Epílogo

Esta es la verdadera historia del fantasma de la ópera. Como lo anuncié al principio de esta obra, no puede ahora dudarse de que Erik vivió realmente. Hay demasiadas pruebas de esta existencia hoy en día a disposición de todos, para que no puedan seguirse razonablemente los hechos y las gestas de Erik a través del drama de los Chagny.

No es preciso señalar aquí hasta qué punto este asunto apasionó a la capital. ¡Aquella artista raptada, el conde de Chagny muerto en condiciones tan excepcionales, su hermano desaparecido y el triple sueño de los encargados de la iluminación de la ópera!… ¡Qué dramas! ¡Qué pasiones! ¡Qué crímenes se habían desarrollado en torno al idilio de Raoul y de la dulce y encantadora Christine!… ¿Qué había sido de la sublime y misteriosa cantante de la que la tierra no debía volver a oír hablar jamás?… La imaginaron la víctima de la rivalidad entre los dos hermanos, y nadie imaginó lo que había pasado, nadie comprendió que, puesto que Raoul y Christine habían desaparecido juntos, los dos prometidos se habían retirado lejos del mundo para disfrutar de una felicidad que no hubieran querido hacer pública después de la extraña muerte sufrida por el conde Philippe… Un día habían tomado un tren en la estación del Norte del Mundo… También yo, quizás un día, tomaré el tren en esa estación e iré a buscar alrededor de tus lagos, ¡oh Noruega!, ¡oh silenciosa Escandinavia!, ¡las huellas puede que frescas aún de Raoul y de Christine, y también las de la señora Valérius, que desapareció igualmente por aquella misma época!… Puede que un día oiga con mis propios oídos al Eco solitario del Norte del Mundo repetir el canto de aquella que conoció al Ángel de la música.

Mucho después de que el caso, gracias a los servicios poco inteligentes del juez de instrucción, señor Faure, se dio por concluido, la prensa, de tanto en tanto, intentaba aún averiguar el misterio…, y continuaba preguntándose dónde estaba la mano monstruosa que había preparado y llevado a cabo tantas catástrofes inauditas. (Crimen y desaparición).

Una publicación de la ópera, que estaba al corriente de todos los chismorreos de entre bastidores, fue la única en escribir:

«Esto ha sido obra del fantasma de la ópera».

Y aún así lo hacía, naturalmente, de un modo irónico.

Sólo el Persa, al que no habían querido escuchar y que no volvió a intentar, después de la visita de Erik, una nueva tentativa de declaración a la justicia, poseía toda la verdad.

Y tenía las pruebas principales que le habían llegado junto las piadosas reliquias anunciadas por el fantasma…

A mí me correspondía completar esas pruebas con la ayuda del daroga. Día a día, le ponía al corriente de mis hallazgos y él los guiaba. Hacía años que no había vuelto a la ópera, pero conservaba del monumento un recuerdo muy preciso, y no existía mejor guía para de abrirme los rincones más ocultos. Era él también quien me indicaba las fuentes que debía investigar, los personajes a los que tenía que interrogar. Es él quien me impulsó a llamar a la puerta del señor Poligny, en el momento en que el pobre hombre estaba casi agonizante. No sabía que se encontrara tan mal y no olvidaré jamás el efecto que produjeron mis preguntas relativas al fantasma. Me miró como si viera al diablo y tan sólo me contestó con algunas frases entrecortadas, pero que atestiguaban (eso era lo esencial) hasta qué punto el F. de la Ó. había perturbado, en su tiempo, aquella vida ya demasiado agitada de por sí (el señor Poligny era lo que se ha convenido en llamar un vividor).

Cuando comuniqué al Persa el pobre resultado de mi visita a Poligny, el daroga sonrió vagamente y me dijo:

—Poligny nunca supo hasta qué punto ese grandísimo crápula de Erik (el Persa hablaba de Erik tanto como de un dios como de un vil canalla) le movió a su antojo. Poligny era supersticioso y Erik lo sabía. Erik sabía también muchas cosas de los asuntos públicos y privados de la ópera.

Cuando el señor Poligny oyó que una voz misteriosa le contaba, en el palco ñ 5, el empleo que hacía de su tiempo y de la confianza de su socio, ya no quiso saber nada del resto. Fulminado al principio por una voz celestial, se creyó condenado, y después, dado que aquella voz le pedía dinero, tuvo que comprender finalmente que estaba en manos de un maestro cantor del que el mismo Debienne fue víctima. Los dos, ya cansados de su dirección por varias razones, se marcharon sin intentar conocer más a fondo la personalidad de aquel extraño F. de la Ó. que les había hecho llegar un pliego de condiciones tan especial. Legaron todo el misterio a la dirección siguiente, lanzando un profundo suspiro de satisfacción, sintiéndose liberados de un asunto que tanto les había intrigado sin hacerlos reír a ninguno de los dos.

De este modo se expresó el Persa acerca de los señores Debienne y Poligny. Le hablé de sus sucesores y me sorprendió de que en Memorias de un Director, del señor Moncharmin, se hablara de forma tan extensa de los hechos y gestos del F. de la Ó., en la primera parte y no se dijera nada, o prácticamente nada en la segunda. Con respecto a esto, el Persa, que conocía esas Memorias como si las hubiera escrito, me hizo observar que encontraría la explicación reflexionando sobre las pocas líneas que, en la segunda parte de estas memorias, Moncharmin se molestó en dedicar al fantasma. Estas son las líneas que nos interesan, pues relata cómo terminó la famosa historia de los veinte mil francos:

«Con respecto al F. de la Ó. (es Moncharmin quien habla), de que he contado aquí mismo, al principio de mis Memorias, algunas de sus curiosas fantasías, no quiero añadir más que una cosa, y es que compensó, mediante una buena acción, todas las molestias que había ocasionado a mi querido colaborador y, debo confesarlo, a mí mismo. Sin duda juzgó que hay límites para toda broma, en especial cuando cuesta tan caro y hay un comisario de policía “tras sus pasos”. En el mismo momento en que habíamos dado cita en nuestro despacho al señor Mifroid para contarle toda la historia, algunos días después de la desaparición de Christine Daaé, encontramos encima de la mesa de Richard, en un hermoso sobre en el que se leía escrito, en tinta roja: De parte del F. de la Ó., las sumas considerables que había conseguido sacar, como si de un juego se tratara, de la caja de la dirección. Richard sostuvo en seguida la opinión de que debíamos dejar las cosas así y no seguir con el asunto. Suscribí la opinión de Richard. Todo pues ha terminado bien. ¿No es cierto, querido F. de la Ó.?».

Evidentemente, Moncharmin, y más aún después de esta restitución, seguía creyendo que por un momento había sido el juguete de la imaginación burlesca de Richard, al igual que por su parte Richard no dejó de creer que Moncharmin se había divertido inventando todo el asunto del F. de la Ó., para vengarse de algunas bromas.

Este era el momento de pedir al Persa que me explicara mediante qué artificio el fantasma hacía desaparecer veinte mil francos en el bolsillo de Richard, a pesar del imperdible. Me contestó que no había profundizado en aquel detalle, pero que si yo mismo quería «trabajar» en el lugar de los hechos, debía encontrar la clave del enigma en el mismo despacho de los directores, recordándome que a Erik no se le había llamado porque sí el maestro en trampillas. Prometí al Persa que me entregaría, cuando dispusiera de tiempo, a útiles investigaciones acerca de este particular. Diré inmediatamente al lector que los resultados de estas investigaciones fueron perfectamente satisfactorios. No creía, en verdad, descubrir tantas pruebas innegables de la autenticidad de los fenómenos atribuidos al fantasma.

Es interesante saber que los papeles del Persa, los de Christine Daaé, las declaraciones que me fueron hechas por antiguos colaboradores de los señores Richard y Moncharmin, por la pequeña Meg (la espléndida señora Giry, por desgracia había fallecido) y por la Sorelli, que ahora se encuentra retirada en Louveciennes, es interesante, pues, saber que todo esto, que constituye las pruebas documentales de la existencia del fantasma, pruebas que depositaré en los archivos de la ópera, está controlado por varios descubrimientos importantes de los que puedo sentir, con justicia, cierto orgullo.

Si bien no he podido encontrar la mansión del Lago, dado que Erik condenó definitivamente todas sus entradas secretas (y, con todo, estoy seguro de que sería fácil penetrar si se procediera al desecamiento del lago, como ya he pedido varias veces a la administración de Bellas Artes) [38] , encontré, eso sí, el corredor secreto de los comuneros, cuya pared de tablas está en ruinas en algunos puntos. He dado también con la trampilla por la que el Persa y Raoul bajaron a los sótanos del teatro. He descifrado, en el calabozo de los comuneros, muchas iniciales trazadas en las paredes por los desgraciados que estuvieron encerrados allí, y, entre esas iniciales, una R y una C. ¿R C? ¿Esto no es significativo? Raoul de Chagny. Aún hoy las letras son muy visibles. Evidentemente, no me detuve allí. En el primer y tercer sótanos hice funcionar dos trampillas de sistema giratorio, absolutamente desconocidas de los tramoyistas, que no usan más que trampillas de deslizamiento horizontal.

Por último, puedo decir, con pleno conocimiento del caso, al lector: «Visite un día la ópera, pida permiso para pasear en paz, sin estúpidos cicerones, entre en el palco nº 5 y golpee contra la enorme columna que separa a este palco de la platea. Golpee con su bastón o con el puño, y escuche… a la altura de su cabeza: ¡la columna suena a hueco! Después de esto, no se extrañe de que la columna pueda estar habitada por la voz del fantasma. Hay, en esa columna, espacio para dos hombres. Si se extrañan de que después de los fenómenos del palco nº 5 nadie pensara en aquella columna, no olviden que ofrece un aspecto de mármol macizo, y que la voz que estaba encerrada parecía venir más bien del lado opuesto (ya que la voz del fantasma ventrílocuo venía de donde quería). La columna fue labrada, esculpida, vaciada y vuelta a vaciar por el cincel del artista. No desespero de descubrir un día el trozo de escultura que debía bajarse y levantarse a voluntad, para dejar un libre y misterioso pasaje a la correspondencia del fantasma con la señora Giry, y a sus propinas. En realidad, todo esto, que vi, sentí, y palpé, no es nada comparado a lo que un ser grande y extraordinario como Erik debió crear en el misterio de un monumento como el de la ópera, pero cambiaría todos estos descubrimientos por el que pude realizar, ante el mismo administrador, en el despacho del director, a pocos centímetros del sillón: una trampilla, de la longitud de una baldosa, de la longitud de un antebrazo, no más… Una trampilla que se abate como la tapadera de un cofre, una trampilla por la que veo aparecer a una mano, que trabaja con destreza en el faldón de un frac… ¡Por allí desaparecieron los cuarenta mil francos!… También por allí, y gracias a algún truco, habían vuelto…».

Cuando le hablé de eso, con emoción bien comprensible, al Persa, le dije:

—Entonces, Erik se limitaba a divertirse —ya que los cuarenta mil francos fueron devueltos— haciendo bromitas con su pliego de condiciones…

Él me contestó:

—¡No lo crea usted!… Erik tenía necesidad de dinero. Creyéndose fuera de la humanidad, no se veía coaccionado por escrúpulos y se servía de sus extraordinarias dotes de destreza e imaginación, que había recibido de la naturaleza en compensación de su horrible fealdad, para explotar a los humanos y algunas veces de la forma más artística del mundo, ya que el truco valía a menudo su peso en oro. Si devolvió los cuarenta mil francos, por su propia voluntad, a los señores Richard y Moncharmin, es porque en el momento de la restitución no los necesitaba. Había renunciado a su boda con Christine Daaé. Había renunciado a todas las cosas existentes en la superficie de la tierra.

Según el Persa, Erik era originario de una pequeña ciudad de los alrededores de Ruán. Era el hijo de un maestro de obras. Había huido muy pronto del domicilio paterno, donde su fealdad era motivo de horror y de espanto para sus padres. Por algún tiempo, se había exhibido en las ferias, donde su empresario le presentaba como el «muerto viviente». Debe haber atravesado Europa entera, de feria en feria, y completado su extraña educación de artista y de mago en la misma fuente del arte de la magia, entre los zíngaros. Toda una época de la existencia de Erik permanecía bastante oscura. Volvemos a encontrarlo en la feria de Nizhny Novgorod, donde actuaba en toda su espantosa gloria. Cantaba ya como nadie en el mundo ha cantado jamás. Hacía el ventrílocuo y se entregaba a números extraordinarios, de los que las caravanas, a su regreso a Asia, hablaban aún durante todo el camino. De este modo su reputación atravesó los muros del palacio de Mazenderan, donde la pequeña sultana, favorita del sha-in-sha [39] , se aburría. Un mercader de pieles, que iba a Samarkanda y que volvía de Nizhny Novgorod, explicó los milagros que había visto bajo la tienda de Erik. El mercader fue llamado al palacio y el daroga de Mazenderan tuvo que interrogarlo. Después, el daroga fue encargado de buscar a Erik. Lo condujo a Persia, donde durante unos meses, como se dice en Europa, hizo y deshizo. Cometió pues una cantidad de horrores, ya que parecía no conocer el bien ni el mal, y cooperó en algunos hermosos asesinatos políticos con la misma tranquilidad con la que combatió mediante invenciones diabólicas, con el emir de Afganistán, que estaba en guerra con el Imperio. El sha-in-sha le cobró afecto. Fue cuando aparecieron las horas rosas de Mazenderan, de las que el relato del daroga nos ha dado una idea. Como Erik tenía de arquitectura ideas absolutamente personales y concebía un palacio al igual que un prestidigitador concibe una caja de sorpresas, el sha-in-sha le encargó un edificio de este tipo, que él proyectó y realizó y que era, al parecer, tan ingenioso que su majestad podía pasearse por todas partes sin que le vieran y desaparecer sin que nadie pudiera decir por qué artificio. Cuando el sha-in-sha se vio dueño de semejante joya, ordenó, como ya lo había hecho cierto zar con el genial arquitecto de una iglesia de la plaza Roja, en Moscú, que le sacaran los ojos a Erik. Pero luego pensó que, incluso ciego, Erik podía construir para otro soberano una mansión tan bella y misteriosa como la suya, y que, a fin de cuentas, mientras viviera Erik alguien conocería siempre el secreto del maravilloso palacio. Decidió, pues, dar muerte a Erik, así como a todos los obreros que habían trabajado a sus órdenes. El daroga de Mazenderan fue encargado de la ejecución de esa orden abominable. Erik le había prestado algunos servicios y lo había hecho reír mucho en varias ocasiones. Así que el daroga lo salvó, facilitándole la huida. Pero estuvo a punto de pagar con su cabeza aquella debilidad generosa. Afortunadamente para el daroga, fue encontrado en la orilla del mar Caspio un cadáver medio comido por las aves marinas que se hizo pasar por el de Erik, ayudado por unos amigos suyos que vistieron el cadáver con ropa que había pertenecido al propio Erik. El daroga se vio castigado tan sólo con la pérdida de su cargo, de sus bienes y con la condena al exilio. Sin embargo, como el daroga era de sangre real el Tesoro persa siguió pasándole una pequeña renta de algunos centenares de francos al mes. Fue cuando vino a refugiarse a París.

En cuanto a Erik, había pasado a Asia Menor hacia Constantinopla, donde había entrado al servicio del sultán. Comprenderéis qué tipo de servicios prestó a un soberano que vivía acosado por constantes terrores, sabiendo que Erik fue quien construyó todas las famosas trampillas y cámaras secretas y cajas fuertes misteriosas que se encontraron en Yildiz-Kiosk, tras la última revolución turca. También fue él [40] quien tuvo la idea de fabricar unos autómatas idénticos al príncipe y tan parecidos que lo hacían dudar hasta al propio príncipe, autómatas que hacían creer a los creyentes que su jefe se encontraba en un sitio, despierto, cuando en realidad descansaba en otro sitio.

Naturalmente, tuvo que dejar el servicio del sultán por los mismos motivos que había tenido que huir de Persia. Sabía demasiadas cosas. Entonces, muy cansado de su aventurera, extraordinaria y monstruosa vida, deseó ser como los demás. Y se hizo maestro de obras como otro cualquiera que construye casas para todo el mundo, con ladrillos normales y corrientes. Realizó ciertos trabajos de cimentación en la ópera. Cuando se vio en los sótanos de un teatro tan grande, su naturaleza artística, fantasiosa y mágica se impuso. Además, ¿no seguía siendo igual de feo? Soñó con hacerse una mansión desconocida para el resto del mundo y que le ocultaría para siempre de las miradas de los hombres.

Ya se sabe y se adivina lo demás. Transcurre a lo largo de esta increíble y, sin embargo, verídica aventura. ¡Pobre desventurado de Erik! ¿Hay que compadecerlo? ¿Hay que maldecirlo? No pedía ser más que alguien como los demás. ¡Pero era demasiado feo! Tuvo que ocultar su genio, o jugar con él, cuando, de tener un rostro normal, hubiera sido uno de los hombres más nobles de la raza humana. Tenía un corazón en el que habría cabido un imperio; pero tuvo que contenerse con una cueva. ¡En realidad, hay que compadecer al fantasma de la ópera!

He rezado, pese a sus crímenes, sobre sus restos, ¡y que Dios se haya apiadado de él! ¿Por qué hizo Dios un hombre tan feo?

Estoy seguro, muy seguro, de haber rezado sobre su cadáver cuando el otro día lo sacaron de la tierra, en el lugar exacto donde enterraban a las voces vivas; era su esqueleto. No fue por la fealdad de su cabeza por la que lo reconocí, ya que, cuando ha pasado tanto tiempo todos los muertos son feos, sino por el anillo de oro que llevaba y que Christine Daaé había venido sin duda a colocarle en el dedo antes de sepultarle, como le había prometido.

El esqueleto se encontraba muy cerca de la fuentecita, en el lugar en que por primera vez, cuando la arrastró a los sótanos del teatro, el Ángel de la Música había sostenido en sus brazos temblorosos a Christine Daaé desmayada.

¿Y ahora qué harán de ese esqueleto? ¿Lo arrojarán a la fosa común?… Yo afirmo: que el lugar del esqueleto del fantasma de la ópera está en los archivos de la Academia Nacional de Música; no es un esqueleto vulgar y corriente.

FIN

GASTÓN LEROUX. Gastón Louis Alfred Leroux (París, 6 de mayo de 1868 – Niza, 15 de abril de 1927), escritor francés de principios del siglo XX, que ganó gran fama en su tiempo gracias a sus novelas de aventuras y policiacas tales como El fantasma de la ópera (Le Fantôme de l’opéra, 1910), El misterio del cuarto amarillo (Mystère de la chambre jaune, 1907) y su secuela El perfume de la dama de negro (Le parfum de la Dame en noir, 1908). Trabajó en los periódicos L’Écho de Paris y Le Matin. Viajó como reportero por Suecia, Finlandia, Inglaterra, Egipto, Corea, Marruecos. En Rusia cubrió las primeras etapas de la revolución bolchevique. Aparte de su trabajo como periodista, tuvo tiempo para escribir más de cuarenta novelas que fueron publicadas como cuentos por entregas en periódicos de París.

Gastón Leroux fue a la escuela en Normandía, estudió derecho en París y se graduó en 1889. En 1890 él comenzó a trabajar en el diario L’Écho, de París, como crítico de teatro y reportero. Se volvió famoso por un reportaje que hizo, en el cual se hizo pasar por un antropólogo que estudiaba las cárceles de París para poder entrar a la celda de un convicto que, según Gastón, había sido condenado injustamente. Luego, pasó a trabajar para Le Matin, como reportero.

Su hija fue la actriz Madeleine Aile. Leroux murió a sus 57 años, a causa de una complicación después de una cirugía, la cual hizo que se infectara su tracto urinario, y sus restos descansan en el Château du cimetière, en Niza, Francia.

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