2. El ahogado

Sebastián dejó el montón de redes sobre el cual estaba sentado i se acercó al barquichuelo. Una vez junto a él extrajo un reino i lo colocó bajo la proa para facilitar el deslizamiento. Enseguida se encaminó a la popa, apoyó en ella sus espaldas i empujó vigorosamente. Sus pies desnudos se enterraron en la arena húmeda i el botecillo, obedeciendo al impulso, resbaló sobre aquella especie de riel con la lijereza de una pluma. Tres veces repitió la operación. A la tercera recojió el remo i saltó a bordo del esquife que una ola habia puesto a flote, i empezó a singlar con lentitud fijando delante de sí una mirada vaga, inexpresiva como si soñase despierto.

Mas, aquella inconsciencia era sólo aparente. En su cerebro las ideas fulguraban como relámpagos. La visión del pasado surjia en su espíritu luminosa, clara i precisa. Ningún detalle quedaba en la sombra, i algunos presentábanle una faz nueva hasta entónces no sospechada. Poco a poco la luz se hacia en su espíritu i reconocia con amargura que su candorosidad i buena fe eran las únicas culpables de su desdicha.

El bote que se deslizaba lentamente, impulsado por el rítmico vaivén del remo, doblaba en ese instante el pequeño promontorio que separaba la minúscula caleta de la Ensenada de los Pescadores. Era una hermosa i fría mañana de julio. El sol mui inclinado al septentrión, ascendia en un cielo azul de un brillo i suavidad de raso. Como hálito de fresca boca de mujer, su resplandor, de una tibieza sutil, acariciaba oblicuamente, empañando con un vaho de tenue neblina el terso cristal de las aguas. En la playa de la ensenada, las chalupas pescadoras descansaban en su lecho de arena ostentando la graciosa i curva línea de sus proas. Mas allá, al abrigo de los vientos reinantes, estaba el caserío. Sebastián clavó con avidez los ojos sobre una pequeña eminencia, donde se alzaba una rústica casita cuya techumbre de zinc i muros de ladrillos rojos acusaban en sus poseedores cierto bienestar. En la puerta de la habitación apareció una blanca i esbelta figura de mujer. El pescador la contempló un instante, fruncido el ceño, hosca la mirada y, de pronto, con un brusco movimiento del remo torció el rumbo i navegó en línea recta hácia el sur. Durante algún tiempo singló con brioso esfuerzo; el barquichuelo parecia volar sobre la bruñida sábana líquida, i mui luego el promontorio, el caserío i la ensenada quedaron mui lejos, a muchos cables por la popa. Entonces soltó el remo i se sentó en uno de los bancos. Su actitud era meditabunda. En su rostro tostado que la rizada i oscura barba encuadraba en un marco de ébano, brillaban los ojos de un color verde pálido con expresión inquieta i obsesionadora. Todo su traje consistia en una vieja gorra marinera, un pantalón de pana i una rayada camiseta que modelaba su airoso busto lleno de vigor i juventud.

El bote, entregado a la corriente, derivaba a lo largo de la costa erizada de arrecifes donde el suave oleaje se quebraba blandamente. Sebastián, recojido en sí mismo, fijaba en aquellos parajes, para él tan familiares, una mirada de intensa melancolía. I de pronto la vieja historia de sus amores surjió en su espíritu vívida i palpitante, como si datara sólo de ayer. Ella empezó cuando Magdalena era una chicuela débil, de aspecto enfermizo. Él, por el contrario, era ya crecido, i su cuerpo sano i membrudo tenia la fortaleza i flexibilidad de un mástil. El contacto diario de las comunes tareas, habia ido trasformando aquel afecto fraternal en un amor apasionado i ardiente. Como hijos ambos de pobres pescadores, su mutuo cariño no encontró en la diferencia de fortunas obstáculos ni entorpecimientos. Fué, pues, sin oposición, novió oficial de Magdalena, quien era toda una mujer. Ni sombra quedaba en ella de la jovencilla esmirriada, a quien tenia que protejer a cada paso de las bromas de sus compañeros. La trasformación habia sido completa. Alta, de formas armoniosas, con su bello rostro i sus grandes ojos oscuros, era la joya de la caleta. Entonces fué cuando aquella herencia inesperada, recaída en la madre de su novia, vino a modificar en parte este estado de cosas. Experimentó una corazonada de mal augurio, cuando le dieron la noticia. Los hechos vinieron a confirmar bien pronto aquel presajio. El ajuar de Magdalena se trasformó completamente. Los burdos zuecos fueron reemplazados por botinas de charol, i los trajes de percal cedieron el campo a las costosas telas de lana. Este cambio debíase en gran parte a la vanidad materna, que queria a toda costa hacer de la zafia pescadorcilla una señorita de pueblo. De aquí partieron los primeros tropiezos para el proyectado matrimonio. A juicio de la futura suegra, éste no debia efectuarse hasta que Sebastián no fuese propietario de una chalupa que reemplazase su misérrimo cachucho, el cual, según ella, era un viejo cascarín i no valia tres cuartillos.

El mozo no pudo menos que someterse a esta exijencia; mas, con el entusiasmo del amor i la juventud creyó que mui pronto se encontraria en estado de satisfacerla.

El bote, arrastrado por la corriente, presentaba la proa a la costa, i Sebastián vió de improviso en la azul lejanía destacarse los masteleros de los buques anclados en el puerto. Cortó aquel panorama el hilo de sus recuerdos, reanudándose enseguida la historia en la época en que apareció el otro. Un día irrumpió en compañía de unos cuantos calaveras en la Ensenada de los Pescadores. Decíase marinero licenciado de un buque de guerra, i mostrábase mui orgulloso de sus aventuras i de sus viajes. Con su fiero aspecto de perdonavidas, impúsose por el temor en aquellas pacíficas i sencillas jentes. Mui luego diose en cortejar a Magdalena, mas la joven, a quien repugnaba la aguardentosa figura del valentón, contestó a sus galanteos con el mas soberano desprecio.

Un suspiro se escapó del pecho del pescador. Entornó los ojos, i un episodio grabado profundamente en su memoria, se presentó a su imajinación.

Un domingo por la mañana, de vuelta de la misa, marchando las muchachas adelante i los mozos atrás por el angosto sendero de la capilla, oyó, de repente, la voz airada de la joven que lo llamaba: ¡Sebastián, Sebastián!

De un salto salvó el espacio que de ella lo separaba i vió al aborrecido rival que, sujetando por un brazo a la indignada muchacha, trataba, entre las risas de las demás, de cojerla por la cintura.

La escena del pujilato apareciasele envuelta en una espesa bruma. Todo habia sido cosa de un momento. Entre la admiración de todos hizo morder el polvo al cínico galanteador, i si no se lo arrancan de entre las manos, habrian allí, probablemente, terminado todas sus valentías.

Por algún tiempo nada se supo de él hasta que llegó la noticia de que, jurando vengarse de su descalabro, se habia embarcado a bordo de un ballenero que zarpaba para una larga expedición a los mares del sur. Sebastián alzó la cabeza. De la ribera ascendia una lijera niebla que iba prendiéndose en los flancos de la escarpada costa. Ahora venia una época de relativa calma. Entregado con ardor al trabajo, procuraba reunir el dinero necesario para adquirir una embarcación de mas valia que el diminuto cachucho. Mas, esto iba para largo i empezaba a comprender que con sólo el trabajo de sus manos, talvez no lo conseguiria nunca. Entonces la sorda hostilidad de la madre de Magdalena, aquella vieja avarienta i vanidosa a la vez, se hizo de día en día mas desembozada i tenaz. Él no era un partido digno para su hija. Con su inexperiencia de muchacho i seguro del afecto de Magdalena, burlábase de aquella oposición. Ahora comprendia cuán torpe habia sido al despreciar tan temible adversario. Mas, ya era tarde para remediar el mal. Sólo le restaba la venganza. Al llegar a este punto, un relámpago pareció animar las apagadas pupilas del pescador. En su rostro se dibujó una expresión de amenaza i de cólera intensa i honda. Mas esta excitación fué pasajera i volvió a abismarse en sus reflexiones. La escena de la taberna lo sumió en una profunda meditación. Aunque esa tarde habia bebido copiosamente, recordaba todos los detalles. En medio de su embriaguez el padre de la joven habia soltado la verdad, brutalmente. Hacia un mes que habia llegado la carta. Estaba fechada a bordo del ballenero, i habia sido traída por una goleta que habia completado, primero que el bergantín, su cargamento. Estaba dirijida a la madre de Magdalena i en ella decia su rival que la expedición a la cual pertenecia, habia realizado ganancias fabulosas de las cuales correspondíanle, en su calidad de contramaestre, una no pequeña parte. Relataba algunas incidencias del viaje, i concluia solicitando a Magdalena en matrimonio, pues, sus intenciones eran establecerse en la Ensenada e invertir su capital en grandes empresas de pesca, a las cuales asociaria a su futuro suegro.

El viejo terminó su confidencia diciendo que Magdalena, que habia empezado por rechazar abiertamente todo compromiso con el marinero, habia ido poco a poco cediendo a las instancias maternales i a la sazón, aunque no mostraba gran entusiasmo por el nuevo i ventajoso partido que se le proporcionaba, su repugnancia se habia debilitado en gran parte. Todo aquello, dicho por la entrapajosa voz del viejo que excusaba su debilidad con la voluntad indomable de su mujer, a la cual habia estado siempre subordinado, le produjo el efecto de un mazazo en el cerebro. Mas, luego estalló en él una ira terrible. De un empellón derribó al vejete que queria retenerlo, i se abalanzó a comprobar de la propia boca de Magdalena, la veracidad de aquella noticia. Pero, la excitación producida por la cólera i las libaciones convirtió aquella explicación en reyerta, que terminó en un rompimiento definitivo.

A las palabras duras que le dirijiera, contestó la joven con otras ásperas e incisivas que lo volvieron loco furioso. Aquella actitud suya habia sido una nueva torpeza, pues, tenia la convicción íntima de que Magdalena lo amaba, siendo la maléfica influencia de su madre la que la apartaba de sus brazos. ¡Si él tuviese algún dinero! I el deseo furioso de ser rico, de poseer riquezas penetró como un dardo en su cerebro sobreexcitado. ¡Ah, si pudiera evocar a los espíritus infernales, no titubearia un instante en vender su sangre, su alma, a cambio de ese puñado de oro, cuya falta era la causa única de su infelicidad! Pensó en los tesoros que guardaba avaro en su seno el mar. En las leyendas fantásticas de cofres llenos de corales i de perlas, flotando a merced de las olas i que el jenio de las aguas ponia al alcance de un humilde pescador.

El insomnio de la noche, los efectos de la orjía de la víspera, el derrumbe de sus esperanzas i los atroces celos que le atenaceaban el alma, enarcaban sus huellas profundas en su semblante. Sentia una sed vivísima. Se levantó del banco i buscó debajo de la proa, extrayendo de un escondite hábilmente disimulado, una botella. Quitó la tapa i bebió con ansia. Poco a poco su rostro pálido se coloreó. Un principio de embriaguez se pintó en sus verdosas pupilas. Cojió el remo i se puso a singlar para salir de la corriente i acercarse mas a la costa. De improviso, al doblar un cordón de arrecifes, distinguió por la proa, flotando sobre el agua, un objeto redondeado que llamó poderosamente su atención. Con un golpe de remo enderezó el rumbo i marchó en línea recta en demanda de aquello que despertaba su curiosidad. A medida que se aproximaba, su extrañeza se convertia en asombro. Luego, toda duda fuele ya imposible: lo que sobresalia del agua a pocos metros de él era la cabeza de un hombre. Se acercó un poco más, i un espectáculo extraño se presentó ante su vista. Un joven, casi un niño, completamente desnudo yacia sumerjido hasta el cuello en las frías i salobres ondas. Su posición casi vertical se debia a un salvavidas sujeto debajo de los brazos, en el que se destacaba con letras azules este nombre: Fany.

Es un desertor pensó Sebastián, recordando la fragata que al anochecer del día anterior, habia anclado cerca de la costa. Buscó con la vista el barco i lo distinguió navegando a velas desplegadas afuera del golfo. Como el nordeste que lo obligara a recalar allí, cambiase horas después, habia levado anclas i emprendido de nuevo su ruta desconocida.

Sin mucho esfuerzo se imajinó el pescador al grumetillo descolgándose del portalón de la nave a las altas horas de la noche. Mas, el fujitivo no habia contado con la frialdad del agua ni con la engañosa proximidad de la costa.

Sebastián contempló el cuerpo amoratado i ríjido que se destacaba a través del agua trasparente, i viendo que las azules pupilas del náufrago se clavaban en las suyas suplicantes, le dirijió algunas palabras en esa jerga tan común a la jente de mar. Pero de aquella boca, cuyos labios recojidos mostraban los blancos dientes, no brotó ningún sonido. La vida del grumete parecia haberse refujiado toda entera en sus inquietos i móviles ojos, cuya imploración muda hizo por un instante olvidar a Sebastián sus propios pesares.

Se inclinó para desembarazarlo del paquete de ropas que tenia atado a la espalda, pero, no pudiendo desatar los nudos, buscó la navaja del marinero, guiándose por el cordón que asomaba entre los pliegues del traje de sarga azul. Tiró de aquel cordón, y, mientras una extremidad quedaba fija en las ropas, en la otra apareció la navaja unida a otro objeto pesado i brillante. Era un portamonedas de mallas metálicas que Sebastián, casi sin darse cuenta de lo que hacia, abrió oprimiendo el resorte. Su contenido, una gruesa cantidad de monedas de oro, lo maravilló. Mentalmente trató de calcular el valor de aquellos áureos discos i de súbito se echó a temblar. Una idea siniestra acababa de herir su cerebro, dejándolo deslumbrado. Mientras su cabeza ardia, un frío glacial comenzó a descender a lo largo de sus extremidades. Una sed ardiente le abrasó las fauces. Cojió la botella, i llevándola a sus labios, bebió el líquido que encerraba hasta la última gota. Casi instantáneamente cesó el nervioso temblor i su mirada adquirió una fijeza extraña de alucinado. Ya no pensaba en el náufrago. El mar, los arrecifes, la gallarda nave, todo aquel panorama habíase desvanecido, borrándose de su vista como una niebla lejana. Veíase triunfante junto a Magdalena que le sonreia ruborosa a través de su blanco velo de desposada. Era el día de boda. La magnífica chalupa que los conducia de regreso del puerto era de su propiedad i volaba sobre las aguas, impulsada por sus ocho remos como una rauda gaviota.

De repente, su rostro transfigurado por una felicidad suprema se ensombreció. Conservando en la diestra la navaja i el portamonedas, su mirada se clavó en el náufrago dura i fulgurante como la hoja de un puñal. Mientras hacia jugar el muelle del arma, aquel rostro juvenil vuelto hácia él con expresión de angustioso terror, le pareció el jenio del mal que surjia de su antro, en las profundidades, para arrebatarle la felicidad. Un simple tajo en el cauchuc del salvavidas i aquel obstáculo desaparecia para siempre. Durante un minuto vaciló. Todo lo que en él habia de jeneroso i noble pugnó por sobreponerse en la terrible lucha que se libraba en su corazón. Un golpe sordo en el agua hízolo estremecer. Un gran pájaro marino se levantaba de un círculo de hirviente espuma, llevando en su férreo pico un vívido i plateado pez. Siguió al ave en su vuelo i de súbito, su cuerpo vibró de pies a cabeza, como si hubiese recibido el choque de una corriente galvánica. En el blanco velamen del barco, hundiéndose en el horizonte, vió al ballenero que volvia: Sus ojos adquirieron otra vez aquella inmóvil fijeza. Contemplaba de nuevo a Magdalena ataviada con su traje de novia, pero ya no era él el que estaba a su lado, junto al lecho nupcial, sino el otro. Mirábala sonreír, mientras aquel rostro bestial, convulso por el deseo, se aproximaba al de ella, fresco i purpúreo como una rosa. Vio, enseguida, como una mano, mas bien una garra, en cuyo dorso habia grabada una ancla, se posaba en el blanco i nacarado seno…

Un sordo rujido se escapó por entre sus dientes apretados i se inclinó veloz sobre la borda. El salvavidas se desinfló instantáneamente; la rubia cabeza se hundió en el agua, i Sebastián vió durante un segundo los ojos azules del náufrago crecer, aumentar, salirse casi de las órbitas, sin que pudiera apartar sus ojos de la terrífica visión. El cuerpo inclinábase de espaldas hasta tomar la posición horizontal, i de pronto le pareció que el descenso se interrumpia, sintiendo, al mismo tiempo, en la diestra un leve tirón. Desencojió las falanjes i la navaja i el portamonedas atraídos por el delgado cordoncillo, saltaron por encima de la borda i desaparecieron en el mar.

Con la vista extraviada, desencajado el semblante, el pescador dando un brinco, que casi hace zozobrar la embarcación, se precipitó sobre el remo i comenzó a singlar desesperadamente.

* * *

Seis dias han trascurrido. Sebastián, sentado en el banco de popa de su esquife, déjase arrastrar por la corriente en dirección al sur. Los ojos del pescador tienen un brillo i expresión extraños. Su lívido semblante, azorado e inquieto, sufre continuas trasmutaciones. Sus ropas en desorden están cubiertas de fango. A veces sus miembros se crispan convulsivamente, los ojos parecen saltársele de las órbitas, i se vuelve con presteza a la derecha o la izquierda buscando la causa de aquel estruendo que, como un pistoletazo, acaba de resonar en sus oídos. Su existencia, durante la semana que acaba de trascurrir, ha sido una orjía continua. Aquella mañana se encontró tirado en el arroyo frente a la taberna. Se levantó i echó a andar como un autómata. Una vez en la caleta, un leve esfuerzo le bastó para que flotara el bote, pues, la marea comenzaba ya a lamer su filosa quilla. Sentado en el banco, nada recuerda, en nada piensa. En su cerebro hai un enorme vacío, i ve las mas extrañas i raras figuras desfilar por delante de sus ojos. Todo lo que mira se transforma al punto en algo extravagante. El dorso de un arrecife es un disforme monstruo que le acecha a la distancia, i la extremidad del remo se convierte en un diablillo que le hace burlescos visajes. Por todas partes seres extraños, con vestimentas azules o escarlatas, bailan infernales zarabandas.

De súbito un halcón marino se precipita de lo alto i se hunde en el agua, a pocos metros de un arrecife. El ruido de la caída i el blanco penacho de espuma que levanta el choque, producen en el pescador una ajitación extraordinaria. Mira con ojos extraviados i el sopor de su espíritu se desvanece. Está en el sitio i mui cerca del escollo junto al cual se hundiera la rubia cabeza del náufrago. I estremecido, preso de infinito terror se acurruca en el fondo del bote. Aunque la vista del mar le causa invencible pavura, una fuerza mas poderosa que su voluntad lo obliga a alzar poco a poco la cabeza. El temblor de sus miembros i el castañeteo de sus dientes aumentan a medida que se asoma sobre la borda. Trata de revelarse, pero, vencido, dominado por aquel irresistible poder, quédase inmóvil, con las pupilas inmensamente dilatadas fijas en el agua que acaricia los costados del bote con chasquidos que semejan amorosos ósculos.

En un principio sólo ve una masa líquida, de un matiz de esmeralda intenso. Mas, a medida que su vista se hunde en ella, las capas de agua se tornan mas i mas trasparentes. Mui luego divisa el fondo de arena tapizado de conchas marinas, i de pronto algo confuso, de un tinte blanquecino, que se destaca allí abajo, atrae toda su atención. Como a través de un cristal empañado, que va perdiendo gradualmente su opacidad, los contornos de aquel objeto informe se precisan, adquieren relieve i el conjunto se destaca poco a poco con claridad i nitidez.

De súbito una terrible sacudida ajita de pies a cabeza a Sebastián… El cuerpo está acostado de espaldas, con las piernas entreabiertas i los brazos en cruz. Su boca, sin labios, muestra dos hileras de dientes afilados i blancos, i de sus órbitas vacías brotan dos llamas que van a clavarse, como otros tantos dardos, en las verdes pupilas del homicida, quien, en el paroxismo del terror, trata inútilmente de sacudir la inercia de sus miembros i huir de la pavorosa visión. Una fatal fascinación lo posee; quisiera cerrar los ojos, apartarse de la borda, pero, ni uno solo de sus músculos le obedece.

Y, el muerto, sube. Abandona suavemente su lecho de conchas i asciende en línea recta a la superficie sin cambiar de postura, extendido de espalda, con las piernas entreabiertas i los brazos en cruz. En su horrible rostro hai una expresión de venganza implacable, de aguda ferocidad. Un sordo estertor brota de la garganta de Sebastián. Su cuerpo tiembla como el de un epiléptico, mas no puede apartarse del flanco del bote.

Y, el ahogado, sube, sube cada vez mas aprisa. Ya está a diez brazas, ya está a cinco, luego a dos. I en el instante en que los brazos del muerto se tienden para cojerle en un abrazo mortal, el pescador, dando un tremendo salto, va a caer de pie sobre la popa de la embarcación. De ahí brinca a un arrecife, donde el bote abandonado a sí mismo ha ido a chocar y, ganando la parte mas alta de la roca, mira despavorido a su derredor. Mas, apenas su vista se ha posado en el borde del agua, cuando salta de allí a la parte opuesta para volver al mismo sitio un segundo después. Y, loco de terror, de un arrecife pasa a otro con los cabellos erizados, flotando al viento.

Es que él está ahí i lo persigue. El agua hierve en torno de los escollos con las arremetidas del ahogado que azota las olas como un delfín. Está en todas partes a derecha e izquierda, delante i detrás. Sebastián oye rechinar sus dientes i ve, a través del agua, el cuerpo hinchado, monstruoso, con sus largos brazos prestos a asirle al menor descuido o al mas lijero traspiés, i para evitarlo salta, se escurre, se agazapa, corre de allí para allá desatentado, sin encontrar un refujio contra la horrenda i espantable aparición.

De improviso se encuentra preso en un arrecife solitario. La marea le ha interceptado el paso i no puede ya avanzar ni retroceder. A medida que el agua sube i el peñasco se hunde, el ahogado estrecha el cerco i redobla sus acometidas. Varias veces el pescador ha creído sentir en sus desnudas piernas el contacto frío i viscoso de aquellos brazos que, como los tentáculos de un pulpo, se tienden hácia él con una avidez implacable. El fujitivo multiplica sus movimientos, su pecho jadea, la fatiga lo abruma. De pronto, mientras ajita sus manos en el vacío i lanza un pavoroso grito, una ola viene a chocar contra sus piernas i lo precipita de cabeza al mar.

* * *

Mientras el sol distánciase cada vez mas de la cima de los acantilados, el bote se aproxima con lentitud a la playa sacudido por el espumoso oleaje, sobre el cual los halcones del océano se deslizan silenciosos escudriñando las profundidades.

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