Capítulo XVII Sorprendentes revelaciones de la señora Giry relativas a sus relaciones personales con el fantasma de la ópera

Antes de seguir al comisario Mifroid en su visita a los directores, el lector me permitirá informarle de ciertos hechos extraordinarios que acababan de ocurrir en el despacho donde el secretario Rémy y el administrador Mercier habían intentado penetrar en vano, y donde los señores Richard y Moncharmin se habían encerrado tan herméticamente, con un propósito que el lector ignora todavía, pero que tengo el deber histórico —quiero decir mi deber de historiador— de no ocultar por más tiempo.

He tenido ocasión de decir hasta qué punto el carácter de los directores se habían vuelto desagradable desde hacía algún tiempo, y he dicho que esta transformación no se debía sólo a la caída de la lámpara en las condiciones que ya sabemos.

Hagamos saber al lector —pese al deseo de los directores de que este hecho permaneciera oculto para siempre— que el fantasma había conseguido cobrar tranquilamente sus primeros veinte mil francos. Por supuesto, ¡hubo ruegos y crujir de dientes! Sin embargo la cosa se había producido de la forma más sencilla del mundo.

Cierta mañana, los directores habían encontrado un sobre preparado encima de la mesa de su despacho. Este sobre llevaba escrito: Al señor F. de la Ó. (personal). Y venía acompañado de una pequeña nota del mismo F. de la Ó.: «Ha llegado el momento de llevar a cabo las cláusulas del pliego de condiciones. Introducirán veinte billetes de mil en este sobre, al que sellarán con su pro pio sello y entregarán a la señora Giry, que se encargará de hacer lo necesario».

Los señores directores no se lo hicieron repetir dos veces. Sin detenerse a pensar cómo aquellas diabólicas notas podían penetrar en un despacho al que siempre cerraban cuidadosamente con llave, encontraban la oportunidad de atrapar al misterioso maestro de canto. Tras explicarlo todo, bajo promesa del mayor secreto, a Gabriel y a Mercier, pusieron los veinte mil francos en el sobre y lo confiaron sin pedir explicaciones a la señora Giry, que había sido reintegrada a sus funciones. La acomodadora no mostró la menor sorpresa. No es preciso señalar hasta qué extremo se la vigiló. En resumen, se dirigió de inmediato al palco del fantasma y depositó el precioso sobre en la barra del pasamanos. Los dos directores, al igual que Gabriel y Mercier, estaban escondidos de manera que no lo perdieran ni un segundo de vista durante el transcurso de la representación, e incluso después, ya que, como el sobre no se había movido, los que lo vigilaban tampoco lo hicieron. El teatro se vació y la señora Giry se fue, mientras los señores directores, Gabriel y Mercier, seguían sin moverse. Por fin, se cansaron y abrieron el sobre tras comprobar que los sellos seguían intactos.

A primera vista, Richard y Moncharmin creyeron que los billetes seguían allí, pero a la segunda ojeada se dieron cuenta de que no eran los mismos. Los veinte billetes auténticos habían desaparecido y sido reemplazados por veinte billetes falsos. Primero, fue sólo rabia, pero después también terror.

—¡Es más impresionante que los trucos de Robert-Houdin! [19] —exclamó Gabriel.

—Sí —contestó Richard—, y cuesta más caro. Moncharmin quería que se corriera a avisar al comisario. Richard se opuso. Sin duda tenía su plan.

—¡No seamos ridículos! Todo París se reirá de nosotros. F de la O ha ganado la primera partida, nosotros ganaremos la segunda —pensaba, evidentemente, en la próxima mensualidad.

De todas formas, habían sido tan perfectamente burlados que no pudieron, durante las semanas superar cierto abatimiento. Y, hay que reconocerlo, era comprensible. Si no se llamó al comisario entonces fue, y no hay que olvidarlo, porque los directores albergaban en lo más profundo de su ser el pensamiento de que una odiosa broma montada por sus predecesores, que no convenía revelar antes de tener la «clave», podía ser la causa de la extraña aventura. Por otra parte, este pensamiento se mezclaba a veces en Moncharmin con la vaga sospecha de que el propio Richard podía ser capaz de este tipo de ocurrencias. Así pues, preparados a toda eventualidad, esperaron los acontecimientos, mientras vigilaban y hacían vigilar a mamá Giry, a la que Richard no quería que se le hablara de nada.

—Si es cómplice —decía—, hace ya tiempo que los billetes están lejos. Pero, para mí, se trata tan sólo de una imbécil.

—¡Hay muchos imbéciles metidos en este asunto! —había contestado, pensativo, Moncharmin.

—¿Acaso podía alguien sospechar? —gimió Richard—. Pero no tengas miedo… La próxima vez tomaré todas las precauciones…

Así llegó la próxima vez… Coincidió con el día de la desaparición de Christine Daaé.

Por la mañana, recibieron una nota del fantasma que les recordaba el vencimiento del plazo: «Hagan como la última vez —aconsejaba amablemente el F. de la Ó.—. Salió muy bien. Entreguen el sobre, en el que habrán colocado veinte mil francos, a la excelente señora Giry».

Y la nota venía acompañada del sobre habitual. No hacía falta más que llenarlo.

La operación debía cumplirse aquella misma noche, media hora antes del espectáculo. Penetramos, pues, en el despacho de los directores media hora antes de que el telón se levante ante aquella ya famosa representación de Fausto.

Richard muestra el sobre a Moncharmin, luego cuenta los veinte mi francos y los introduce en el sobre, pero sin cerrarlo.

—Y ahora que llamen a mamá Giry.

Van a buscar a la vieja, que entró haciendo una solemne reverencia. Seguía llevando su vestido de tafetán negro, color que tendía a óxido y a lila, y su sombrero de plumas color hollín: Parecía de buen humor. Dijo nada más entrar:

¡Buenos días, señores! ¿Se trata otra vez del sobre?

—Sí, señora Giry —dijo Richard con gran amabilidad—. Se trata del sobre… y también de otra cosa.

—A su disposición, señor director, a su disposición. Por favor, ¿cuál es esa otra cosa?

—Primero, señora Giry, tendría que hacerle una pequeña pregunta.

—Hágala, señor director. Mamá Giry está aquí para contestarle.

—¿Sigue estando en buenas relaciones con el fantasma?

—Inmejorables, señor director, inmejorables.

—Ah, nos complace saberlo… De hecho, señora Giry —pronunció Richard adoptando el tono de una importante confidencia—, entre nosotros, podemos decírselo… No es usted nada tonta.

—Pero señor director… —exclamó la acomodadora deteniendo el amable balanceo de las dos plumas negras de su sombrero color hollín—, le aseguro que nadie ha tenido dudas con respecto a eso.

—Estamos de acuerdo, y vamos a entendemos. La historia del fantasma es una buena broma, ¿verdad?… Pues bien, y que quede entre nosotros, ya ha* durado demasiado.

Mamá Giry miró a los directores como si le hubieran hablado en chino. Se acercó a la mesa de Richard y dijo, bastante inquieta:

—¿Qué quiere decir usted?… ¡No le entiendo!

—Usted me entiende muy bien. En todo caso, es preciso que nos entienda… Para empezar, va usted a decirnos cómo se llama.

—¿Quién?

—¡Su cómplice, señora Giry!

—¿Que soy cómplice del fantasma? ¿Yo?… ¿Cómplice de qué?

—Usted hace todo lo que él quiere.

—¡Oh!… No es demasiado molesto, ¿sabe usted?

—¡Y siempre le da propinas!

—No me quejo.

—¿Cuánto le da por llevarle este sobre?

—Diez francos.

—¡Caramba! No es mucho.

—¿Por qué?

—Le diré todo esto más tarde, señora Giry. En este momento querríamos saber por qué razón… extraordinaria…, se ha entregado en cuerpo y alma a este fantasma en lugar de a otro… ¡No serán diez francos los que conseguirán la amistad y la fidelidad de mamá Giry!

—¡Eso es cierto!… La razón puedo decírsela, señor director. No hay ningún deshonor en ello…, al contrario.

—No lo dudamos, señora Giry.

—Pues bien… Al fantasma no le gusta mucho que cuente sus historias.

—¡Ajá! —sonrió Richard.

—Pero ésta, ¡ésta sólo me concierne a mí!… —continuó la vieja—. Se lo cuento, fue en el palco nº 5. Una noche encontré una carta para mí, una especie de nota escrita en tinta roja… Esa nota, señor director, no necesito leérsela. Me la sé de memoria… Y no la olvidaré jamás…, aunque viva cien años…

La señora Giry, puesta en pie, recita la carta con sorprendente elocuencia:

—Señora: «1825, la señorita Ménétrier, corifeo, se convirtió en marquesa de Cussy. 1832, la señorita Marie Taglioni, bailarina, se convirtió en condesa Gilbert des Voisins. 1846, la Sota, bailarina, se casa con un hermano del rey de España. 1847, Lola Montes, bailarina, se casa morganáticamente con el rey Luis de Baviera y recibe el título de condesa de Landsfeld. 1848, la señorita María, bailarina, se convierte en baronesa de Hermeville. 1870, Thérése Hessler, bailarina, se casa con don Fernando, hermano del rey de Portugal…».

Richard y Moncharmin escuchan a la vieja que, a medida que avanza en la curiosa enumeración de esos gloriosos himeneos, se anima, se endereza, se vuelve audaz y, finalmente, inspirada como una sibila sobre su trípode, lanza con una tronante voz de orgullo la última frase de la carta profética:

—¡1885, Meg Giry, emperatriz!

Agotada por este esfuerzo supremo, la acomodadora se deja caer en la silla diciendo:

—Señores, todo esto estaba firmado: «El fantasma de la ópera». Ya había oído hablar del fantasma, pero no creía más que a medias. Desde el día en que anunció que la pequeña Meg, la carne de mi carne, el fruto de mis entrañas, sería emperatriz, creí en él por completo.

En verdad, en verdad no era preciso observar con detención la exaltada fisonomía de mamá Giry para comprender lo que se había podido obtener de aquella cabecita con aquellas dos palabras: «fantasma y emperatriz».

¿Pero quién manejaba los hilos de aquel extravagante maniquí?… ¿Quién?

—No lo ha visto alguna vez, habla con usted, y aun así, ¿cree en todo lo que le dice? —preguntó Moncharmin.

—Sí. En primer lugar, porque le debo el que mi pequeña Meg se haya convertido en corifeo. Le había dicho al fantasma:

»—Para que sea emperatriz en 1885, no debe perder el tiempo, debe convertirse de inmediato en corifeo.

»—Desde luego —me contestó.

»Y le bastó con decirle unas palabras al señor Poligny para que así fuese…».

¡Entonces, el señor Poligny lo ha visto!

—No más que yo, ¡pero lo ha oído! El fantasma le dijo una; palabra al oído, ya sabe usted, la noche en que salió tan pálido del palco nº 5.

Moncharmin deja escapar un suspiro.

—¡Qué historia! —gime.

¡Ah! —responde mamá Giry—. Siempre he creído que habían secretos entre el fantasma y el señor Poligny. Todo lo que el fantasma pedía al señor Poligny, éste se lo acordaba… Poligny no rehusaba nada al fantasma.

—Oyes bien, Richard. Poligny no rehusaba nada al fantasma.

—Sí, sí. Oigo perfectamente —declaró Richard—. El señor Poligny es amigo del fantasma y, como la señora Giry es amiga de Poligny, ¡estamos listos! —añadió en tono muy duro—. Pero Poligny no me preocupa… La única persona por cuya suerte me interesa, no lo disimulo, es la de la señora Giry… Señora Giry, ¿sabe usted lo que hay en este sobre?

—¡Por Dios, no! —dijo ésta.

—Pues bien, ¡mire usted!

La señora Giry desliza en el sobre una miraba turbada, pero que de nuevo recobra su brillo.

—¡Billetes de mil francos! —exclama.

—Sí, señora Giry. Billetes de mil… ¡Y lo sabía usted muy bien!

—¿Yo?, señor director, ¡le juro que…!

—No jure, señora Giry. Y ahora voy a decirle la otra cosa por la que le he hecho venir… Señora Giry, voy a hacer que la detengan.

Las dos plumas negras del sombrero color hollín, que tomaban habitualmente la forma de dos puntos de interrogación, se transformaron en puntos de exclamación. En cuanto al sombrero, osciló amenazante sobre su moño en desorden. La sorpresa, la indignación, la protesta y el espanto volvieron a reflejarse en el rostro de la madre de la pequeña Meg mediante una especie de pirueta extravagante causada por la virtud ofendida, que de un salto la condujo hasta la nariz del director, quien no pudo evitar retroceder hasta su sillón.

—¿Hacerme detener?

La boca que decía esto parecía a punto de escupir a la cara del señor Richard los tres dientes que le quedaban.

Richard se comportó como un héroe. No retrocedió. Con su índice amenazador ya señalaba a los magistrados ausentes a la acomodadora del palco nº 5.

—¡Señora Giry, voy a hacerla detener por ladrona!

—¡Repita eso!

Y la señora Giry abofeteó con todas sus fuerzas al señor Richard, antes de que Moncharmin tuviera tiempo de intervenir. ¡Vengativa respuesta! Pero no fue la mano de la encolerizada vieja la que se abatió sobre la mejilla del director, sino el mismo sobre causante de todo el escándalo, el sobre mágico que se entreabrió de repente para dejar escapar los billetes que volaron en un remolino fantástico de mariposas gigantes.

Los dos directores lanzaron un grito y un mismo pensamiento los hizo arrodillarse, recogerlos febrilmente y comprobar apresuradamente los preciosos papeles.

—¿Siguen siendo auténticos?, Moncharmin. —¿Siguen siendo auténticos?, Richard.

—¡Son auténticos!

Por encima de sus cabezas, los tres dientes de la señora Giry castañetean entre horribles insultos. Pero, lo único que se distingue con claridad es un leitmotiv:

—¿Yo, una ladrona?… ¿Una ladrona yo? Se ahoga.

—¡Estoy destrozada! —exclama:

Y, de repente, vuelve a saltar ante las narices de Richard.

—¡En todo caso —chilla—, usted, señor director, usted debe saber mejor que yo dónde han ido a parar esos veinte mil francos!

—¿Yo? —pregunta Richard estupefacto—. ¿Y cómo podría saberlo?

Inmediatamente, Moncharmin, severo e inquieto, procura que la buena mujer se explique.

—¿Qué significa esto? —pregunta—. ¿Por qué, señora Giry, pretende usted que Richard sepa mejor que usted adónde han ido a parar los veinte mil francos?

Entonces Richard, que se sonroja bajo la mirada de Moncharmin, toma la mano de la señora Giry y la sacude con violencia. Su voz imita al trueno. Ruge, retumba…, fulmina…

—¿Por qué he de saber mejor que usted adónde han ido a parar los veinte mil francos? ¿Por qué?

—Porque han ido a parar a su bolsillo… —dice la vieja, mirándolo ahora como si viera al diablo.

Ahora le toca al señor Richard sentirse fulminado; primero, por esta respuesta inesperada, después por la mirada cada vez más desconfiada de Moncharmin. En un segundo pierde toda la fuerza necesaria, en un difícil momento para rechazar una acusación tan despreciable.

Así, los más inocentes, sorprendidos en la paz de sus corazones, aparecen de repente, debido a que el golpe que les sorprende los hace palidecer, o ruborizarse, o tartamudear, o levantarse, o hundirse, o protestar, o callar cuando habría que hablar, o hablar cuando habría que callar, o permanecer fríos cuando convendría acalorarse, o acalorarse cuando habría que permanecer fríos, aparecen de repente —como decía— como culpables.

Moncharmin detiene el impulso vengador con el que Richard, que era inocente, iba a precipitarse sobre la señora Giry y se apresura, tranquilizador, a interrogarla con más dulzura.

—¿Cómo ha podido sospechar usted que mi colaborador, Richard, se ha metido los veinte mil francos en el bolsillo?

—¡Yo no he dicho eso nunca! —declara mamá Giry—. Pero yo misma puse los veinte mil francos en el bolsillo del señor Richard —y añadió a media voz—: ¡Da igual! ¡Así fue! ¡Que el fantasma me perdone!

Y como Richard empieza a aullar de nuevo, Moncharmin, con autoridad, le ordena callarse.

—¡Perdón! ¡Perdón! ¡Perdón! Deja que esta mujer se explique. Déjame interrogarla yo —y añade—: Es realmente extraño que te lo tomes así… Parece que todo este misterio va a aclararse. ¡Estás furioso!… Te equivocas… A mí, en cambio, me divierte mucho.

Mamá Giry, mártir, levanta la cabeza, en la que brilla la fe en su propia inocencia.

—Me dicen ustedes que había veinte mil francos en el sobre que metí en el bolsillo del señor Richard, pero yo repito que no sabía nada… ¡Ni tampoco el señor Richard!

—¡Ajá! —exclama Richard afectando un aire de repentina valentía que desagradó a Moncharmin—. ¡Conque yo tampoco sabía nada! Ponía usted veinte mil francos en mi bolsillo y yo no me entero. ¡Esta sí que es buena, señora Giry!

—Sí —asintió la terrible señora—. Es verdad… No sabíamos nada ni el uno ni el otro… Pero usted ha tenido que terminar por darse cuenta.

Sin ningún tipo de duda, Richard hubiera devorado a la señora Giry si Moncharmin no hubiese estado presente. Pero Moncharmin la protege y acelera el interrogatorio.

—¿Qué clase de sobre introdujo usted en el bolsillo del señor Richard? No fue el que nosotros le dimos, el que usted, delante nuestro, llevó hasta el palco nº 5. Sin embargo, era sólo ése el que contenía los veinte mil francos.

—¡Perdón! Fue el que me dio el señor director el que yo metí en el bolsillo del señor director —explica mamá Giry—. El que deposité en el palco del fantasma era un sobre exactamente igual que yo llevaba preparado en mi manga, y que me había dado el fantasma.

Al decir esto, mamá Giry saca de su manga un sobre preparado e idéntico al que contiene los veinte mil francos. Los directores lo cogen casi al vuelo. Lo examinan. Comprueban que los lacres sellados con su propio sello están intactos. Lo abren… Contiene veinte billetes falsos iguales a los que les dejaron perplejos hacía un mes.

—¡Qué sencillo! —dice Richard.

—¡Qué sencillo! —repite, más solemne que nunca, Moncharmin.

—Los trucos más brillantes han sido siempre los más sencillos —responde Richard—. Basta con tener un cómplice…

—O una cómplice —añade en voz átona Moncharmin. Y continua con los ojos clavados en la señora Giry, como si quisiera hipnotizarla—: ¿Era el fantasma quien le hacía llegar este sobre, y era él quien le decía que lo sustituyera por el que nosotros le dábamos? ¿Era él quien le decía que introdujera este último en el bolsillo del señor Richard?

—Sí, ¡claro que era él!

—Entonces, señora, ¿puede usted darnos una prueba de sus habilidades?… Aquí está el sobre. Haga usted como si nosotros no supiéramos nada.

—Lo que ustedes manden, señores.

Mamá Giry vuelve a coger el sobre con los veinte billetes y se dirige hacia la puerta. Se dispone a salir.

Los dos directores se precipitan hacia ella.

—¡Ah, no, no! No nos la volverá a jugar. Ya tenemos bastante. No vamos a empezar de nuevo.

—Perdón, señores, perdón —se excusa la vieja—. Me han pedido que actúe como si ustedes no supieran nada… Pues bien, si no saben nada, me marcho con el sobre.

—Entonces, ¿cómo lo meterá usted en mi bolsillo? —argumenta Richard, al que Moncharmin aún no deja de vigilar con el ojo izquierdo, mientras con el derecho no abandona a la señora Giry. Difícil postura para la mirada, pero Moncharmin está decidido a todo para descubrir la verdad.

—Lo pondré en su bolsillo en el momento en que menos lo espere, señor director. Como bien sabe, durante la sesión, vengo a dar una vueltecita entre bastidores y a menudo acompaño, como es mi derecho de madre, a mi hija hasta el foyer de la danza. Le llevo sus zapatillas en el momento de descanso, e incluso su rociador… En una palabra, voy y vengo con plena libertad… Los señores abonados van también al foyer… Usted también, señor director… Hay mucha gente… Paso por detrás de usted y pongo el sobre en el bolsillo de atrás de su traje… ¡No es ninguna brujería!

—¡No, no es ninguna brujería! —ruge Richard haciendo girar unos ojos de Júpiter tronante—. ¡Esto no es una brujería, pero acabo de cogerla en flagrante delito de mentira, vieja bruja!

El insulto duele menos a la honorable señora que el golpe que se quiere propinar a su buena fe. Se incorpora furiosa con los tres dientes a la vista.

—¿Por qué?

—Porque aquella noche pasé a su lado en la sala vigilando tanto el palco nº 5 como el falso sobre que había usted colocado allí. No bajé al foyer de la danza ni por un momento.

—Por eso, señor director, no fue aquella noche cuando le coloqué el sobre… Fue a la siguiente representación… Mire, era la noche en la que el señor secretario de Bellas Artes…

Al oír estas palabras, el señor Richard hace callar bruscamente a la señora Giry…

—¡Es cierto! —dice pensativo—. Me acuerdo… ahora me, acuerdo. El subsecretario de Estado salió a pasear entre bastidores. Preguntó por mí. Bajé un momento al foyer de la danza. Me encontraba en las escaleras del foyer… El subsecretario de Estado y el jefe de su despacho estaban en el foyer mismo… De repente, me volví… Era usted que pasaba por detrás de mí, señora Giry… Tuve la impresión de que me había rozado… No había nadie más que usted detrás de mí… ¡Oh, aún la veo! ¡Aún la veo!

—¡Pues bien, sí, eso fue, señor director! ¡Eso fue! Acababa de dejarle mi asunto en su bolsillo. Ese bolsillo es muy fácil, señor director.

Y la señora Giry añade una vez más el gesto a la palabra: se coloca detrás de Richard y, con tal presteza que el mismo Moncharmin que mira con los dos ojos bien abiertos queda impresionado, deposita el sobre en el bolsillo de uno de los faldones de la levita del director.

—¡Hay que reconocerlo! —exclama Richard un poco pálido—. Lo ha pensado muy bien el fantasma de la ópera. El problema que se le planteaba era suprimir todo intermediario peligroso entre el que da los veinte mil francos y el que se los queda. Lo mejor que podía hacer era venir a cogerlos de mi bolsillo sin que yo me diera cuenta, porque yo ni siquiera sabía que estaban allí… Admirable, ¿no?

—¡Oh, admirable sin duda! —repitió Moncharmin—. Sólo olvidas, Richard, que yo di diez mil francos de aquellos veinte mil, y que a mí no me pusieron nada en el bolsillo.

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