al comisario; los otros dos se encontraban debajo de la escalera, con los brazos en cruz. Pasando los dedos a través del tabique que los ocultaba, Raoul hubiera podido tocar la mano de alguno de aquellos desgraciados.

—¡Silencio! —susurró de nuevo el Persa.

También él había visto los cuerpos y con una sola palabra lo explicó todo:

—¡¡Él!!

Ahora se oía la voz del comisario con mayor intensidad. Pedía explicaciones acerca del sistema de iluminación, que el regidor le daba. El comisario debía estar en el «registro», o en sus dependencias. Contrariamente a lo que podría creerse, cuando se trataba de un teatro de ópera, el «registro» no estaba destinado a ejecutar música.

Por aquella época, la electricidad se empleaba sólo para ciertos efectos escénicos muy restringidos y para los timbres. El inmenso edificio y el mismo escenario aún se iluminaban con gas, y se regulaba y modificaba siempre la iluminación del decorado con gas hidrógeno; y eso se hacía mediante un aparato especial al que la multiplicidad de sus tubos hizo que fuera bautizado como «registro de órgano».

Al lado de la concha del apuntador, había reservado un nicho para el jefe de iluminación, que desde allí daba las órdenes a sus empleados, mientras vigilaba su ejecución. En este nicho era el lugar donde Mauclair se encontraba durante todas las representaciones.

Sin embargo, Mauclair no estaba en su nicho, y tampoco sus empleados ocupaban sus puestos.

—¡Mauclair, Mauclair!

La voz del regidor resonaba ahora en los bajos como en un tambor. Pero Mauclair no contestaba.

Ya hemos dicho que había una puerta que daba a una escalerilla que subía del segundo sótano. El comisario la empujó, pero la puerta resistió.

—¡Vaya, vaya! —dijo—. Vea usted, señor regidor… No puedo abrir esa puerta… ¿Siempre es tan difícil?

El regidor, empujó la puerta con un vigoroso golpe. Se dio cuenta de que, al mismo tiempo, empujaba a un cuerpo humano y no pudo contener una exclamación. Reconoció inmediatamente a aquel cuerpo:

—¡Mauclair!

Todas las personas que habían seguido al comisario en aquella visita al registro avanzaron inquietos.

—¡Qué desgracia, está muerto! —gimió el regidor.

Pero el comisario Mifroid, a quien nada sorprende, está ya inclinado sobre aquel enorme cuerpo.

—¡No —dijo—, lo que ocurre es que lleva una borrachera de cuidado! —dijo—. No es lo mismo.

—Sería la primera vez —declaró el regidor.

—Entonces le han dado un narcótico… ¡Es muy posible! Mifroid se incorporó, bajó algunos peldaños más y exclamó:

—¡Miren!

A la luz de un farolillo rojo, al pie de la escalera había tendidos dos cuerpos más. El encargado reconoció a los ayudantes de Mauclair, Mifroid bajó y los auscultó.

—Duermen profundamente —dijo—. ¡Extraño! No podemos dudar de la intervención de un desconocido en el servicio de iluminación…, ¡y ese desconocido trabajaba sin duda para el raptor!… ¡Pero qué curiosa idea la de raptar a una artista en escena!… ¡Son ganas de crearse dificultades, de eso estoy seguro! ¡Que busquen al médico del teatro! —y Mifroid repitió—: ¡Extraño caso, muy extraño!

Después, volvió a entrar en el pequeño cuarto, dirigiéndose a dos personas a las que, desde el lugar en que se encontraban, Raoul ni el Persa podían ver.

—¿Qué dicen ustedes de todo esto, señores? —preguntó—. Son ustedes los únicos que no han dado su opinión. Sin embargo, deben tener una ligera idea…

Entonces, por encima del rellano, Raoul y el Persa vieron avanzar a las caras anonadadas de los dos directores —no se veía más que sus siluetas sobre el rellano— y oyeron la voz conmovida de Moncharmin:

—Hoy están ocurriendo aquí una serie de cosas, señor comisario, a las que no podemos dar explicación alguna.

Y las dos siluetas desaparecieron.

—Gracias por la información, señores —dijo Mifroid en tono socarrón.

Pero el regidor, cuya barbilla descansaba ahora en el hueco de su mano derecha, lo que significa un acto de reflexión profunda, dijo:

—No es la primera vez que Mauclair se duerme en el teatro. Recuerdo haberle encontrado una noche roncando en su nicho, junto a su tabaquera.

—¿Hace mucho de eso? —preguntó el señor Mifroid, mientras limpiaba meticulosamente los cristales de su binóculo, ya que el comisario era miope como les suele ocurrir a los mejores ojos del mundo.

—¡Dios mío! No hace mucho… —dijo el regidor—. ¡Mire!… Era la noche…, sí, seguro…, la noche en que la Carlotta, ya lo sabe señor comisario, lanzó su famoso ¡cuac!

—¿La noche en que la Carlotta lanzó su famoso ¡cuac!?

Y el señor Mifroid, tras volver a colocarse en la nariz el binóculo de cristales transparentes, miró fijamente al encargado como si quisiera adivinar su pensamiento.

—¿Así que Mauclair toma rapé? —preguntó en tono despreocupado.

—Claro que sí, señor comisario… Mire, precisamente allí, en esa tablilla está su tabaquera… ¡Oh, toma mucho!

—¡También yo! —dijo el señor Mifroid, y metió la tabaquera en su bolsillo.

Raoul y el Persa asistieron, sin que nadie sospechara su presencia, al traslado de los tres cuerpos que los tramoyistas vinieron a llevarse. El comisario los siguió y todo el mundo volvió a subir tras él. Por algunos instantes se oyeron sus pasos que resonaban sobre el escenario.

Cuando estuvieron solos, el Persa indicó a Raoul que se levantara. Éste obedeció; pero, como no había vuelto a alzar la mano a la altura de los ojos, dispuesta a disparar, igual que el Persa; éste le recomendó volver a ponerse en aquella posición y no abandonarla pasara lo que pasase.

—Pero esto cansa inútilmente la mano —murmuró Raoul—, y si disparo no lo haré con seguridad.

—Cambie el arma de mano, entonces —concedió el Persa.

—¡No sé disparar con la mano izquierda!

A lo cual replicó el Persa con esta declaración extraña, que desde luego no era la más indicada para aclarar las cosas en el cerebro trastornado del joven:

—No se trata de disparar con la mano izquierda o con la mano derecha; se trata de tener una de las manos puesta como si fuera a apretar el gatillo de una pistola, teniendo el brazo medio doblado; en cuanto a la pistola en sí, después de todo, puede guardarla en el bolsillo.

Y añadió:

—¡Que esto quede bien claro, o no respondo de nada! ¡Es una cuestión de vida o muerte! Ahora, ¡silencio y sígame!

Se hallaban entonces en el segundo sótano. Raoul podía entre= ver tan sólo, a la luz de algunas velas inmóviles, dispersas en sus cárceles de cristal, una ínfima parte de ese abismo extravagante, sublime e infantil, divertido como un teatro de polichinelas, espantoso como un abismo, que constituye los sótanos de la ópera.

Son formidables y son cinco. Reproducen todos los planos del escenario, sus trampas y trampillas. Los escotillones están allí reemplazados por raíles. Enormes vigas transversales soportan trampas y trampillas. Vigas, que se apoyan en bloques de fundición o de piedra, soleras o «chisteras» que forman una serie de soportes que permiten dejar paso libre a las «glorias» [21] y a otras combinaciones o trucos. Se da cierta estabilidad a estos aparatos uniéndolos por medio de ganchos de hierro y según las necesidades del momento. Los tornos de mano, los tambores y los contrapesos están generosamente distribuidos en los sótanos. Sirven para maniobrar los grandes decorados, para realizar los cambios a la vista, para provocar la desaparición súbita de los personajes de los magos. Es en los sótanos, han dicho los señores X, Y, Z, que han dedicado a la obra de Garnier [22] un estudio muy interesante, donde se transforma a los cacoquimios [23] en hermosos caballeros, a las horribles brujas en hadas radiantes de juventud. Tan pronto sale Satán de los sótanos como se sumerge en ellos. Las luces del infierno escapan de allí y el coro de los demonios los ocupan.

… Y los fantasmas se pasean como por su casa…

Raoul seguía al Persa, obedeciendo al pie de la letra sus recomendaciones sin intentar entender los gestos que le ordenaba…, diciéndose que no le quedaba más esperanza que él.

¿Qué hubiera hecho sin su compañero en aquel espantoso dédalo?

¿Acaso no se habría visto detenido continuamente por la maraña de vigas y cuerdas? ¿No se vería atrapado en aquella gigantesca tela de araña?

Y, de haber podido pasar a través de aquella red de alambres y de contrapesos que sin cesar aparecían ante él, corría el riesgo de caer en uno de los agujeros que se abrían por momentos bajo sus pies y cuyo fondo de tinieblas no podía alcanzar su mirada.

Bajaban, seguían bajando…

Ahora se encontraban en el tercer sótano.

Seguían guiándose en la oscuridad, gracias a alguna lamparilla lejana…

Cuanto más bajaban, más precauciones parecía tomar el Persa… No cesaba de volverse hacia Raoul y de recomendarle que siguiera sus instrucciones señalándole el nodo de poner la mano, desarmada ahora, pero siempre dispuesta a disparar como si empuñara una pistola.

De repente una voz atronadora les dejó clavados. Alguien gritaba encima de ellos:

—¡Al escenario todos los «cerradores de puertas»! El comisario de policía les reclama.

… Se oyeron pasos y unas sombras se deslizaron en la sombra. El Persa había llevado a Raoul detrás de un bastidor… Vieron pasar muy cerca y por encima de sus cabezas a viejos encorvados por los años y el peso de los decorados de la ópera. Algunos casi no podían sostenerse de pie…, otros, por costumbre, con la espalda doblada y las manos tendidas hacia delante, buscaban puertas que cerrar.

Así eran los cerradores de puertas…, antiguos tramoyistas agotados, de los que unos directores caritativos se habían apiadado. Les había hecho encargados de las puertas en los sótanos y en los tejados. Iban y venían sin cesar, de arriba a abajo del escenario, para cerrar las puertas, y se les llamaba también por aquella época, ya que me parece que ahora están todos muertos, «los cazadores de corrientes de aire».

Las corrientes de aire, vengan de donde vengan, son muy malas para la voz [24] .

El Persa y Raoul se felicitaron de aquel incidente que les libraba de testigos molestos, ya que alguno de los cerradores de puertas, al no tener nada que hacer ni incluso tampoco un domicilio, se quedaba por pereza o por necesidad en la ópera y pasaba la noche en ella. Podían tropezar con ellos, despertarlos y tener que dar explicaciones. El interrogatorio del señor Mifroid salvaba a nuestros dos compañeros de aquellos encuentros desafortunados.

Pero no pudieron disfrutar por mucho tiempo de la soledad… Otras sombras bajaban ahora por el mismo camino por el que los «cerradores de puertas» habían subido. Cada una de estas sombras llevaba una pequeña linterna… que agitaban moviéndola arriba y abajo, examinándolo todo a su alrededor y con todo el aspecto de buscar algo o a alguien.

—¡Vaya! —murmuró el Persa…

—No sé qué estarán buscando, pero podrían encontrarnos… ¡huyamos!… ¡de prisa!… ¡La mano en guardia, señor, siempre dispuesta para disparar! Pliegue más el brazo, así… la plano a la altura del ojo, como si se batiera en duelo y esperara la orden de «fuego». Meta su pistola en el bolsillo. ¡Deprisa, bajemos! (arrastraba a Raoul hacia el cuarto sótano…). A la altura del ojo, es cuestión de vida o muerte… ¡Por aquí, por esta escalera! (llegaban al quinto sótano). ¡Ah, qué duelo, señor, qué duelo!

El Persa suspiró aliviado al llegar al quinto sótano… Parecía disfrutar de algo más de seguridad de la que había mostrado antes, cuando se habían detenido ambos en el tercer sótano, sin embargo no abandonaba la posición de la mano…

Raoul tuvo tiempo de extrañarse, una vez más, por lo demás sin hacer ninguna nueva observación. Ninguna, ya que en verdad no era el momento de extrañarse de aquella extraordinaria concepción de la defensa personal que consistía en guardar la pistola en el bolsillo mientras que la mano seguía dispuesta a servirse de ella, como si la pistola estuviera aún en la mano, a la altura del ojo, posición de espera de la orden de «fuego» en los duelos de aquella época.

Con respecto a esto, Raoul creía recordar perfectamente que le había dicho: «Son pistolas de las que estoy seguro».

De lo que le parecía lógico deducir lo siguiente: «¿Qué le importaba estar seguro de unas pistolas a las que no va a utilizar?».

Pero el Persa le detuvo en sus vagos intentos reflexivos. Haciéndole señal de detenerse, volvió a subir unos peldaños de la escalera que acababan de dejar. Después volvió rápidamente al lado de Raoul.

—¡Qué tontos somos! —le susurró—. Pronto nos veremos libres de esas sombras de las linternas… Son los bomberos que hacen su ronda [25] .

Los dos hombres permanecieron entonces a la defensiva durante cinco largos minutos por lo menos; después, el Persa arrastró a Raoul hacia la escalera que acababan de bajar; pero, de repente, con un gesto volvió a ordenarle inmovilidad.

Ante ellos, la oscuridad se movía.

—¡Cuerpo a tierra! —exclamó el Persa con un susurró. Los dos hombres se tiraron al suelo.

Justo a tiempo.

… Una sombra que, esta vez, no llevaba ninguna linterna…, tan sólo una sombra en la sombra pasaba.

Pasó tan cerca de ellos que podía tocarlos.

Sintieron sobre sus rostros el soplo cálido de su capa…

Ya que pudieron distinguirle lo suficiente como para ver que la sombra llevaba una capa que la envolvía de la cabeza a los pies. En la cabeza, un sombrero blando de fieltro.

… Se alejó, rozando las paredes con el pie y dando a veces, en las esquinas, patadas a las paredes.

—¡Uff!… —exclamó el Persa—, de buena nos hemos librado… Esa sombra me conoce y ya me ha llevado dos veces al despacho del director.

—¿Será alguien de la policía del teatro? —preguntó Raoul.

—¡Alguien mucho peor! —contestó sin dar más explicaciones el Persa [26] .

—¿No será él?

—¿Él?… Si no llega por detrás, veremos antes sus ojos de oro… Esa es nuestra pequeña fuerza en la oscuridad. Pero puede llegar por detrás, con pasos de lobo… y somos hombres muertos si no llevamos siempre las manos como si fueran a disparar, a la altura del ojo, hacia adelante.

El Persa no había terminado aún de formular sus consejos, cuando una figura fantástica apareció ante los dos hombres.

… Un cuerpo entero… una cara; no solamente dos ojos de oro.

… Sino un rostro luminoso… una figura en llamas…

Sí, una figura en llamas que avanzaba a la altura de un hombre. ¡Pero sin cuerpo!

Aquella figura desprendía fuego.

En la oscuridad parecía una llama con forma de cuerpo humano.

—¡Vaya! —exclamó el Persa entre dientes—, ¡es la primera vez que la veo!… El teniente de bomberos no estaba loco, él también la había visto… ¿Qué serán esas llamas? No es él, pero bien puede ser él quien nos la envía… ¡Cuidado!… ¡Cuidado!… Ponga la mano a la altura del ojo, ¡por lo que más quiera!… a la altura del ojo.

La figura de fuego, que tenía un aspecto infernal de demonio en llamas, seguía avanzando a la altura de un hombre, sin cuerpo, delante de los dos hombres aterrorizados…

—Quizá él nos envíe a esta cosa por delante para mejor sorprendernos por detrás…, o por los lados… ¡Nunca se sabe con él!… Conozco muchos de sus trucos…, ¡pero éste…, éste no lo conocía aún!… ¡Huyamos!…, por prudencia… sólo… ¡por prudencia!… la mano a la altura del ojo.

Y huyeron los dos juntos a lo largo del corredor subterráneo que se habría ante ellos.

Tras unos segundos de carrera, que parecieron larguísimos minutos, se detuvieron.

—Es curioso —dijo el Persa—, rara vez viene él por aquí. ¡Este lado no le interesa!… ¡No conduce ni al Lago ni a la mansión del Lago!… Pero quizá sepa que estamos sobre sus pasos,… a pesar de que yo le haya prometido dejarlo tranquilo y no volver a meterme en sus asuntos.

Al decir esto, volvió la cabeza, y Raoul también.

Vieron de pronto la cabeza de fuego detrás de las suyas. Los había seguido… Debía haber corrido también, y quizás aún más aprisa que ellos, porque les pareció que se había acercado.

Empezaron a distinguir a la vez un ruido cuyo origen les resultaba imposible adivinar. Sólo cayeron en la cuenta de que este ruido parecía desplazarse y acercarse junto con la llama-figura-de-hombre. Eran chirridos o más bien crujidos, como si miles de uñas rascaran una pizarra, produciendo un ruido absolutamente insoportable similar al que a veces se produce por culpa de una piedrecita engastada en una barra de tiza que chirría en la pizarra.

Siguieron retrocediendo, pero la figura-llama avanzaba, seguía avanzando ganándoles terreno. Ahora ya se distinguían muy bien sus rasgos. Los ojos eran completamente redondos y fijos, la nariz un poco torcida y la boca grande, con un labio inferior que colgaba en forma de semicírculo; recordaban los ojos, la nariz y el labio de la luna cuando la luna está totalmente roja, color sangre.

¿Cómo podía deslizarse aquella luna roja en las tinieblas, a la altura de un hombre, sin ningún apoyo, sin cuerpo para sostenerla, al menos aparentemente? ¿Cómo caminaba tan de prisa, en línea recta, con los ojos fijos, tan fijos? ¿De dónde venía todo ese crujir, chirriar, golpear que arrastraba tras de sí?

Por fin, el Persa y Raoul no pudieron retroceder más y se aplastaron contra la pared, sin saber qué iba a pasarles, quedando a merced de aquella figura incomprensible de fuego y, sobre todo ahora, del ruido más intenso, más vivo, muy «numeroso», ya que sin duda aquel ruido era producido por cientos de pequeños ruidos que se agitaban en las tinieblas, bajo la cabeza-llama.

La cabeza-llama, sigue avanzando… ¡Ya está aquí!… Con su ruido… ¡Ya está junto a ellos!…

Los dos compañeros, pegados a la pared, sienten que los cabellos se les erizan de horror, porque ahora ya saben de dónde proceden los miles de ruidos. Avanzan en tropel, rodando por las sombras en innumerables olas pequeñas y apretadas, más rápidas que las que trotan en la arena con la marca alta, pequeñas olas nocturnas que corretean bajo la luna, bajo la luna-cabeza-de-llama.

Las pequeñas olas se deslizan entre sus piernas, suben por ellas, irresistiblemente. Entonces, Raoul y el Persa no pueden retener sus gritos de horror, espanto y dolor.

Tampoco pueden continuar manteniendo las manos a la altura del ojo, postura de duelo en aquella época, antes de la orden de «fuego». Sus manos bajan a las piernas para alejar las pequeñas olas luminosas que arrastran cositas agudas, olas llenas de patas, uñas, garras y dientes.

Sí, sí, Raoul y el Persa están a punto de desmayarse como el teniente de bomberos Papin. Pero la cabeza-fuego se ha vuelto hacia ellos al oír sus aullidos. Y les habla:

—¡No os mováis! ¡No os mováis!… Sobre todo, ¡no me sigáis!… ¡Soy el matador de ratas!… ¡Dejadme pasar con mis ratas!…

Bruscamente desaparece la cabeza-fuego y se esfuma en las tinieblas mientras, ante ella, el corredor se ilumina a lo lejos, gracias al movimiento que el matador de ratas ha hecho con su linterna sorda. Antes, para no espantar las ratas, había vuelto la linterna hacia él, iluminando su propia cabeza; ahora, para apresurar su huida, alumbra el espacio negro ante él… Y entonces da un brinco, arrastrando consigo las olas de ratas, trepadoras, crujientes, los miles de ruidos…

El Persa y Raoul, liberados, respiran, si bien aún temblorosos.

—Debería haber recordado que Erik me habló del matador de ratas —dijo el Persa—. Pero no me había dicho que tenía este aspecto… Es extraño que no lo haya encontrado jamás [27] .

»¡Creía que se trataba de una de las jugadas del monstruo!… —suspiró—. Pero no, nunca viene a estos parajes».

—¿Estamos muy lejos del lago? —preguntó Raoul—. ¿Cuándo llegaremos?… ¡Vamos al lago! ¡Vamos al lago!… Cuando lleguemos al lago llamaremos, golpearemos las paredes, gritaremos…

¡Christine nos oirá!… ¡Y también él nos oirá!… Y si usted le conoce, le hablaremos.

—¡No sea infantil! —exclamó el Persa—. Nunca entraremos en la mansión del Lago por el lago.

—¿Por qué no?

—Porque allí es donde ha acumulado toda su defensa… Ni siquiera yo he podido llegar a la otra orilla,… a la orilla de la casa… Primero hay que atravesar el lago…, ¡y le aseguro que está bien protegido!… Me temo que más de uno de estos antiguos tramoyistas, viejos cerradores de puertas que han desaparecido misteriosamente, intentaron simplemente atravesar el lago… Es terrible… Yo también estuve a punto de quedarme allí… ¡Si el monstruo no me hubiera reconocido a tiempo!… Un consejo, amigo. No se acerque jamás al lago… Y, sobre todo, tápese los oídos si oye cantar a la Voz bajo el agua, la voz de la Sirena.

—Pero entonces —replicó Raoul en un transporte de fiebre, de impaciencia y de rabia—, ¿qué hacemos aquí?… Si no puede hacer nada por Christine, déjeme al menos morir buscándola.

El Persa intentó calmar al joven.

—Sólo disponemos de un medio para salvar a Christine Daaé, créame, y es penetrando en esa mansión sin que el monstruo se dé cuenta.

—¿Y cree que podremos hacerlo?

—¡Si no tuviera esa esperanza no habría venido en su busca! —¿Por dónde entraremos en la mansión del Lago sin pasar por el lago?

—Por el tercer sótano, del que tan inoportunamente hemos sido expulsados, señor, y al cual volveremos ahora mismo… Le diré, señor —exclamó el Persa con la voz súbitamente alterada—, le diré el lugar exacto… Se encuentra entre unos bastidores y un decorado abandonado de El rey de Lahore, exactamente en el lugar en que encontró la muerte Joseph Buquet…

—¡Ah! ¿aquel jefe de los tramoyistas al que se encontró ahorcado?

—Sí, señor —añadió en tono singular el Persa—, y cuya cuerda no pudo ser hallada… ¡Vamos! ¡Ánimo!… en marcha…, y vuelva a poner la mano en guardia, señor… Pero, ¿dónde estamos?

El Persa se vio obligado a encender de nuevo la linterna. Dirigió el haz luminoso hacia dos amplios corredores que se cruzaban en ángulo recto y cuyas bóvedas se perdían en el infinito.

—Debemos estar —dijo— en la parte reservada al servicio de aguas… No veo ningún fuego proveniente de las calderas.

Precedió a Raoul, buscando el camino, deteniéndose bruscamente al paso de algún hidráulico. Después, tuvieron que ocultarse ante el resplandor de una especie de fragua subterránea que acababan de apagar y ante la cual Raoul reconoció a los demonios entrevistos por Christine en su primer viaje el día de su primer rapto.

Volvían poco a poco al prodigioso sótano que se hallaba debajo del escenario.

Debían encontrarse entonces en el fondo de la cuba, a una gran profundidad, si pensamos que habían excavado la tierra quince metros por debajo de las capas de agua que había en toda aquella parte de la capital, y que hubo que drenar toda el agua… Se sacó tanta agua que, para hacerse una idea de la cantidad expulsada por las bombas, habría que imaginar una superficie como el patio del Louvre con una altura de una vez y media la de las torres de Notre-Dame. De todos modos, tuvieron que conservar un lago.

En aquel momento el Persa tocó una pared y dijo:

—Si no me equivoco, éste podría ser uno de los muros de la mansión del Lago.

Golpeó entonces contra una pared de la cuba. Quizá no sea del todo inútil informar al lector de cómo habían construido el fondo y las paredes de la cuba.

Con el fin de evitar que las aguas que rodean la construcción quedasen en contacto inmediato con las paredes que aguantaban todo el armazón de la maquinaria teatral, cuyo conjunto de estructuras, de carpintería, cerrajería y pinturas debe quedar aislado de la humedad, el arquitecto se vio obligado a construir en todas partes una doble envoltura.

El trabajo para construir esta doble envoltura llevó un año entero. El Persa golpeaba la pared de la primera envoltura mientras hablaba a Raoul de la mansión del Lago. Para alguien que conociera la arquitectura del monumento, el gesto del Persa parecía indicar que la misteriosa casa de Erik había sido construida en la doble envoltura formada por un grueso muro hecho en estacada, una enorme capa de cemento y otro muro de varios metros de espesor.

Detrás del Persa, Raoul se había aplastado contra pared y había escuchado con avidez.

… Pero no oyó nada,… nada más que pasos lejanos que sonaban en el suelo, en la parte alta del teatro.

El Persa había vuelto a apagar su linterna.

—¡Cuidado! —dijo—. ¡Cuidado con la mano! Y ahora mucho silencio, porque intentaremos entrar en su casa. Y lo arrastró hasta la escalerilla que habían bajado antes… Volvieron a subirla, deteniéndose en cada escalón, espiando las sombras y el silencio…

Pronto se encontraron en el tercer sótano…

Entonces el Persa hizo una señal a Raoul de ponerse de rodillas y así, arrastrándose de rodillas y sobre una mano —la otra mano seguía en la posición indicada— llegaron hasta la pared del fondo. Apoyada en aquella pared había un gran lienzo abandonado del decorado de El rey de Lahore.

Y justo al lado de aquel decorado, un portante…

Entre el decorado y el portante no había más espacio que para un cuerpo.

… Un cuerpo como el que un día se había encontrado colgado… el cuerpo de Joseph Buquet.

Siempre de rodillas, el Persa se había detenido. Escuchaba. Por un momento pareció dudar y miró a Raoul; después, sus ojos se clavaron arriba, en el segundo sótano, que les enviaba el débil resplandor de una linterna filtrándose entre dos tablas. Evidentemente aquel resplandor molestaba al Persa. Por fin, agachó la cabeza y se decidió.

Se deslizó entre el portante y el decorado de El rey de Lahore. Raoul le siguió de cerca.

La mano libre del Persa tanteaba la pared. Raoul la vio un instante apoyarse con fuerza, como lo había hecho en la pared del camerino de Christine…

Y una piedra basculó…

Ahora, había un agujero en la pared…

Esta vez el Persa sacó la pistola del bolsillo e indicó a Raoul que hiciera lo mismo. Montó la pistola.

Con decisión, y siempre de rodillas, se introdujo en el agujero que la piedra, al bascular, había dejado en la pared.

Raoul, que habría querido pasar el primero, tuvo que contentarse con seguirlo.

El agujero era muy estrecho. El Persa se detuvo casi en seguida. Raoul le oía tantear la piedra a su alrededor. Después, volvió a sacar su linterna y se inclinó hacia adelante. Examinó algo debajo suyo e inmediatamente apagó la linterna. Raoul oyó que le decía en un suspiro.

—Tendremos que dejamos caer algunos metros, sin hacer ruido; sáquese los botines.

Por su parte, el Persa procedía ya a esta operación. Pasó sus zapatos a Raoul.

—Déjelos junto a la pared —dijo—. Los recogeremos al salir [28] .

El Persa avanzó un poco. Después, se volvió del todo, siempre de rodillas, y se encontró así frente a Raoul. Le dijo:

—Voy a colgarme con las manos del extremo de la piedra y a dejarme caer en su casa. Después usted hará exactamente lo mismo. No tema: lo recibiré en mis brazos.

El Persa hizo lo que había dicho, y Raoul oyó en seguida un ruido sordo que evidentemente había sido producido por la caída del Persa. El joven se estremeció, temiendo que aquel ruido revelase su presencia.

Sin embargo, más que aquel ruido, era la ausencia de ruidos lo que a Raoul le llenaba de angustia. ¿Por qué, si según el Persa acababan de entrar en la mansión del Lago, no oían a Christine?… ¡Ni un solo grito!… ¡Ni una llamada!… ¡Ni un gemido!… ¡Grandes dioses! ¿Habrían llegado demasiado tarde?…

Arañando con las rodillas la pared, agarrándose a la piedra con sus dedos nerviosos, Raoul se dejó caer a su vez.

Inmediatamente sintió que le abrazaban.

—¡Soy yo —dijo el Persa—, silencio!

Y permanecieron inmóviles, escuchando…

Nunca a su alrededor la noche había sido más opaca… Nunca el silencio tan pesado ni tan terrible…

Raoul se hundía las uñas en los labios para no gritar: «¡Christine! ¡Soy yo!… ¡Contéstame si no estás muerta. Christine!».

Por fin, volvió a empezar el juego de la linterna. El Persa dirigió los rayos de luz por encima de sus cabezas, hacia la pared, buscando el agujero por el que habían venido sin encontrarlo…

—¡Oh! —exclamó—. ¡La piedra se ha vuelto a cerrar sobre sí misma!

Y el haz de luz de la linterna bajó a lo largo del muro hasta llegar al suelo.

El Persa se agachó y recogió una cosa, una especie de hilo que examinó unos segundos y que luego arrojó con horror.

—¡El lazo del Pendjab! [29] —murmuró.

—¿Qué es? —preguntó Raoul.

—Podría ser la soga del ahorcado que tanto han buscado —respondió el Persa, estremeciéndose.

De pronto, presa de una nueva ansiedad, paseó el pequeño disco rojo de su linterna por las paredes… Iluminó, extraño hecho, un tronco de árbol que parecía aún vivo con sus hojas y todo… Las ramas de aquel árbol subían a lo largo de la pared y se perdían en el techo.

Debido a la pequeñez del disco luminoso, al principio resultaba difícil darse cuenta de las cosas… Había un montón de ramas, y luego una hoja…, y otra más…, y al lado no se veía nada de nada,… solamente el haz de luz que parecía reflejarse a sí mismo… Raoul deslizó la mano sobre aquello, sobre aquel reflejo…

—¡Mire… —dijo—, la pared es un espejo!

—¡Sí, un espejo! —dijo el Persa con profunda emoción. Y añadió, pasándose la mano que sujetaba la pistola por la frente sudorosa:

—¡Hemos ido a caer en la cámara de los suplicios!

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