Capítulo XIII

El presidente Salomón


En la vereda en frente al costado derecho de la pequeña iglesia de San Nicolás, donde se cruzan las calles de Corrientes y del Cerrito, se encontraba una casa antigua, de pequeñas ventanas muy salientes, puerta de calle de una sola hoja, con umbral de madera a media vara del nivel del suelo, donde todas las tardes a la oración era cosa segura que se hallaría sentado en él al habitante y propietario de aquella casa, en mangas de camisa, con los calzones levantados hasta más arriba de las botas, con un cigarro de papel en la mano derecha, y en la izquierda un mate cuya agua se renovaba cada dos minutos por el espacio de una hora. Era este hombre como de cincuenta y ocho a sesenta años de edad, alto y de un volumen que podría muy bien poner en celos al más gordo buey de los que se presentan en las exposiciones anuales de los Estados Unidos: cada brazo era un muslo, cada muslo un cuerpo y su cuerpo diez cuerpos.

Hijo de un antiguo español pulpero de buenos Aires, él y su hermano Jenaro recibieron por herencia de su padre la pulpería contigua a la casa que se acaba de conocer, y el oscuro apellido de González.

Jenaro, que era el mayor de los dos hermanos, se puso al frente del establecimiento de pulpería, y la tradición no cuenta por qué ocurrencia los muchachos del barrio le daban el sobrenombre de Salomón. Pero lo que hay de positivo es que a este nombre nuestro Don Jenaro se ponía furioso como una pantera, y que en sus arrebatos hizo prodigios de puño y de leñazos con aquellos que, por más o menos vino o aguardiente, le daban en su cara aquel ilustre nombre de la biblia.

Este Don Jenaro era, al mismo tiempo que pulpero, capitán de milicias, y tuvo la desgracia de morir fusilado allá por los años 22 ó 23, por complicación en un motín militar, dejando en prematura viudedad a su esposa Doña María Riso y en orfandad a su hija Quántica.

A su muerte, quedó dueño de la pulpería su hermano menor Julián González. Y por un rasgo de filosofía popular o acaso porque el nombre de Salomón sonaba mejor a su oído que el de González, desde la muerte de su hermano Jenaro, el Don Julián empezó a firmarse y hacerse llamar por todos sus amigos Julián González Salomón.

Y he ahí desde entonces adherido a su nombre de bautismo el nombre ilustre que solía fermentar la bilis de su hermano mayor, el padre de Quántica.

Este Don Julián empezó a crecer en volumen como en nombre, y en dignidades como en nombre y volumen, pues que de pulpero empezó a elevarse con diferentes grados en la milicia cívica, sin que las ocupaciones de uno y otro destino le impidiesen por las tardes su rato de solaz en el umbral de la puerta de su casa; pues Don Julián González Salomón, y el hombre en mangas de camisa que hemos descrito tomando mate, era un solo viviente verdadero e indivisible.

La ráfaga que levantó el polvo argentino a la entrada del general Rosas al gobierno fue demasiado fuerte para que encontrase pesado aquel enorme terrón de carne y barro, y, desde el umbral de su puerta, lo levantó a la altura de coronel de milicias, y más tarde a la de presidente de la Sociedad Popular Restauradora, de quien la unión de sus miembros fue simbolizada por una mazorca de maíz, a imitación de una antigua sociedad española, cuyo símbolo era aquél, y cuyo objeto era la propaganda de Más-horca: equívoco de pronunciación que servía para determinar el símbolo y la idea, y que fue aplicado también a la Sociedad Popular de buenos Aires.

A las cuatro de la tarde del día en que han ocurrido los anteriores sucesos, toda la cuadra de la casa del coronel Salomón estaba obstruida por caballos vestidos de federales, es decir, con sobrepuestos punzós; testeras de pluma o de lana color rosa, y baticolas con borlas del mismo color, con lucientes sobrepuestos de plata en las cabezadas del recado y en el pretal; y riendas y cabezadas del freno con pasadores de ese mismo metal. Y a pesar de ser este un espectáculo muy común en aquel paraje, todo el vecindario de San Nicolás estaba como de fiesta en las azoteas y ventanas.

La sala de la casa de Salomón estaba cuajada por los jinetes a quienes pertenecían aquellos caballos, y todos ellos uniformemente vestidos en lo más ostensible de su traje, es decir, sombrero negro con una cinta punzó de cuatro dedos de ancho, chaqueta azul oscuro con su correspondiente divisa de media vara, chaleco colorado, y un enorme puñal a la cintura, cuyo mango salía por sobre la chaqueta un poco hacia el costado derecho: espada de la Federación, como lo llama Daniel. Y, del mismo modo que el traje, las caras de aquellos hombres parecían también uniformadas: bigote espeso; patilla abierta por bajo de la barba, y fisonomía de esas que sólo se encuentran en los tiempos aciagos de las revoluciones populares, y que la memoria no recuerda haberlas encontrado antes en ninguna parte de la tierra.

Sentados unos en las sillas de madera y de paja que había desordenadamente colocadas en la sala, otros en el banco de las ventanas, y otros en fin sobre la mesa de pino cubierta con una bayeta punzó, donde solía echar su firma el señor presidente Salomón, haciendo traer antes un tarrico de pomada que servía de tintero en la heredada pulpería, cada uno de esos señores era un incensario de tabaco que estaba despidiendo una densa nube, a través de cuyos celajes se descubrían sus tostados y repulsivos semblantes. Pero su ilustre presidente no estaba entre ellos. Estaba en la pieza contigua a la sala, sentado a los pies de un gran catre que le servía de cama, aprendiendo de memoria una especie de discurso en veinte palabras que le repetía por la vigésima vez un hombre que era precisamente el antítesis en cuerpo y alma del coronel Salomón: y este hombre era Daniel y el diálogo el siguiente:

-¿Cree que ya estoy?

-Perfectamente, coronel. Tiene usted una memoria prodigiosa.

-Pero mire: usted me hará el favor de sentarse a mi lado, y cuando se me olvide algo, me lo dice despacio.

Ya había pensado pedirle a usted eso mismo. Pero usted no se olvide, coronel, que tiene que presentarme a nuestros amigos, y advertirles lo que le he dicho.

-Eso corre de mi cuenta. Vamos a entrar.

-Espere usted un momento. Luego que usted se siente, haga que el secretario lea la lista de los presentes, porque es preciso, coronel, que demos a nuestra sociedad federal el mismo orden que hay en la Sala de Representantes.

-Sí, ya se lo he dicho a bobeo, pero es un haragán que no sabe más que hablar.

-No importa, vuelva usted a decírselo, y lo hará.

-bueno, entremos.

Y el presidente Salomón, y Daniel bello, vestido con su misma levita negra abotonada, pero con una divisa algo más larga y sin sus guantes blancos, entraron en la sala de la sesión.

-buenas tardes, señores -dijo Salomón con el tono más serio y magistral del mundo, encaminándose a ocupar la silla que había delante de la mesa de pino.

-buenas tardes, presidente, coronel, compadre, etc. -contestó cada uno de los presentes, según el título que acostumbraba a dar a Don Julián Salomón; lanzando todos a la vez una mirada sobre aquel hombre que acompañaba al presidente y en el que echaban de menos los principales atributos federales en el vestido, y hallaban de más una cara y unas manos demasiado finas.

-Señores -dijo Salomón-, el señor es Don Daniel bello, hijo del hacendado Don Antonio bello, patriota federal, a quien yo le debo muchos servicios. El señor, que es tan buen federal como su padre, quiere entrar en nuestra Sociedad Restauradora, y está esperando que llegue su padre para incorporarse con él, y entretanto quiere venir algunas veces a participar de nuestro entusiasmo federal. ¡Viva la Federación! ¡Viva el Ilustre Restaurador de las Leyes! ¡Mueran los inmundos asquerosos franceses! ¡Muera el rey guarda chanchos Luis Felipe! ¡Mueran los salvajes asquerosos unitarios, vendidos al oro inmundo de los franceses! ¡Muera el pardejón Rivera!

Y esas exclamaciones, lanzadas por la atronadora voz del presidente Salomón, fueron repetidas en coro por todos los asistentes, que, a par que gritaban, hacían círculos por sobre su cabeza con el puñal que desenvainaron desde el primer grito de su presidente; y esta grita que se oía en cuatro cuadras a la redonda fue repetida por la turba que transitaba la calle; no cuidándose mucho en decir ¡Viva! cuando Salomón gritaba ¡Muera!, y viceversa.

Calmado el huracán, Salomón se sentó en su silla, su secretario bobeo a su izquierda y nuestro joven Daniel a su derecha.

-Señor secretario -dijo Salomón echándose hacia atrás en el respaldo de su silla-, lea usted la lista de los señores presentes.

bobeo tomó el primer papel de unos que había sobre la mesa, y leyó en voz alta los nombres que había apuntado antes con un lápiz; dijo así:

-Presentes: Los señores, Presidente, Casiopea, Parra, Parra (hijo), Maestre, Ale, Alvarado, Moreno, Gaetano, Larrazábal, Merlo, Moreira, Díaz, Amoroso, Viera, Amores, Maciel, Romero, bobeo.

-¿No hay más? -preguntó Salomón.

-Son los presentes, señor presidente.

-Lea usted la lista de los ausentes.

-¿De toda la Sociedad?

-Sí, señor. ¿Pues qué, somos menos que los representantes? Somos tan buenos federales como ellos y debemos saber los que están y los que no están, como se hace en la Sala de Representantes. Lea usted la lista.

-Socios ausentes -dijo bobeo, y leyó la lista de la Sociedad Popular Restauradora, que constaba de 175 individuos de todas las jerarquías sociales.

-«¡bravo! Ahora ya nos conocemos todos, aun cuando en esa lista hay hombres por fuerza» -dijo Daniel para sí mismo, luego que el secretario concluyó la lectura de los socios; y en seguida dio un tironcito de los anchos calzones de Salomón.

-Señores -dijo entonces el presidente de la Sociedad Popular-, la Federación es el Ilustre Restaurador de las Leyes; luego nosotros nos debemos hacer matar por nuestro Ilustre Restaurador, porque somos las columnas de la santa causa de la Federación.

-¡Viva el Ilustre Restaurador de las Leyes! -gritó uno de los socios federales, a quien todos los demás hicieron coro.

-¡Viva su digna hija la señorita Manuelita de Rosas y Ezcurra!

-¡Viva el héroe del desierto, Restaurador de las Leyes, nuestro padre, y padre de la Federación!

-¡Mueran los franceses inmundos y su rey guardachanchos!

-Señores -continuó el presidente-, para que nuestro Ilustre Restaurador pueda salvar la Federación del... pueda salvar la Federación del... para que nuestro Ilustre Restaurador de las Leyes pueda salvar la Federación del...

-Del eminente peligro -le dijo Daniel casi al oído.

-Del eminente peligro en que se halla, debemos perseguir a muerte a los unitarios, luego todo unitario debe ser perseguido a muerte por nosotros.

-¡Mueran los inmundos salvajes asquerosos unitarios! -gritó otro de los socios populares que se llamaba Juan Manuel Larrazábal, a cuyas palabras todos los socios hicieron coro con el puñal en la mano.

-Señores, es preciso que persigamos a todos sin compasión.

-Hembras y machos -grita el mismo Juan Manuel Larrazábal, que parecía el más entusiasta de los concurrentes.

-Nuestro Ilustre Restaurador no puede estar contento de nosotros porque no le servimos como debemos -continuó Salomón.

-Ahora entra lo de anoche -le dijo Daniel haciendo que se limpiaba el rostro con el pañuelo.

-Ahora entra lo de anoche -repitió Salomón, como si esa advertencia fuera parte de su discurso.

Daniel le pegó un fuerte tirón de los calzones.

-Señores -continuó Salomón-, ya sabemos todos que anoche han querido escaparse unos salvajes unitarios, y no lo han conseguido porque el señor comandante Casiopea se ha portado como buen federal; pero entretanto, uno se ha escondido no sé en dónde, y así ha de ir sucediendo todos los días, si no nos portamos como defensores de la santa causa de la Federación. Yo he llamado a ustedes para que juremos otra vez perseguir a los inmundos salvajes unitarios que quieren fugar para Montevideo y unirse al pardejón Rivera y venderse al oro asqueroso de los franceses. ¡Esto es lo que quiere nuestro Ilustre Restaurador de las Leyes! He dicho, y ¡viva el Ilustre Restaurador de las Leyes!, ¡y mueran todos los enemigos de la santa causa de la Federación!

-¡Mueran a puñal los salvajes inmundos unitarios! -gritó otro de los entusiastas federales, y este grito y todos los de costumbre se repitieron por diez minutos tanto en la sala de sesión, como en la calle, dónde había apiñada a las ventanas una multitud tan entusiasta y honrada como la que daba la fiesta en la casa del coronel Salomón.

-Pido la palabra-dijo el comandante Casiopea levantándose.

-Tiene la palabra -contestó Salomón, deshaciendo el tabaco de un cigarrillo en la palma de su inmensa mano.

-Yo anoche he cenado con el Restaurador de las Leyes y su hija Doña Manuelita Rosas y Ezcurra. El Restaurador es más que Dios porque es el padre de la Federación, y cuantos unitarios caigan en mis manos les ha de suceder lo mismo que a los que agarré anoche. Es verdad que uno se escapó, pero va bien marcado, y ya esta mañana le mandé un hombre a Doña María Josefa que le ha de dar buenas señas, porque hombres y mujeres, siendo federales, todos debemos ayudar a Su Excelencia, que es el padre de todos. Para ser un buen federal, es preciso mostrar esto -y Casiopea sacó su puñal, y con el dedo índice de la mano izquierda señalaba en la lámina de acero algunas manchas de sangre, de aquella en que se había empapado la noche anterior.

A esta acción todos los mashorqueros contestaron desenvainando el puñal y prorrumpiendo en alaridos espantosos contra los unitarios, contra los franceses, contra Rivera y especialmente contra Luis Felipe, el rey guardachanchos, según lo llamaban, por inspiración de Rosas.

En toda esta escena, Daniel era el único de los personajes en cuya fisonomía no hubiera podido distinguirse por nadie la mínima alteración, la mínima expresión, ni de entusiasmo, ni de miedo, ni de afección, ni enojo. Frío, tranquilo, imperturbable, él observaba hasta lo íntimo del pensamiento y la conciencia de cuantos le rodeaban, sin dejar de calcular las ventajas que podría sacar del frenesí de los otros.

Apagada la tormenta de gritos, Daniel pidió la palabra al presidente con el aire más resuelto del mundo, y obtenida, dijo:

-Señores, yo no tengo todavía el honor de pertenecer a esta ilustre y patriótica sociedad, aun cuando espero incorporarme a ella dentro de poco tiempo; pero mis opiniones y amistades son conocidas de todos, y espero con el tiempo poder prestar a la Federación y al Ilustre Restaurador de las Leyes servicios tan distinguidos como los que le prestan los miembros de la Sociedad Popular Restauradora, que ya son conocidos tanto en la república como en toda la América.

Nuevos aplausos y nuevos gritos siguieron a este tan lisonjero exordio.

-Pero, señores -continuó Daniel-, es a las personas presentes a las que yo debo dar las enhorabuenas que se merecen de todo buen federal, porque, sin querer negar a los demás socios su entusiasmo por nuestra santa causa, yo veo que sois vosotros los que dais la cara de frente para sostener al Ilustre Restaurador de las Leyes, mientras que los demás no asisten a las sesiones federales. La Federación no reconoce privilegios. Abogados, comerciantes, empleados, todos aquí somos iguales, y cuando haya sesión, o cuando haya algo que hacer en beneficio de Su Excelencia, todos deben concurrir al llamamiento del presidente, o adonde haya peligros, sin dejar a unos pocos los compromisos y los trabajos. Todos serán muy buenos federales, pero a mí me parece que los que están aquí no son unitarios para que se desdeñen de juntarse con ellos. Esto lo digo, porque yo creo que ésta debe ser la opinión de Su Excelencia el Ilustre Restaurador, la cual debemos hacer que sea más respetada en adelante.

Daniel no dio su golpe en falso. El entusiasmo producido por este discurso sobrepasó a lo que él mismo había osado esperar. Todos los miembros de la sociedad allí presentes gritaron, juraron y blasfemaron contra todos aquellos que no habían asistido a la sesión y cuyos nombres había leído el secretario bobeo. Empezaron a circular nombres de los inasistentes, no ya como tales, sino como unitarios disfrazados, y Daniel aprobaba estas clasificaciones con sonrisas maliciosas o movimientos de cabeza.

-«Así, así; más os he de azuzar en adelante, mis lebreles, para que os devoréis unos a otros» -decía Daniel para sí mismo.

El presidente Salomón volvió a proclamar a los socios para que vigilasen mucho a los unitarios, y sobre todo los lugares del río por donde era presumible que se embarcasen; y después de nuevo entusiasmo y nuevos gritos, dio por concluida la sesión a las cinco y media de la tarde.

Daniel recibió apretones de mano y abrazos federales, y se despidió de todos, siendo acompañado hasta la puerta de la calle por el presidente Salomón, que no cabía en la inmensa epidermis que lo cubría, después de su portentoso discurso, cuya satisfacción le inspiraba los mas amables comedimientos por el hijo de Don Antonio bello.

Nada sabían sobre Eduardo. Daniel salió contento; dobló por la calle de las Artes y en la esquina de la de Cuyo encontró a Fermín, que lo esperaba con un caballo de la brida. La calle estaba llena de gente, y sin mirar al criado, Daniel le dijo al montar estas solas palabras:

-A las nueve.

-¿Allá?

-Sí.

Y el magnífico caballo blanco sobre que acababa de montar Daniel tomó el trote por la plaza de las Artes en dirección a barracas. Llegó luego a la calle del buen Orden, que es la prolongación de aquélla, y llegó a la barranca de balcarce en el momento en que empezaban a apagarse los últimos crepúsculos del día.

El joven, cuyo espíritu había pasado por tantas impresiones en el curso de ese día como en la noche que había precedídole, no pudo menos de parar su caballo y extasiarse desde aquella altura en contemplar el bellísimo panorama que se desenvolvía a sus pies, matizado con los últimos rayos de la tarde. Porque a los veinticinco años de la vida el corazón del hombre se encadena mágicamente a los espectáculos poéticos de la Naturaleza, que descubren en su imaginación fértil y robusta todo el poder de atracción que Dios le ha impreso ante lo que se muestra bello y armónico a sus ojos. Porque los valles floridos de barracas, al fin de ellos el gracioso riachuelo, y a la izquierda la planicie esmeraltada de la boca, son una de las más bellas perspectivas que se encuentran en los alrededores de buenos Aires, contemplada desde la alta barranca de balcarce.

Ya Daniel empezaba a descender por esa barranca cuando sintió hacia atrás una voz que lo llamaba por su nombre, y dando vuelta la cabeza conoció a veinte pasos de él a su benemérito maestro de escritura, que venía a gran carrera, faltándole ya las fuerzas para proseguir en ella, con su caña de la India en una mano y su sombrero en la otra.

Llegado que fue al estribo se agarró del muslo de su discípulo y permaneció así dos o tres minutos sin poder hablar, tal era la opresión de sus pulmones.

-¿Qué hay, qué le pasa a usted, señor Don Cándido? -le preguntó al fin Daniel, alarmado de la palidez de su semblante.

-Es una cosa horrible, bárbara, atroz, sin ejemplo en los anales del crimen.

-Señor, estamos en un camino público, dígame usted lo que quiere, pero que sea pronto.

-¿Recuerdas del bueno, del noble y generoso hijo de mi antigua y hacendosa sirvienta?

-Sí.

-Recuerdas que vino anoche y...

-Sí, sí, ¿qué le ha sucedido al hijo?

-Lo han fusilado, mi Daniel querido y estimado, lo han fusilado.

-¿A qué hora?

-A las siete. Tan luego como se supo que había salido anoche de casa del gobernador, Temieron sin duda...

-Que revelase o que hubiera revelado lo que sabía; le ahorro a usted las palabras.

-Pero yo estoy perdido, sentenciado. ¿Qué hago, mi Daniel querido? ¿Qué hago?

-Preparar sus plumas para entrar mañana a ocupar el empleo de copista privado del señor ministro de Relaciones Exteriores.

-¿Yo?; ¡Daniel! -y en su arrebato de alegría Don Cándido llenó de besos la mano de su discípulo.

-Ahora, tome usted cualquier otra calle y retírese a su casa.

-Sí, yo fui a la tuya a tiempo que salía Fermín con tu caballo, le seguí, después te seguí a ti y...

-bien, otra cosa: ¿tiene usted alguna persona de su íntima confianza, hombre o mujer, donde alguna vez haya usted pasado la noche?

-Sí.

-Pues ahora mismo vaya usted a convenir con ella en que usted ha pasado en su compañía la noche de ayer, por lo que pueda suceder. Adiós, señor

Y Daniel picó el caballo, y, corriendo un gran riesgo, bajó a galope la barranca de balcarce, y tomó la calle Larga cuando ya estaba oscura por la sombra de los edificios o de los árboles, en cuyas copas morían desmayadas las últimas claridades de la tarde.

Era ése el mismo camino por donde diez y ocho horas antes había pasado con el cuerpo exangüe de su amigo; y era a la casa de la hermosa Amalia, en que había recibido hospitalidad y vuelto a la vida, donde ahora se dirigía el valiente y generoso Daniel.

«Tucumán es el jardín del universo, en cuanto a la grandeza y sublimidad de su naturaleza», escribió el capitán Andrews en su Viaje a la América del Sur, publicado en Londres en 1827; y el viajero no se alejó mucho de la verdad con esa metáfora al parecer tan hiperbólica.

Todo cuanto sobre el aire y la tierra puede reunir la Naturaleza tropical de gracias, de lujo y poesía se encuentra confundido allí, como si la provincia de Tucumán fuese la mansión escogida de los genios de esa desierta y salvaje tierra que se extiende desde el Estrecho hasta bolivia, y desde el Andes al Uruguay.

Suave, perfumada, fértil, y rebosando gracias y opulencia de luz, de pájaros y flores, la Naturaleza armoniza allí el espíritu de sus creaturas, con las impresiones y perspectivas poéticas en que se despierta y desenvuelve su vida.

El corazón especialmente es en el hombre la obra perfecta de su clima, a quien después la educación aumenta o desfigura el grabado de su primitivo molde. Y en Tucumán, como en todas esas latitudes privilegiadas, entibiadas por la luz de los trópicos, el corazón participa con el aire, con la luz, con la vegetación, de esa abundancia de calor y de vida, de armonía y de amor, que exhala allí superabundante la Naturaleza.

Y es entre ese jardín de pájaros y flores, de luz y perspectivas, que se repite con frecuencia ese fenómeno fisiológico de que los ingleses se ríen y los alemanes dudan, como dice el novelista bulwer, que acontece bajo el tibio cielo de la Italia, y entre los pueblos más meridionales de la península española; es decir, esas pasiones de amor que nacen, se desenvuelven y dominan en el espacio de algunas horas, de algunos minutos también, decidiendo luego del destino futuro de toda una existencia.

Y entre ese jardín de pájaros y flores, de luz y perspectivas, nació Amalia, la generosa viuda de barracas, con quien el lector hizo conocimiento en los primeros capítulos de esta historia, y nació allí como nace una azucena o una rosa, rebosando belleza, lozanía y fragancia.

El coronel Sáenz, padre de Amalia, murió cuando ésta tenía apenas seis años; y en uno de los viajes que su esposa, hermana de la madre de Daniel bello, hacía a buenos Aires, sucedió esa desgracia.

Amalia aspiró hasta en lo más delicado de su alma todo el perfume poético que se esparce en el aire de su tierra natal, y cuando a los diez y siete años de su vida dio su mano, por insinuación de su madre, al señor Olavarrieta, antiguo amigo de la familia, el corazón de la joven no había abierto aún el broche de la purísima flor de sus afectos, y los hálitos de su aroma estaban todavía velados entre las lozanas hojas mal abiertas.

Más que un esposo, ella tomó un amigo, un protector de su destino futuro.

Pero el de Amalia parecía ser uno de esos destinos predestinados al dolor que arrastran la vida a la desgracia, fija, poderosa, irremediablemente, como la vorágine de Moskoe a los impotentes bajeles.

¡El coronel Sáenz amaba a su pequeña hija con un amor que rayaba en idolatría, y el coronel Sáenz bajó a la tumba cuando su hija aún no había salido de la niñez!

¡El señor Olavarrieta amaba a Amalia como su esposa, como su hermana, como su hija, y el señor Olavarrieta murió un año después de su matrimonio, es decir, año y medio antes de la época en que comienza esta historia!

¡Ya no le quedaba a Amalia sobre la tierra otro cariño que el de su madre, cariño que suple a todos cuantos brotan del corazón humano; único desinteresado en el mundo y que no se enerva ni se extingue sino con la muerte; y la madre de Amalia murió en sus brazos tres meses después de la muerte del señor Olavarrieta!

Los espíritus poéticos, en quienes la sensibilidad domina prodigiosamente la organización y la vida, tienen en sí mismos el germen de una melancolía innata que se desenvuelve en el andar del tiempo y los sucesos, y llega a enseñorearse tanto de aquellos espíritus, que, sin saberlo ellos, llegan a ser melancólicos hasta en los sueños o en las realidades de su propia felicidad.

Sola, abandonada en el mundo, Amalia, como esas flores sensitivas que se contraen al roce de la mano o a los rayos desmedidos del sol, se concentró en sí misma a vivir con las recordaciones de su infancia, o con las creaciones de su imaginación, alumbradas con los rayos diáfanos y dorados de las ilusiones, que de vez en cuando se escapan de la luz íntima de los espíritus poetizados y cruzan por ese mundo sin forma, ni color, que los sentidos no palpan, pero que existe, sin embargo, para la imaginación y para el alma.

Sola, abandonada en el mundo, quiso también abandonar su tierra natal, donde hallaba a cada instante los tristísimos recuerdos de sus desgracias, y vino a buenos Aires a fijar en ella su residencia.

Ocho meses hacía que se encontraba allí, tranquila si no feliz, cuando nos la dieron a conocer los acontecimientos del 4 de mayo. Y veinte días después de aquella noche aciaga, volvemos a encontrarnos con ella en su misma quinta de barracas.

Eran las diez de la mañana, y Amalia acababa de salir de un baño perfumado.

La luz de la mañana entraba al retrete, que los lectores conocen ya, a través de las dobles cortinas de tul celeste y de batista, e iluminaba todos los objetos con ese colorido suave y delicado que se esparce sobre el oriente cuando despunta el día.

La chimenea estaba encendida, y la llama azul que despedía un grueso leño que ardía en ella se reflectaba, como sobre el cristal de un espejo, en las láminas de acero de la chimenea; formándose así la única luz brillante que allí había.

Los pebeteros de oro, colocados sobre las rinconeras, exhalaban el perfume suave de las pastillas de Chile que estaban consumiendo; y los jilgueros, saltando en los alambres dorados que los aprisionaban, hacían oír esa música vibrante y caprichosa con que esos tenores de la grande ópera de la Naturaleza hacen alarde del poder pulmonar de su pequeña y sensible organización.

En medio de este museo de delicadezas femeniles, donde todo se reproducía al infinito sobre el cristal, sobre el acero, y sobre el oro, Amalia, envuelta en un peinador de batista, estaba sentada sobre un sillón de damasco caña, delante de uno de los magníficos espejos de su guardarropas; su seno casi descubierto, sus brazos desnudos, sus ojos cerrados, y su cabeza reclinada sobre el respaldo del sillón, dejando que su espléndida y ondeada cabellera fuese sostenida por el brazo izquierdo de una niña de diez años, linda y fresca como un jazmín, que, en vez de peinar aquéllos, parecía deleitarse en pasarlos por su desnudo brazo para sentir sobre su cutis la impresión cariñosa de sus sedosas hebras.

En ese momento, Amalia no era una mujer: era una diosa de esas que ideaba la poesía mitológica de los griegos. Sus ojos entredormidos, su cabello suelto, sus hombros y sus brazos descubiertos, todo contribuía a dar mayor realce a su belleza. Era así, dormida y cubierta por un velo más descuidado que ella misma, que algunos escritores de Roma antigua describen a Lucrecia, cuando se ofreció por primera vez a los ojos de Sextus, de quien el bárbaro crimen debía perder la mujer y salvar la patria, 509 años antes de Cristo. Y cuando Cleopatra llegó hasta su vencedor, en su galera con popa de oro, con velas de púrpura y remos de plata, venía dormida sobre cojines egipcios, sirviendo de velo a su seno de alabastro, sus cabellos negros como la noche, y Antonio olvidó a Roma y sus legiones y se hizo esclavo de la diosa dormida. Así, en ese momento, y de ese modo, Amalia, repetimos, no era una mujer, sino una diosa.

Había algo de resplandor celestial en esa criatura de veinte y dos años, en cuya hermosura la Naturaleza había agotado sus tesoros de perfecciones, y en cuyo semblante perfilado y bello, bañado de una palidez ligerísima, matizada con un tenue rosado en el centro de sus mejillas, se dibujaba la expresión melancólica y dulce de una organización amorosamente sensible.

En ese momento no era el sueño quien cerraba los párpados de Amalia, entrelazando sus largas y pobladas pestañas; no era el sueño, era un éxtasis delicioso que embriagaba de amor aquella naturaleza armoniosa e impresionable, bajo la tibia temperatura que la acariciaba, y en medio a los perfumes, a la música y a los rayos blancos y celestinos de luz que la inundaban blandamente.

Imágenes blancas y fugitivas, como esas mariposas del trópico que vuelan y sacuden el polvo de oro de sus alas sobre las flores que acarician, parece que volaban jugueteando por el jardín de su fantasía; pues dos veces su Fisonomía animóse y la sonrisa entreabrió sus labios, que cerráronse luego como dos hojas de rosa a quien halaga y conmueve el aliento fugaz que se escapa de los labios de un amante que pone un beso sobre ella, en recordación de la mano que se la envía.

De repente, Amalia hizo un ligero movimiento con su cabeza, huyendo como un perfume un ligero suspiro de su pecho, y Luisa, la pequeña compañera de Amalia, más que su ayuda de tocador, viendo llegar el momento en que iba a concluirse su placer, más bien que su tarea, dejó caer suavemente los cabellos sobre el respaldo del sillón, los miró todavía un instante, y deslizándose como una sombra sobre el tapiz del retrete, puso nuevas pastillas en los pebeteros, agitó sus manecitas junto a las jaulas de los jilgueros, y corrió una pantalla de raso verde en la boca de la chimenea. La luz, entonces, quedó completamente amortiguada; los pájaros trinaron más alegres, y un ambiente dulce y perfumado se esparció de nuevo alrededor de Amalia.

Luisa conocía, por la práctica, la organización de su señora, y al acercarse a ella, después de sus rápidas y silenciosas operaciones, la miró con una sonrisa encantadora de triunfo, y comenzó a pasar su mano, casi imperceptiblemente, por las sienes y los cabellos de la diosa dormida, acabando así de magnetizarla sin saberlo: porque en Amalia había una de esas organizaciones perfectas y sensibles en quienes la armonía de la Naturaleza o del espíritu obra esa influencia magnética y voluptuosa que postra el alma bajo el imperio de un encantamiento indefinible y misterioso, en los momentos en que está conmovida por impresiones simpáticas con su organización.

Luisa acababa de formar una corona con los cabellos de Amalia en torno de su bellísima cabeza, cuando la hija del jardín argentino abrió los ojos y derramó de ellos, húmedos y melancólicos, un mar de luz parecida a la que vierten los crepúsculos de una tarde lánguida del mes de enero,

Sus labios, rojos como la flor del granado, se abrieron para dejar libertad a un suspiro aromado con las esencias de su corazón, que acababa de despertarse entre el jardín de las ilusiones.

Sus brazos, que habrían dado envidia al cincel que labró la Venus de los Médicis, y cuya encarnación casi trasparente sólo habría podido imitarse en alguna veta privilegiada del mármol de Carrara, desnudos hasta los hombros, sobre los que había apenas una pulgada de encaje para sostener el cambray que coqueteaba sobre su seno, se extendían descuidados sobre los del sillón; y su pequeño pie, desnudo, entre una chinela de cabritilla, se escapaba del peinador de batista, de cuyas ondas, semejantes a una tenue neblina, se podría decir:

Porem nem tudo esconde, nem descobre

como de la gasa que cubría a la hermosa Dione del príncipe de los poetas lusitanos.

Sin embargo, en aquel modelo de perfecciones mujeriles, radiante en aquel momento de cuanto puede animar la voluptuosidad humana, se reflejaba algo que los sentidos no alcanzaban a comprender, porque pertenecía a lo más ideal de la poesía y del amor.

Aquella fisonomía tan dulce a par de bella estaba bañada por una luz tenue de melancolía y sentimiento; y en el cristal límpido de aquellos ojos, que se entreabrían en medio de un éxtasis del alma, había más de ilusión que de mirada mundanal; mezcla indefinible de abstracción de la vida y de esa claridad sobrenatural que se difunde en la pupila cuando el espíritu está más arriba de la tierra, y absorbe, en sus raptos de poesía, los destellos de la luz del cielo. Y puede decirse que en ese raudal de luz que se desprendía de sus ojos, las gracias, la belleza material de esa mujer, se espiritualizaban a su vez; sublimándose de ese modo cuanto la Naturaleza tiene de más perfecto y encantador en los pinceles con que delinea y pinta ese hermoso ángel de tentación que se llama mujer.

En la mujer, los encantos físicos dan resplandor, colorido, vida a las bellezas y gracias de su espíritu; y las riquezas de éste a su vez dan valor a los encantos materiales que la hermosean. Y es de esta unión armónica del alma y los sentidos, que resalta siempre la perfección de una mujer; ante quien los sentidos entonces dejan de ser audaces por respeto a su alma, y el amor deja de ser una espiritualización extravagante por respeto a la belleza material que lo fomenta, si no precisamente lo origina.

Y era Amalia, pues, una de esas privilegiadas creaturas que reúnen en sí aquella doble herencia del cielo y de la tierra, que consiste en las perfecciones físicas, y en la poesía o abundancia de espíritu en el alma.

Perezosa como una azucena del trópico a quien mueve blandamente la brisa de la tarde, su cabeza se inclinó a un lado del respaldo del sillón, fijó sus ojos tiernos en la pequeña Luisa, y con una sonrisa encantadora la preguntó:

-¿He dormido, Luisa?

-Sí, señora -le contestó la niña sonriendo a su vez.

-¿Mucho tiempo?

-Mucho tiempo no, pero más que otras veces.

-¿Y he hablado?

-Ni una palabra; pero ha sonreído usted dos veces.

-Es verdad; sé que no he hablado, y que me he sonreído.

-¡Cómo! ¿Lo que hace usted dormida, lo recuerda cuando se despierta?

-Pero yo no duermo cuanto tú lo piensas, Luisa mía -contestóle Amalia mirando con una expresión llena de cariño a su inocente compañera.

-¡Oh, sí que duerme usted! -replicó la niña sonriendo otra vez.

-No, Luisa, no. Yo estoy perfectamente despierta cuando tú crees que duermo. Pero una fuerza superior a mi voluntad cierra mis párpados, me domina, me desmaya; no sé nada de cuanto pasa en derredor de mí, y, sin embargo, no estoy dormida. Veo cosas que no son realidades; hablo con seres que me rodean, siento, gozo o sufro según las impresiones que me dominan, según los cuadros que me dibuja la imaginación, y, sin embargo, no estoy soñando. Vuelvo de esa especie de éxtasis y recuerdo perfectamente cuanto ha pasado en mí; aún más: conservo por mucho tiempo el influjo poderoso que me ha dominado y creo estar aún en medio de las imágenes que acaba de crear mi fantasía; como en este momento, por ejemplo, creo verlo como hace un instante lo estaba viendo aquí, aquí a mi lado...

-¡Viendo! ¿A quién, señora? -preguntó la niña, que no podía explicarse lo que acababa de oír.

-¿A quién?

-Sí, señora. aquí no ha habido nadie más que nosotras, y usted dice que lo estaba viendo.

-A mi espejo...-contestó Amalia sonriendo y mirándose por primera vez en el espejo que tenía delante.

-¡Ah, pues si no veía usted más que el espejo!...

-Sí, Luisa, solamente a mi espejo... vísteme pronto... y, entretanto, dime: ¿qué me referiste al despertarme?

-¿Del señor Don Eduardo?

-Sí; eso era; del señor belgrano.

-¡Pero, señora, todo lo olvida usted! Es ésta la cuarta vez que voy a hacer la misma relación.

-¡Ah, la cuarta vez! bien, mi Luisa, después de la quinta yo no te lo preguntaré más -dijo Amalia parada delante de su espejo, ajustándose un batón de merino color violeta con guarniciones de cisne.

-¡Vaya, pues! -prosiguió Luisa-, cuando salí al patio, fui, como me ha ordenado usted que lo haga todas las mañanas, a preguntar al criado cómo se hallaba su señor; pero ni el uno ni el otro estaban en sus habitaciones. Yo me volvía, cuando a través de la verja los descubrí en el jardín. El señor Don Eduardo cogía flores y hacía un ramillete cuando me acerqué a él. Nos saludamos y estuvimos hablando mucho rato de...

-¿De quién?

-De usted, señora, casi todo el tiempo; porque ese señor es el hombre más curioso que he visto en mi vida. Todo lo quiere saber; si usted lee de noche, qué libros lee, si usted escribe, si le gustan más las violetas que los jacintos, si usted misma cuida de sus pájaros, si... ¡qué sé yo cuántas cosas!

-¿Y de todo eso hablaron hoy?

-De todo eso.

-Y de la salud de él no hablaste nada, tontuela.

-¡Pues! Tonta sería si le hubiese preguntado sobre lo mismo que estaba viendo con mis ojos.

-¡Sólo que estuviese ciega! Me parece que hoy cojea más que ayer, que fue el primer día que salió al patio; y a veces al asentar la pierna izquierda se conoce que sufre horriblemente.

-¡Oh, Dios mío! Si no debe caminar todavía, ¡es terco!..., ¡es terco! -exclamó Amalia como hablando consigo misma y dando un golpe con su preciosa mano sobre el brazo aterciopelado del sillón-. ¡Y quiere salir! -continuó Amalia después de un momento de silencio-. ¡Este Daniel quiere perderlo, y quiere enloquecerme, está visto! Acaba, Luisa, acaba de vestirme y después...

-Y después tomará usted su vaso de leche azucarada, porque está usted muy pálida. ¡Ya se ve, está usted en ayunas y ya es tan tarde!

-¡Pálida!¿Te parezco muy mal, Luisa? -preguntó Amalia delante de su espejo, mirándose de pies a cabeza, mientras sujetaba con una cinta azul el cuello de encajes con que pretendía velar el delicado alabastro de su garganta.

-¿Mal? No, señora, hoy está usted tan bella como siempre. Está usted un poco pálida y nada más.

-¿De veras?

-Cierto que sí, señora; y esta noche...

-¡Ah, no me hables de esta noche!

-¿Cómo? ¿No le gustará a usted el estar bien para esta noche?

-Por el contrario, Luisa, querría estar enferma.

-Como lo oyes.

-Pues, señora, cuando yo tenga más edad y me conviden para un baile, desearé estar muy buena, y muy buena moza.

-Ya lo ves, hija mía -dijo Amalia sonriendo de la ingenuidad de Luisa-. Ya lo ves, tú desearías estar buena, y yo deseo estar enferma.

-¡Ah, eso yo sé por qué es!

-¿Tú?

-Yo, sí, señora, ¿piensa usted que yo no la conozco?

-¿Tú sabes por qué deseo enfermarme?

-¡Toma! ¿A que acierto?

-A ver, dilo.

-Por no ponerse la divisa, ¿acerté?

Amalia se rió, y dijo:

-En la mitad has acertado.

-bien, ¿a qué acierto en la otra mitad?

-Vamos a ver.

-Porque no va usted a poder tocar su piano a las doce, como lo hace todas las noches antes de acostarse, ¿es eso?

-No.

-¿No?

-No has acertado.

-Entonces... no importa; pero usted está lindísima, que es lo que más interesa.

-Gracias, mi Luisa, gracias -dijo Amalia pasando su mano por la cabeza de la niña-. Sin embargo, yo quiero creer lo que me dices, porque por la primera vez de mi vida tengo la pueril ambición de parecer bien a los demás..., pero -y como arrepintiéndose al momento de lo que acababa de pronunciar, prosiguió-: No hablemos de estas tonterías, Luisa. ¿Sabes una cosa?

-¿Qué, señora?

-Que estoy enojada contigo -respondió Amalia mirando los jilgueros.

-Será la primera vez -replicó Luisa entre cierta y dudosa de las palabras de su señora, que jamás la había reconvenido.

-¿La primera vez? Es verdad, pero es porque ésta es la primera vez que mis pájaros no tienen agua.

-¡Ah! -exclamó Luisa, dándose una palmadita en la frente.

-Y bien, ¿confiesas que tengo razón?

-No, señora.

-¿Pues no ves?

-No, señora, no tiene usted razón.

-Pero ¿y la copa con el agua?

-No está en la jaula.

-Luego...

-¿Luego qué, señora?

-Luego tú tienes la culpa.

-No, señora; la tiene el señor Don Eduardo.

-¿belgrano? Estás loca, Luisa.

-No, señora, estoy en mi juicio.

-Explícate entonces.

-Es muy fácil. Esta mañana cuando fui a saber de la salud del enfermo, llevaba las copitas para limpiarlas, y como ese señor es tan curioso, quiso saber de quién y para qué eran, y luego que le dije la verdad, las tomó, se puso él mismo a limpiarlas, y ahora recuerdo que mientras su criado traía agua, él las puso junto a una planta de jacintos. En esto fue que sentí la campanilla, vine, y olvidé las copitas.

-¿Ves?-dijo Amalia, sin saber lo que decía, pues mientras sus dedos de rosa y leche jugaban con las alas de sus pájaros, su imaginación se había preocupado de mil ideas diversas, y que sólo Dios y su espíritu podrían explicarnos, al escuchar la sencilla relación de Luisa.

-Ves, ¿qué?, señora -insistió ésta-. Si el señor Don Eduardo no hubiera sido tan curioso, yo no hubiera olvidado...

-Luisa.

-Me va usted a retar por otra cosa.

-No... oye... ¿qué horas son?

-Las once.

-bien, irás a decir al señor belgrano que dentro de media hora tendré mucha satisfacción en recibirle, si le es posible llegar hasta el salón.


Acababan de dar las cinco de la tarde en el reloj de San Francisco; y el sol, próximo a su ocaso, no prometía por mucho tiempo ese recuerdo de su pasado esplendor que se llama crepúsculo, porque la tarde estaba nebulosa, cargado el aire de esos vapores densos y húmedos tan comunes en buenos Aires, en la estación del invierno, que en el año de 1840 había anticipado sus rigores desde los últimos días del mes de abril.

La calle de Comercio, donde no hay, sin embargo, comercio ni comerciantes, estaba casi desierta en ese momento, y de las pocas personas que la transitaban eran dos hombres que venían caminando a prisa en dirección al río: uno de ellos cubierto con una capa azul, corta y sin cuello, como la que usaban los antiguos caballeros españoles y los nobles venecianos; y el otro vestía un sobretodo blanco que le llegaba hasta el tobillo.

-De prisa, mi querido maestro, de prisa, porque la tarde se nos va -dijo el personaje de la capa azul a su compañero de levitón blanco.

-Si hubiéramos salido más temprano, no tendríamos que andar a este paso fatigoso, precipitado, incómodo que llevamos -contestó aquel último, poniendo bajo su brazo izquierdo una larga caña de la India con un puño de marfil que llevaba en su mano, y siguiendo el paso ligero de su compañero.

-No tengo yo la culpa; esta naturaleza del Plata, más veleidosa que sus hijos, es la que me ha engañado: hace dos horas que el cielo estaba limpio; contaba con media hora de crepúsculo, y de repente el cielo se ha cargado, se ha embozado el sol, y he perdido en mi cálculo; pero no importa, ya estamos cerca y trabajará usted de prisa.

-Trabajará usted de prisa.

-Eso he dicho.

-¿Pero en qué especie de ocupación?

-Adelante, mi querido maestro, adelante.

-¿Quieres que te diga una cosa, mi estimado y querido Daniel?

-Pero sin pararnos.

-Sin pararnos.

-Sin digresiones.

-Sin digresiones.

-¿A ver, qué cosa?

-Que tengo un miedo justísimo, razonable, profundo.

-¡Ah!, señor, usted tiene dos cosas que lo acompañan siempre.

-¿Y cuáles, mi Daniel querido y amado?

-Un caudal inagotable de adjetivos, y una dosis de miedo entre el cuerpo, que no acabará usted de digerirla en su vida.

-bien, bien: de lo primero hago alarde, porque eso no prueba otra cosa que los vastos estudios que he hecho en nuestro rico, fecundo y elocuente idioma. En cuanto a lo segundo, te diré que yo no he tomado la dosis sino cuando, poco más o menos, todos nos hemos enfermado de un mismo mal en buenos Aires, y...

-Silencio y despacio -dijo el individuo de la capa, en quien los lectores habrán reconocido a su amigo Daniel, como en su interlocutor al antiguo maestro de primeras letras, empleado en otro tiempo por la Comisión Topográfica, según la hoja de sus servicios públicos.

-Silencio y despacio -había dicho Daniel al llegar con su acompañante a la prolongación de la calle de balcarce, cuya línea irregular son los tres últimos ángulos de las calles de San Lorenzo, de la Independencia y de Luján, según se llamaban entonces.

Los dos personajes siguieron por ella en dirección a barracas muy tranquilamente; llegaron a la de Cochabamba, y, siendo Daniel quien dirigía la marcha, doblaron hacia el río y se pararon a la puerta de una casa, al principio de esa calle de Cochabamba, a la derecha.

-Dé usted vuelta con precaución y vea si alguien viene -dijo Daniel a su compañero en el momento de llegar a la puerta.

La caña de la India cayó al suelo inmediatamente, como era la costumbre del señor Don Cándido Rodríguez, cuando a costa del puño de marfil, policeaba con sus ojos el camino que acababa de andar.

-Nadie, mi querido Daniel.

Y el joven, con la mayor calma y sangre fría, abrió la puerta con una llave que traía en su bolsillo; hizo entrar a su acompañante, y, cerrando otra vez la puerta, volvió a guardar su llave en el bolsillo.

Don Cándido, entretanto, se había puesto más blanco que la alta y almidonada corbata de estopilla, tan adherida siempre a su persona como su caña de la India.

-¿Pero qué es esto? ¿Qué casa misteriosa y recóndita es ésta a que me conduces, mi querido Daniel?

-Es una casa como otra cualquiera, mi querido señor -dijo Daniel levantando el picaporte de una puerta al zaguán y entrando a una pieza que servía de sala, yendo el señor Don Cándido casi pegado a los pliegues de la capa de su discípulo.

-Espere usted aquí -le dijo Daniel, pasando a una habitación contigua a la sala, donde había una de esas camas de matrimonio que necesitan una escalera para su ascensión. Daniel levantó la colcha de zaraza que la cubría, se convenció de que no había nadie oculto bajo aquella mole inmensa; pasó en seguida a otras dos habitaciones en que repitió la misma operación que con la colcha de la cama, en cuatro catres de lona muy pobremente cubiertos, pero con mucho aseo y con algunas mallas en las fundas, últimos restos de una pasada opulencia en la reina de aquella Roma; registró en fin todo cuanto en aquella casa podía ocultar una persona, y, saliendo al pequeño patio, afirmó a la pared una escalera de mano, y subió a la azotea: no quedaba ya sino un cuarto de hora o veinte minutos de claridad.

Daniel recorrió con una mirada de águila toda la extensión que descubría desde aquel punto. No había en derredor de él ninguna eminencia que dominase el lugar en que se encontraba. Al frente de la casa se descubría una hermosa quinta; al fondo, el hueco y las casuchas de donde comienza la calle de San Juan; a la derecha, unos cuartos en ruina; a la izquierda, una casa antigua y vacía que daba a la barranca, y a la cual se abría una pequeña ventana en la cocina de la casa. Daniel examinó todo esto en un minuto y descendió al patio.

-¡Mi querido y estimado y bien amado señor Don Cándido! -gritó desde allí.

-¿Daniel? -contestó con voz trémula desde la sala el maestro de primeras letras.

-Ha llegado el momento de trabajar -le dijo el discípulo-, y sobre todo, de no tener miedo -continuó al verlo pálido como un cadáver.

-¡Pero Daniel, esta casa! ¡Esta soledad! ¡Este misterio! ¡En las circunstancias en que vivimos!... Mi posición de empleado secreto de Su Excelencia el señor Ministro y...

-Señor Don Cándido, usted ha desparramado la noticia de la rebelión del general La Madrid.

-¡Daniel! ¡Daniel!

-Es decir, me lo dijo usted a mí, y tanto vale decir estas cosas a uno solo, como a mil.

-Pero tú no me perderás, Daniel -exclamó el pobre Don Cándido, próximo a caer de rodillas delante del joven.

-Al contrario, para salvar a usted le hice dar un empleo que hoy comprarían con cien mil pesos muchos otros.

-Es por eso que yo te daría mi borrascosa, huérfana y trémula existencia -exclamó Don Cándido abrazando fuertemente a Daniel.

-bien, eso era lo que, yo quería que usted me repitiera; vamos ahora al trabajo: trabajo de cinco minutos solamente.

-De un año, de dos, no importa.

-Suba usted -dijo Daniel señalando la escalera a Don Cándido.

-Hasta la azotea.

-¿Y qué quieres que haga en la azotea?

-Suba usted.

-¡Pero nos van a ver!

-Suba usted con mil...

-Ya estoy en la azotea.

-Y yo también -dijo el joven poniéndose en tres saltos al lado de su compañero-, ahora sentémonos en el suelo.

-Pero hombre...

-¡Señor Don Cándido!

-Ya estoy, Daniel.

El joven sacó del bolsillo de su levita un pliego de papel marquilla, un compás, un lápiz; desdobló el papel, lo extendió sobre el piso de la azotea, y dijo con una voz que no admitía réplica:

-Señor Don Cándido: un croquis de todos los alrededores de esta casa, en diez, minutos, porque no tenemos sino quince de luz.

-Pero...

-A grandes líneas: no necesito detalles: distancias y límites solamente. Dentro de diez minutos baje usted a la sala, donde me encontrará.

Un sudor frío inundaba la frente de Don Cándido, porque a medida que la escena se hacía mis misteriosa, creía ver más cerca de sí el cuchillo de la Mashorca. Pero de otro lado estaba la mirada fascinadora de Daniel, su influencia moral que le dominaba en cuerpo y alma, y el secreto de la imprudente revelación.

Don Cándido era un vulgar ingeniero, pero lo que se le exigía en ese momento era una cosa demasiado fácil, Y antes de los diez minutos todo su trabajo estaba perfectamente concluido. Las distancias eran tan cortas, que la vista pudo suplir la falta de instrumentos.

Concluido el croquis, descendió Don Cándido, cuando empezaba a apagarse la luz del crepúsculo en el cielo, y cuando, por consiguiente, todo el interior de la casa empezaba a estar en tinieblas. Con la caña de la India, el plano, el lápiz y el compás en las manos, el buen hombre no pudo menos de llamar a su querido Daniel antes de decidirse a entrar en las habitaciones oscuras.

-¿Está hecho? -le preguntó aquél, saliendo a recibirlo al patio.

-Ya, ya está. Pero es necesario ponerlo en limpio, arreglarlo y...

-Concluir todo lo que haya que hacer en él, en el curso de esta noche para entregármelo mañana antes de las diez.

-bien, mi querido Daniel. Pero ahora nos iremos de esta casa, ¿no es verdad?

-Ya no tenemos nada que hacer en ella -dijo Daniel encaminándose al zaguán, completamente oscuro.

Pero en el momento de ir a poner la llave en la cerradura, otra llave entró en ella por la parte exterior de la puerta, y la abrió con tanta prontitud que apenas dio tiempo a Don Cándido para pegarse como una sombra a la pared del zaguán, y a Daniel para retroceder dos Pasos y llevar su mano a uno de los bolsillos de su levita. Esta acción fue instintiva sin embargo, porque Daniel hacía algunos minutos ya que esperaba por momentos sentir abrir aquella puerta, pero él esperaba ver entrar por ella una mujer, varias mujeres quizá, pero no un hombre. Entretanto, era un hombre el que entró, y Daniel sacó entonces de su bolsillo aquel mismo instrumento mortífero con que salvó a Eduardo en la noche del 4 de mayo, y que todavía no hemos podido ver a clara luz para dar su nombre o su definición.

El individuo recién llegado hizo la misma operación que había hecho Daniel, es decir, cerró por dentro la puerta y se guardó la llave.

Don Cándido temblaba de pies a cabeza y hacía esfuerzos inauditos por rarificar su cuerpo contra la pared, pero todo esto eran flores.

El zaguán estaba oscurísimo.

Al darse vuelta el recién llegado y caminar el primer paso hacia adentro, rozó su brazo contra el pecho de Don Cándido, y dando un salto hacia el ángulo de la puerta:

-¿Quién está ahí? -exclamó con una voz pujante, tirando al mismo tiempo de un cuchillo de quince pulgadas, cuya aguzada punta fue a tocar el hombro de Don Cándido al estirarse el brazo que la dirigía.

La oscuridad era sepulcral, y un silencio profundo sucedió a la interrogación del desconocido.

-¿Quién está ahí? -repitió-. Conteste usted o le mato por unitario, porque sólo los unitarios hacen emboscadas a los defensores de la Federación...

Nadie respondió.

-¿Quiénes? Conteste porque le mato -repitió el amable interrogador que, sin embargo, lejos de querer dar un paso hacia adelante, se perfilaba lo más que le era posible en el ángulo de la puerta, extendiendo el brazo, armado de su cuchillo, hacia adelante.

-Servidor de usted, mi distinguido y estimado señor, a quien no tengo el honor de conocer, pero a quien aprecio muchísimo -contestó Don Cándido con una voz tan trémula y meliflua que inspiró al desconocido todo el valor que le faltaba y de que había querido hacer alarde un momento antes.

-¿Pero quiénes usted?

-Un humilde servidor suyo.

-¿Su nombre?

-¿Tiene usted la bondad de abrirme la puerta y dejarme pasar, mi distinguido y apreciable señor?

-Ah, no quiere usted decir su nombre, porque es algún unitario, algún espía, ¿eh?

-Señor de toda mi estimación, yo soy capaz de hacerme ahorcar en servicio del Ilustre Restaurador de las Leyes, gobernador y capitán general de la provincia de buenos Aires, encargado de las Relaciones Exteriores de la Confederación, brigadier Don Juan Manuel de Rosas, marido de su difunta esposa la señora heroína Doña Encarnación Ezcurra de Rosas; que en paz descanse, padre de la señorita federal Doña Manuelita de Rosas y Ezcurra, hermano del señor ilustre federal Don Prudencio, Don Gervasio, Don...

-Acabe usted con todos los diablos, ¿cómo se llama, le he preguntado?

-Y también soy capaz de hacerme ahorcar en servicio de usted y de su amable familia; ¿tiene usted familia, mi estimado señor?

-Yo le voy a dar familia: a ver...

-¿A ver qué? -preguntó Don Cándido, yerto y ya sin fuerza para sostenerse sobre sus piernas.

-A ver: bata usted las manos.

-¿Qué bata las manos, mi querido señor?

-Pronto, porque si no le mato.

-Nuestro Don Cándido no esperó oír segunda vez esta amenaza, y se puso abatir las manos sin saber lo que aquella pantomima significaba.

Luego que el desconocido comprendió que no tenía armas en las manos, se lanzó sobre él, y poniéndole al pecho la punta del cuchillo:

-Confiéseme usted -le dijo- por cuál de ellas viene, o le clavo contra la pared.

-¿Yo?

-Sí, usted.

-¿Por cuál de ellas?

-Sí;¿viene usted por Andrea?

-¿Por misia Andreíta?... ¡Señor!...

-Acabe usted, ¿viene por Gertrudis?

-Pero señor, si yo no conozco a misia Gertrudis ni a misia Andrea, ni a su digna y respetable familia ni...

-Confiese: confiese, o le mato.

-Confiéseme usted por cuál de ellas viene, o le astillo el cráneo -dijo junto al desconocido la voz de un hombre que con una mano le tenía sujeto por el brazo derecho, y con la otra martillaba suavemente en la cabeza con una cosa durísima y pesada; hombre que, como se comprende, no era otro que nuestro Daniel, que había presenciado tranquilo la cómica escena entre el desconocido y Don Cándido, hasta que vio llegado el momento de tomar parte en ella para darla fin.

-¡Socorro!

-Silencio u os mando a los infiernos -le dijo Daniel, dando un poco más fuerte con su instrumento; cosa que dejó aturdido por un momento a quien recibió el golpe.

-¡Piedad! ¡Piedad! ¡Soy un sacerdote, el mejor federal, el cura Gaete! ¡No cometáis el sacrilegio de derramar mi sangre!

-Soltad el cuchillo, mi reverendo padre.

-Dádmelo a mí -exclamó Don Cándido buscando a tientas el brazo que tanto le había hecho temblar y recogiendo de él el formidable puñal.

-Soltad.

-¡Ya lo he dado, ya lo he dado!-exclamó el cura Gaete, según que éste era el nombre que acababa de darse. ¡Soltadme ahora! -continuó, haciendo esfuerzos por desasirse de la mano de fierro de Daniel-. ¡Soltadme! Ya os he dicho que soy un sacerdote.

-¿Y por cuál de ellas viene a esta casa, reverendo padre? -dijo Daniel parodiando la pregunta que había hecho el dignísimo cura de la Piedad a Don Cándido.

-¿Yo?

-Usted, mal sacerdote, federal inmundo, hombre canalla: usted a quien yo debería ahora mismo pisarlo como a un reptil ponzoñoso y libertar de su aspecto a la sociedad de mi país, pero cuya sangre me repugna derramar, porque me parece que su olor me infectaría. Os siento temblar, miserable, mientras mañana levantaréis vuestra cabeza de demonio para buscar sobre todas las otras la que no podéis ver en este momento, y que, sin embargo, es bastante fuerte por sí sola, pues que os hace temblar: a vos que subís a la cátedra del Espíritu Santo con el puñal en la mano, y lo mostráis al pueblo para excitarlo al exterminio de los unitarios, de quienes el polvo de su planta es más puro y limpio que vuestra conciencia...

-¡Piedad, piedad, soltadme!-exclamó el fraile a quien más arredraba la entonación de la voz y las palabras de Daniel, que caían como gotas de plomo derretido sobre su cancerosa conciencia, que el peligro material de su posición entre las manos de aquel hombre a quien no conocía, y que, como un juez terrible, tenía en sus palabras el sello de la inexorabilidad y la justicia.

-¡De rodillas, miserable!-exclamó Daniel tomando al cura Gaete por el cuello, inclinándolo hacia el suelo y consiguiendo ponerlo de rodillas sin dificultad.

-Así -dijo después de una breve pausa-. ¡Así!, sacrílego: ministro de ese culto de sangre con que hoy profanan en mi patria la libertad y la justicia. ¡En mi persona, pide perdón a los buenos del mal que les haces, y sea el anatema que descargo sobre tu cabeza, un presagio del que te espera en el cielo! Así, de rodillas; y representa en este momento la imagen de la horda maldita a que perteneces, cuando esté de rodillas en el cadalso pidiendo misericordia a Dios, misericordia a los hombres, misericordia al verdugo; y Dios vuelva su vista, y los hombres cierren sus oídos, y el verdugo descargue el golpe de la justicia humana sobre la cabeza de los bandidos heroificados en ese reino de sangre y de delitos que llamáis Federación. De rodillas, así, como estará ante la historia desde el primero hasta el último de cuantos de vosotros habéis contribuido a la desgracia de la patria, y al extravío de las generaciones todavía. Así, fraile apóstata, de rodillas.

Y Daniel sacudió con fuerza la cabeza del cura Gaete, que se apoyó maquinalmente sobre el joven, porque un vértigo terrible estaba próximo a desmayarle.

-Ahora, otra cosa -dijo Daniel alzándolo de la ropa como un fardo.

-¡No!¡No más! ¡Piedad! -exclamó con voz desfallecida.

-¿Piedad? ¿La tenéis vosotros, sacerdotes ensangrentados de esa herejía política a que llamáis Federación? ¿Qué habéis dejado sin ofender? ¿Qué habéis dejado sin humillar y ensangrentar? ¿Qué piedra no os ha pedido piedad en la terrible noche de delitos que habéis levantado sobre el cielo de vuestra patria?

-¡Piedad!¡Piedad!

-En pie, miserable, en pie -dijo Daniel sacudiendo a Gaete y arrimándolo contra la pared.

-La llave de esta puerta que tenéis en vuestro bolsillo -dijo Daniel con una voz que no admitía réplica, y en el acto la llave empezó a martillar sobre su brazo, pues que la mano que la entregaba temblaba horriblemente.

Daniel tomó la llave, arrastró a Gaete hacia la puerta de la sala, que daba al zaguán, la abrió y diole a su reo un empujón tal, que le hizo ir rodando y caer estrepitosamente en medio de la pieza. Cerró la puerta y:

-Pronto, ahora... ¿dónde está usted? -dijo.

-Aquí -contestó Don Cándido, desde el medio del patio.

-Venga usted, con mil diablos.

-Salgamos de esta casa -dijo Don Cándido, acercándose a su discípulo y tomándose de su brazo.

Daniel tocaba ya la puerta de la calle y buscaba la cerradura para abrirla, cuando de la parte exterior otra llave entró en ella y abrióse la puerta.

-¡Santos y querubines del cielo! -exclamó Don Cándido abrazándose de la cintura de Daniel.

-Afuera, afuera -dijo Daniel casi al oído de la persona que acababa de abrir la puerta, a quien había conocido a la escasa claridad de la noche, como a tres otras más que venían con ella: las cuatro eran mujeres. Y arrastrando hacia la vereda a Don Cándido, cerró la puerta, y dando la llave a la persona primera a quien había hablado:

-Es necesario que no entre usted a su casa hasta dentro de un cuarto de hora: el cura Gaete está en la sala -le dijo.

-¡El cura Gaete! ¡Dios mío! ¡Una tragedia en mi estancia!

-No sabe quién soy; pero si se le abre la puerta podrá seguirme.

-¡Dioses inmortales!

-Sostendrá usted -continuó Daniel embozándose en la capa y hablando quedo para no ser visto ni oído de las otras mujeres- que no sabe ni quién soy, ni cómo he entrado: un solo mal rato sobre mí lo comprará usted bien caro, Doña Marcelina, pero, como hemos de ser siempre buenos amigos, mientras el reverendo cura descansa en la sala, vuelva usted a las tiendas y compre algo a las niñas -dijo Daniel, poniendo un rollo de billetes de banco en la mano de Doña Marcelina, y en seguida atravesó la calle, se reunió a Don Cándido, que lo esperaba en la vereda opuesta, y tomándolo del brazo, se sumergió en la oscura y solitaria calle de Cochabamba.


-¡Despacio, Daniel, más despacio, porque me ahogo! -dijo Don Cándido al llegar a la esquina de la calle de Chacabuco.

-Adelante, adelante -le contestó Daniel, doblando por esa calle, tomando en seguida la de San Juan, y enfilando luego la de las Piedras.

-bien -dijo entonces Daniel, acortando el paso-, ya hemos maniobrado en cuatro calles, y es demasiado gordo el buen fraile para que no hubiera reventado ya, en caso de que el diablo le hubiera hecho salir por la bocallave de la puerta.

-¡Qué fraile!; ¡Daniel, qué fraile!-exclamó Don Cándido, aspirando todo el aire que podía caber en sus pulmones, y apoyándose, al caminar, en su inseparable caña de la India.

-¡Oh, mi buen amigo, usted no lo conoce todavía!

-Y Dios me libre de conocerlo jamás.

-¿Un sacerdote con cuchillo, eh?

-Sí, Daniel; pero convendrás en que nos hemos portado maravillosamente.

-¡Pues!

-Yo me he desconocido.

-¿Cómo?

-Decía que me he desconocido.

-Pero usted siempre se portará lo mismo, mi querido amigo.

-No, mi amado, mi protector, mi salvador Daniel: no, porque en cualquiera otra ocasión me habría caído muerto al sentir la punta del puñal contra mi pecho.

-¡bah!

-Créelo, créelo, Daniel. Es efecto de mi organización sensible, delicada, impresionable. Tengo horror a la sangre, y ese demonio de fraile...

-Despacio.

-¿Qué hay? -preguntó Don Cándido girando su cabeza a todos lados.

-Nada, no hay nada; pero las calles de buenos Aires tienen oídos.

-Sí, sí; mudemos de conversación, Daniel. Iba a decirte solamente que...

-Que tú tienes la culpa del peligro en que me he encontrado.

-¿Yo?

-Pues, ¿y quién?

-Sea, pero no le debo a usted nada.

-¿Cómo?

-Decía que si lo puse a usted en tal peligro, he sido al mismo tiempo quien le ha salvado de él.

-Es cierto, Daniel, y eres ya desde hoy mi amigo, mi protector, mi salvador.

-Amén.

-¿Pero crees que el fraile?...

-Silencio, y andemos -dijo Daniel doblando por la calle de los Estados Unidos, luego por la de Tacuarí, en seguida por la del buen Orden, por donde caminó hasta llegar a la de Cangallo. Paróse en la esquina de ella, reclinó su codo en un poste, y mirando, con una expresión picante de burla y de cariño, la pálida fisonomía de Don Cándido, alumbrada en aquel momento por la claridad de uno de los faroles de la calle, soltó la risa en las barbas de su respetable maestro de primeras letras.

-¿Te sonríes, Daniel?

-No, señor, me río con todas ganas, como lo ve usted.

-¿Y de qué?

-De ver atribuirle a usted empresas amorosas, querido maestro.

-¿A mí?

-¿Pues no se acuerda usted de la pregunta de su rival?

-Pero tú sabes...

-No, señor, no sé, y es por eso que me he parado aquí.

-¿Cómo? ¿No sabes que no conozco a nadie en esa casa?

-Ya lo sé.

-¿Y qué es, pues, lo que no sabes?

-Una cosa que va usted a decírmela ya -le contestó Daniel, que se entretenía en las perplejidades de Don Cándido, y a la vez descansaba un momento su fatigado cuerpo, pues que acababa de andar con su compañero más de media legua por las calles más pésimas de la ciudad.

-¿Qué puedo yo negarte, Daniel? Habla, interroga.

-Una cosa muy simple quiero saber: y es en cuál de estas calles inmediatas está la casa de usted.

-¡Ah! ¿Querrías hacerme el honor de venir a mi casa?

-Precisamente; ése es mi deseo.

-¡Oh!, nada más fácil, estamos a dos cuadras de ella solamente.

-Sí, yo sabía que era por este barrio, ¿quiere usted guiarme?

-Por acá -dijo Don Cándido atravesando la plaza de las Artes y entrando en la calle de Cuyo.

A pocos pasos, llamó a la puerta de una casa cuyo aspecto le daba un respetable carácter de antigüedad, revelando que si no era hija, era cuando más nieta de las que allí empezaron a edificarse desde el miércoles 11 de junio del año de gracia de 1580, en que el teniente de gobernador Don Juan de Garay fundó la ciudad de la Trinidad y Puerto de buenos Aires, haciendo el repartimiento de la traza de esa ciudad en ciento cuarenta y cuatro manzanas; de las cuales tocó a Don Juan de basualdo aquella en que estaba la casa de nuestro Don Cándido Rodríguez.

Una mujer, a quien no haremos injusticia en atribuirla cincuenta inviernos, pues que las primaveras no se distinguían en ella, y a quien un buen español llamaría ama de llaves, pero a quien nosotros, buenos americanos, distinguiremos con el nombre de señora mayor, alta, flaca y arrebozada en un gran pañuelo de lana, abrió la puerta, y echó sobre Daniel su correspondiente mirada de mujer vieja: es decir, mirada sin egoísmo, pero curiosa.

-¿Hay luz en mi cuarto, Doña Nicolasa? -la preguntó Don Cándido.

-Desde la oración está encendida -le contestó la buena mujer con esa entonación acentuada, peculiar a los hijos de las provincias de Cuyo, que no la pierden jamás, pasen los años que pasen lejos de ellas, pues que es al parecer un pedazo de su tierra que traen en la garganta.

Doña Nicolasa atravesó el patio, y Don Cándido entró con Daniel a una sala en cuyo suelo desnudo, embaldosado con esos ladrillos que nuestros antiguos maestros albañiles sabían escoger para divertirse en formar con ellos miniaturas de precipicios y montañas, dio Daniel un par de excelentes tropezones, aun cuando sus pies de porteño estaban habituados a las calles de la «Muy Heroica Ciudad», donde las gentes pueden sin el menor trabajo romperse la cabeza, a pesar de todos los títulos y condecoraciones de la orgullosa libertadora de un mundo, menos de ella.

Todo lo demás de la sala correspondía naturalmente al piso; y las sillas, las mesas y un surtido estante de obras en pergamino, pero esencialmente históricas y monumentales, confesaban, sin ser interrogadas, que la ocupación de su dueño era, o había sido, la de enseñar muchachos, quienes lo primero que aprenden es el modo de sacar astillas de los asientos, y escribir sobre las mesas con el cortaplumas, o con la tinta derramada.

Sin embargo, la mesa revelaba que Don Cándido no era un hombre habitualmente ocioso, sino, por el contrario, dedicado a los trabajos de pluma: se veía en ella mucho papel, algunos croquis, un enorme diccionario de la lengua, un tintero y un arenillero de estaño, y todo en ese honroso desorden de los literatos, que tienen las cosas como tienen generalmente la cabeza.

-Siéntate, descansa, reposa, Daniel -dijo Don Cándido, echándose en una gran silla de baqueta, mueble tradicional y hereditario, colocado delante de la mesa.

-Con mucho gusto, señor secretario -le contestó

Daniel sentándose al otro lado de la mesa.

-¿Y por qué no me dices como siempre, mi querido maestro?

-¡Toma!, porque hoy tiene usted una posición más esclarecida.

-De que yo reniego todos los días.

-Y que, sin embargo, es preciso que usted la conserve.

-¡Oh, sin duda, hoy es mi áncora de salvación!

Además, yo tengo buenos pulmones, fuertes, vigorosos, y no me ha de cansar el señor doctor Don Felipe Arana.

-Ministro de Relaciones Exteriores del gobierno de la Confederación Argentina.

-Esto es, Daniel. Sabes de memoria todos los títulos de Su Excelencia.

-¡Oh! ¡Yo tengo mejor memoria que usted, señor secretario!

-¿Esa es ironía, eh? ¿Adónde vas con ella?

-A una friolera: a decir a usted que en ocho días de secretaría, no me ha mostrado usted sino dos notas del señor Don Felipe, que bien poco valían a fe mía.

-Pero no ha sido por olvido, Daniel. Te he dicho yo que Don Felipe me ocupa actualmente en poner en limpio las cuentas que debe presentar al gobierno sobre consumos hechos en sus estancias por tropas de la provincia, pero nada, nada absolutamente de política, después de las dos notas que te mostré bajo la más completa reserva. Pero, a propósito, Daniel, ¿qué empeño tienes tú, qué interés en tomar parte en los secretos de Estado? Mira, oye, Daniel: entrometerse en la política en tiempos calamitosos y aciagos, es exponerse a lo que me pasó a mi el año 20. Salía yo de casa de una comadre mía, natural de Córdoba, donde se hacen las mejores empanadas y los mejores confites de este mundo, y donde mi padre aprendió el latín. ¡Qué hombre tan instruido era mi padre, Daniel! Sabía de memoria la gramática de Quintiliano, el Ovidio, al cual un día, siendo yo muchacho, le eché encima un tintero que tenía mi padre por herencia de mi abuelo, que vino...

-Que vino de cualquier parte; es lo mismo.

-bien; no quieres que prosiga; ya te conozco. Te preguntaba, pues, ¿qué interés tienes en saber los secretos de Don Felipe?

-¡bah! Curiosidad de hombre desocupado, nada más.

-¿Nada más?

-Cierto. Pero soy tan intolerante cuando no se satisface a mi curiosidad, que suelo olvidarme de todos los vínculos que me ligan a los que me irritan. Además, beneficio por beneficio, ¿no es esto justo, mi querido maestro? -dijo Daniel dominando con su fuertísima mirada el pobre espíritu de Don Cándido, como era su costumbre cuando le veía hesitar.

-¡Oh! justo, muy justo -le contestó el secretario de Don Felipe, apresurándose con una sonrisa paternal a borrar la mala impresión que hubiera podido hacer con sus últimas palabras en el ánimo de aquel joven cuya influencia lo avasallaba tanto; le había dado un puerto de seguridad en la borrasca que empezaba a correr en el pueblo de buenos Aires, y que era poseedor al mismo tiempo de algunas indiscreciones suyas, cuya revelación le traería infaliblemente su ruina.

-Estamos de acuerdo entonces -prosiguió Daniel-, y como prenda de nuestra firme alianza, tenga usted la bondad, mi buen amigo, de tomar la pluma de su tintero, y darme a mí un pliego de papel.

-¿Qué yo tome una pluma y te dé a ti papel?

-Eso es.

-¿Y vamos a escribir?

-A escribir.

-Pues, hijo, con una mesa de por medio, tú con el papel y yo con la pluma, te juro que será un verdadero prodigio nuestra escritura; sin embargo, ahí tienes el papel.

Daniel se reía, y empezó a doblar y multiplicar los dobleces en el papel que le dio Don Cándido. En seguida, tomó un cortaplumas y cortó el papel por todos los dobleces, formando pequeños cuadros, poco más o menos del tamaño de una carta de visita. Y contando de ellos hasta el número 32, tomó ocho papelitos y se los dio a Don Cándido, que lo estaba mirando y devanándose los sesos por comprender la ocupación de su discípulo.

-¿Y bien, qué hago con esto?

-Una cosa muy fácil y muy sencilla. ¿Es ésa la mejor pluma del tintero?

-Está cortada para perfiles -le contestó el antiguo maestro de escuela, levantando la pluma a la altura de sus ojos.

-bien; ponga usted en cada uno de esos papelitos el número 24, en forma de escritura inglesa.

-El número 24 es un mal número, Daniel.

-¿Por qué, señor?

-Porque era el máximum de los palmetazos que han llevado de mi mano todos los muchachos remolones; muchachos que ya hoy son hombres de gran valía en la actualidad, por lo mismo que no me dieron grandes esperanzas en nada, y que pueden querer vengarse de mí, y sin embargo...

-Escriba usted 24, señor Don Cándido.

-¿Y nada más?

-Nada más.

-24, 24, 24... Ya está -dijo Don Cándido, después de haber escrito y repetido ocho veces aquella cifra.

-Muy bien; ahora escriba usted en el reverso del papel: Cochabamba.

-¡Cochabamba!

-¿Qué hay, señor? -le preguntó Daniel con mucha calma al oír la exclamación de Don Cándido.

-Que esta palabra me recordará siempre la casa de esta tarde, y, como las ideas se ligan instantáneamente, ese nombre me recordó la calle, luego la casa, y con la casa ese fraile impío, renegado, asesino y...

-Escriba usted Cochabamba, mi querido maestro.

-Cochabamba, Cochabamba, Cochabamba... Ya están los ocho.

-Tome usted la pluma más gruesa del tintero.

-Pero si ésta está excelente, superior.

-Tome usted la más gruesa.

-Vaya pues. Aquí está una de rayar.

-Perfectamente. Escriba usted con escritura española el mismo número y la misma palabra en estos otros papelitos -y Daniel dio a Don Cándido ocho papeles más.

-¿Es decir, que quieres que desfigure la letra?

-Justamente.

-Pero, Daniel, eso está prohibido.

Señor Don Cándido, ¿me hace usted el favor de escribir lo que le dicto?

-bien; ya está -dijo Don Cándido después de haber escrito con la pluma gruesa, y en forma española, el número y la palabra.

-¿Tiene usted tinta de color?

-Aquí hay punzó de la mejor clase, superior, brillante.

-Úsela usted, pues, para estos otros-papeles.

-¿El mismo número?

-Y la misma palabra.

-¿En qué escritura?

-Francesa.

-La peor de todas las escrituras posibles, ya esta.

-Ahora, los últimos ocho papelitos.

-¿Conqué tinta?.

-Moje usted en la negra la pluma que ha usado con la punzo.

-¿En qué forma?

-En forma sui generis; es decir, en forma de letra de mujer.

-¿Todo de mismo?

-Exactamente.

-Ya está; y son treinta y dos papelitos.

-Eso es: treinta y dos veces veinte y cuatro.

-Y treinta y dos Cochabambas -dijo Don Cándido, que no podía despreocuparse de este nombre.

-Doy a usted repetidísimas gracias, mi querido amigo -dijo Daniel contando y guardando los papeles dentro de su cartera.

-¿Es algún juego de prendas, Daniel?

-Esto es lo que es, mi buen señor, y nada más.

-Esto me huele a alguna intriga amorosa, Daniel; ¡cuidado, hijo mío, cuidado! ¡buenos Aires está perdido en ese sentido, como en muchos otros!

-Amén. Y para que la perdición no se extienda hasta mi antiguo maestro y mi presente amigo, usted me hará el favor de olvidarse para siempre jamás de lo que acaba de escribir.

-Palabra de honor, Daniel -dijo Don Cándido apretando la mano de su discípulo, que acababa de levantarse y se disponía a retirarse. Palabra de honor, yo he sido joven, y sé lo que importa el honor de las mujeres y la reputación de los hombres. Palabra de honor. Vete tranquilo, y sé feliz, favorecido, acatado, como bien lo mereces.

-Gracias mil, amigo mío. Pero mientras yo sigo sus consejos de cuidarme, usted no olvidará mi recomendación del plano. ¿No es verdad?.

-¿No me has dicho que para mañana lo necesitas?

-Para mañana.

-No habrán dado las doce del día, cuando lo tendrás en tu poder.

-¡Llevado por usted mismo, bien entendido!

-Por mí mismo.

-Entonces, buenas noches, mi querido maestro.

-¡Adiós, mi Daniel, mi amigo, mi salvador, hasta mañana!

Y Don Cándido acompañó hasta la puerta de calle a aquel discípulo de primeras letras, que más tarde debía ser su protector y salvador, como acababa de llamarlo. Y Daniel, embozado en su capa, siguió tranquilamente por la calle de Cuyo, preocupado en el recuerdo de ese hombre que, mucho más allá de la mitad de su vida, conservaba, sin embargo, la candidez y la inexperiencia de la infancia, y que reunía al mismo tiempo cierto caudal de conocimientos útiles y prácticos en la vida; uno de esos hombres en quienes jamás tienen cabida, ni la malicia, ni la desconfianza, ni ese espíritu de acción y de intriga, de inconsecuencia y de ambición, peculiar a la generalidad de los hombres, y que forman esa especie excepcional, muy diminuta, de seres inofensivos y tranquilos, que viven niños siempre, y que no ven en cuanto les rodea sino la superficie material de las cosas.

Reflexionando iba Daniel sobre las raras condiciones de su primer maestro, más que sobre otros asuntos de mayor importancia que le preocupaban después de algunos días, en la vida agitada a que lo conducía su organización, a la vez que su entusiasta patriotismo. Este joven reunía dos condiciones morales, opuestas diametralmente, y que, a pesar de eso, se hallan reunidas alguna vez en un mismo individuo; es decir, había en él el talento y la circunspección de un grande hombre, y el espíritu frívolo y sutil de un joven común. Y así se le veía en las circunstancias más difíciles, en los trances más apurados, mezclar a lo serio la ironía, a lo triste la risa, y lo más grave, aquello que era la obra misma de su alta inteligencia, picarlo un poco con los alfileres del ridículo.

En este momento acababa por ejemplo de guardar una sentencia de muerte contra su vida en los treinta y dos papelitos que llevaba en su pecho, pues cualquiera que fuese el objeto que se proponía con ellos, el mismo misterio que encerraban habría sido en aquella época un asunto de pena capital. Y sin embargo, Daniel caminaba reflexionando y riéndose de Don Cándido sin acordarse de tales papelitos. Organización rara; corazón frío y valiente en los peligros; débil y ardiente para el amor; imaginación altísima para las más vastas concepciones; sutil y ligera para encontrar siempre los contrastes del sello de las cosas.

Ni más ni menos que como un joven indolente, embriagado por esa voluptuosidad del alma y los sentidos a los veinte y cinco años de la vida, que nos hace perezosos exteriormente, porque toda nuestra actividad se reconcentra entonces en los deseos y en los recuerdos, Daniel llegó a su casa en la calle de la Victoria, en cuya puerta encontró a su fiel Fermín, que le esperaba con impaciencia, porque eran ya las ocho y media de la noche, es decir, una hora más tarde de aquella en que Daniel volvía a su casa generalmente, a ponerse en estado, como decía, de no ser satirizado por su Florencia; verdadero afecto, única ilusión amorosa en su corazón; único hálito de felicidad que refrescaba el alma de ese joven, abrasada por la fiebre de la desgracia pública, y de la cual él no había conocido aún el más terrible de sus estragos, y por que habían pasado ya millares de hombres de la generación a que él pertenecía: y tal era la separación repentina y sin término del objeto amado.

A esa época de la dictadura, la mayor parte de los jóvenes argentinos, en esa edad en que la vida rebosa su sensibilidad y su energía en las fuentes secretas de los afectos, había tenido que decir un ¡adiós! a alguna mujer querida, a alguna realización bella de los sueños dorados de su juventud; y al sentimiento de la patria, de la familia, del porvenir, se mezclaba siempre la ausencia de una mujer amada en esa segunda generación que se levantó contra la dictadura, y que, para combatirla, tuvo que dejar de improviso las playas de la patria.

La mano de Rosas interrumpía en el corazón de esos jóvenes el curso natural de las afecciones más sentidas: la de la patria y la del amor. Y en la peregrinación del destierro, en los ejércitos, en el mar, en el desierto, los emigrados alzaban su vista al cielo para mandar en las nubes un recuerdo a su patria y un suspiro de amor a su querida.

A la época que atravesamos, las esperanzas del triunfo radiaban en la imaginación de los emigrados; pero por halagüeña que sea una promesa, si posible es tener la paciencia de esperar su logro en la edad más inquieta de la vida, cuando esa promesa hace relación con la política, no es lo mismo cuando ella hace parte de la vida de nuestro corazón, porque entonces cada hora es un siglo que pesa lleno de fastidio y zozobra sobre el alma; así con el dolor de la proscripción los emigrados sufrían, en su mayor parte, los terribles martirios del amor en la ausencia de la mujer amada.

Pero en este sentido Daniel era feliz. Él, el más devorado por el deseo de la libertad de su patria, el más dolorido por sus desgracias, el más activo por su revolución, podía, sin embargo, a los veinte y cinco años de su vida, respirar paz y felicidad en el aliento de su amada y ver a su lado esa luz divina, recuerdo o revelación del paraíso, que se derrama en la mirada tierna y amorosa de ese ángel de purificación y de armonía que se encarna en la mujer amada de nuestro corazón.

Así Daniel entró contento a su casa; pues pronto debía salir de ella para volar al lado de su Florencia.

-¿Ha venido alguien? -preguntó Daniel, dirigiéndose a sus habitaciones.

-Sí, señor, hay un caballero en la sala.

-¿Y quién es ese caballero? -prosiguió Daniel sin manifestar la menor curiosidad y entrando a su escritorio por la puerta que daba al patio.

-El señor Don Lucas González -respondió Fermín, entrando al escritorio junto con su señor.

-¡Ah, ah, el señor Don Lucas González! Por ahí debías haber comenzado, tonto: los hombres honrados, y sobre todo los amigos de mi padre, no deben hacer antesala mucho tiempo -dijo Daniel, dirigiéndose a su sala de recibo, pasando por su alcoba y dos habitaciones más, todas iluminadas y adornadas con sencillez, pero con elegancia.

-Cuánto siento, señor, que se haya usted incomodado en esperarme. Rara vez falto de mi casa a las siete, pero hoy una ocurrencia imprevista me ha detenido fuera de ella -dijo el joven, dando la mano a un hombre anciano y de un aspecto noble y respetable, a quien colocó a su derecha en uno de los sofás de la sala.

-Hace apenas algunos minutos que he llegado, y de ningún modo me incomodaba el esperar a usted, señor bello -contestó con amabilidad el señor Don Lucas González, antiguo vecino de buenos Aires; español, hombre acaudalado y de una honradez y buena fe conocidas.

-Es justo que los hijos hereden las afecciones de los padres; y yo siento, señor, perder un minuto de sociedad con aquellos hombres a quienes estima el mío, y que yo sé que son bien dignos de esa estimación.

-Gracias, señor Don Daniel. Yo también tengo por el señor Don Antonio una verdadera estimación: fue de los primeros argentinos que conocí en buenos Aires. ¿Y cuándo viene a la ciudad?

-No lo sé, señor. Sin embargo, me parece que para setiembre u octubre tendré el placer de darle un abrazo; y espero entonces que tendremos el honor de ver a usted con más frecuencia en esta casa.

-¡Oh sí, sí! Yo salgo poco. Pero por el señor Don Antonio se hacen excepciones con gusto. Somos antiguos amigos. Y, fiado en esta amistad, es que vengo a pedir al hijo una disculpa.

-¿A mí, señor? Los hombres como usted no se ven nunca en el caso de pedir disculpas.

-Sin embargo, me hallo en ese caso -dijo el anciano con cierta expresión de disgusto.

-Veamos, señor, ¿qué falta es ésa de que habla la escrupulosa delicadeza de usted?

-Sabe usted, señor bello, que he respondido a usted por los ciento cuarenta y cinco mil pesos que importan las tropas de ganado vendidas al abastecedor Núñez.

-Es cierto, señor, y en el acto de recibir la carta de usted, di orden para que fuese entregado el ganado.

-Es verdad, pero el plazo se vence mañana.

-No lo recuerdo ciertamente.

-Sí, mañana: mañana, 19 de mayo.

-¿Y bien, señor?

-Es el caso que Núñez no ha reunido el dinero, que recién me lo avisa hoy, y que no tengo en caja esa cantidad, que no podré realizarla antes de una semana.

-¿Y qué necesidad que sea en una semana? ¿Por qué no decir ocho, diez, veinte semanas, las que usted quiera? Al presente no tengo ninguna letra urgente de mi padre, y aun cuando así no fuera, sabe usted que los señores Arichorenas la cubrirían en el acto. No me fije usted tiempo, señor González. Su palabra de usted me vale tanto como si aquella cantidad estuviese en mis gavetas.

-Gracias, amigo mío -dijo el señor González, con una expresión marcada de ese reconocimiento que es peculiar en los corazones sanos, cuando reciben un servicio-; yo tenía en mi caja -continuó- quinientas onzas de oro. Podía con ellas cubrir a usted; pero anteayer me he encontrado en uno de esos compromisos... de esos compromisos de esta época... pues... de que un hombre no sabe cómo libertarse.

-¡Ya! -exclamó Daniel, que al oír compromiso y época, olvidó el respeto que debía guardar a los asuntos privados de un extraño, y quiso, por el contrario, incitarlo a su explicación-. ¡Ya!, ¡tanta suscripción, tanto donativo a hospitales, expósitos, universidad, guerra! Sobre todo, tantos préstamos, de que un hombre pacífico no puede eximirse por la posición de los que piden.

-¡Pues! Eso mismo es lo que acaba de sucederme.

-Préstamos que no vuelven -continuó Daniel echándose hacia un brazo del sofá, como si sólo quisiera hablar de las generalidades de la época.

-No; felizmente, creo que esto no me sucederá esta vez, porque Mansilla me hipoteca su casa.

-¡Oh, es una hermosa finca! -dijo Daniel, que al oír el nombre de Mansilla conoció que el asunto era más interesante de lo que al principio creyó.

-¡Hermosísima! Pero de todos modos, es dinero parado, porque ni pagará intereses ni yo le haré vender la finca cuando llegue el plazo.

-¡Oh, y hará usted muy bien! Usted conoce la posición del general Mansilla: con el préstamo, usted se hace de él un buen apoyo; con el reclamo se haría usted de él un mal enemigo quizá: los hombres colocados muy alto no gustan de que les reclamen nada.

-Ha acertado usted, señor bello. La amistad de Mansilla me cuesta ya mucho, como la de otros señores; pero me daré por bien servido con tal de que me dejen vivir tranquilo, gozando con mi familia de esa poca o mucha fortuna que tengo y que es el fruto del trabajo personal de toda mi vida.

-¡Triste estado por cierto, señor González: tener que comprar como un favor lo que se nos debe en justicia! ¡Pero cómo ha de ser!, no se puede hacer de otro modo, y es muy prudente lo que usted hace.

-Así lo creo.

-Sin embargo, si las sumas se multiplican en esa proporción de quinientas onzas, la cosa irá muy mal al fin de algún tiempo. ¿No es usted de mi opinión?

-¿Y qué he de hacer? Sin embargo, esta vez me garanto a lo menos con una hipoteca.

-¿Se ha extendido ya?

-Todavía no.

-¿Pero ha entregado usted el dinero?

-Anteayer: una sobre otra, quinientas onzas de oro.

-¿Y no habría sido mejor que anteayer se hubiera extendido la escritura de hipoteca, y dar después una sobre otra las quinientas onzas de oro al general Mansilla?

-Esa era mi idea. Pero fue a casa; el dinero me lo pidió para cubrir un compromiso del momento, y quedó conmigo en que ayer se labraría la hipoteca.

-¿Y se hizo así?

-No, no le he visto la cara en todo el día de ayer.

-¿Y hoy?

-Tampoco.

-Entonces, señor González, siento decir a usted que mañana sucederá lo mismo que ayer y que hoy.

-¡Cómo! ¿Cree usted?...

-Yo creo muy pocas cosas en la vida, señor; pero dudo de muchas.

-¡Ah! Entonces duda usted que Mansilla...

-No dudo del general; dudo de la época: época esencialmente excepcional, todas las acciones deben serlo.

-Pero...

-Eso es lo único de que dudo, señor. Pero no es sino una idea mía, que puede ser extravagante...; ¡qué se yo!, tantas veces nos equivocamos al cabo del día.

-Hombre, ¡por Dios! Si Mansilla hiciera eso, sería una ingratitud, una felonía indigna de un hombre decente.- dijo el honrado español esforzándose en persuadirse que el joven bello se excedía en sus dudas, porque, mas que la pérdida de sus quinientas onzas, le lastimaba la idea de ser burlado por un hombre a quien prestaba un servicio.

-Señor González, usted es un anciano respetable; un hombre lleno de probidad y de experiencia; y yo no soy otra cosa que un joven que comienza la vida; sin embargo, yo le hablo a usted con la lealtad que uso siempre con aquellos que la merecen: haga usted lo posible porque se firme esa escritura; pero si encuentra usted resistencia, no lleve usted adelante este negocio: hágase usted cargo que ha perdido aquella cantidad en cualquiera especulación.

-¿Pero qué resistencia puede haber?

-No pregunte usted eso, señor González. Raciocinemos sobre los hechos, y no preguntemos si deben o no suceder; bástenos saber que suceden. ¿Cree usted que un cuñado de Rosas se deje demandar impunemente? ¿No cuenta usted por nada el orgullo de los hombres, nunca más resentido que cuando les hieren en su altanería?

-Conque entonces, si le quitan a uno...

-Y bien, señor González, ¿usted quiere decir que si le quitan a uno lo suyo, uno tiene el derecho de quejarse?

-Claro está.

-Pues no, señor, no está claro, sino muy oscuro. Por ejemplo, pongámonos en el caso que el general Mansilla no le hipoteca a usted la casa.

-Pero si ya ha recibido las quinientas onzas.

-bien, bien, señor González, pero pongámonos en ese caso.

-¿En el que no me extienda la escritura?

-Justamente.

-En ese caso habría...

-En ese caso habría cometido una mala acción, ¿no es eso?

-Hombre...

-Sí, eso es lo que quiso usted decir... ¿Pero no estamos rodeados de ejemplos de esa naturaleza de cinco años a esta parte, dados por el gobierno, por el clero, por los diputados, y por todos, señor, cuantos viven a la sombra de Rosas?

-¿Y bien? La autoridad haría entonces que se me extendiera la escritura.

-La autoridad judicial, puede ser; pero la autoridad popular tiene también sus trámites muy expeditivos, y hay noventa y nueve probabilidades contra una, a que tomaría la parte del cuñado de Su Excelencia. ¿Entiende usted ahora todo lo que tiene de grave este asunto, señor González?

-Sí.

-¿Perfectamente bien?

-Sí -contestó el anciano bajando la cabeza como avergonzado de no poder alzarla a la altura de sus derechos.

-Entonces repito a usted, señor, que si no nace del general Mansilla el cumplimiento de su obligación, no se presente a la autoridad, ni le hostilice.

-Respetaré ese consejo -dijo el anciano algo pálido y descompuesto su rostro, al descubrir en las palabras de Daniel cierta reserva que no podía menos de alarmarle, en aquella época en que la confianza y la seguridad estaban expirando, y comenzando a nacer la incertidumbre y el terror.

-Si no es un consejo, a lo menos es una opinión de un buen amigo.

-Gracias, señor bello, gracias. Yo respeto mucho la opinión de los hombres de bien, sean viejos o jóvenes. Los ciento cuarenta y cinco mil pesos los tendrá usted la semana que viene -dijo el anciano levantándose.

-El día que usted quiera, señor.

Y Daniel acompañó hasta la puerta de la calle al señor Don Lucas González, antiguo amigo de su padre, y cuyo nombre, por desgracia, debía inscribirse muy pronto en el martirologio de 1840.

Daniel dio algunos paseos en el patio, y, después de haber conversado consigo mismo, aquella cabeza jamas tranquila plegó sus alas y dejó un poco de tiempo a la vida del corazón, que en aquella organización febriciente estaba en continua lucha con la vida de la inteligencia.

-Un frac, Fermín -dijo Daniel, entrando a su aposento, donde lo esperaba, tranquilo como buen hijo de la Pampa, el gauchito civilizado en quien depositaba toda su confianza, porque realmente la merecía.

-¡bien! -continuó Daniel después de vestirse su frac y de guardar en su escritorio su cartera con los treinta y dos papelitos, de acepillarse su cabello castaño, y de calzarse un par de guantes de cabritilla blanca.

-¿Lleva usted la capa?

-No.

-¿Saco lo que está en la levita?

-No, no habrá necesidad de él.

-¿Las pistolas?

-Tampoco, dame un bastón solamente.

-¿Las llevo luego?

-Sí: a las once; me llevarás también mi caballo y mi poncho.

-¿Lo he de acompañar a usted?

-Sí, vendrás conmigo a barracas... a las once en punto.

-¿A lo de Doña Florencia, señor?

-¿Y a qué otra casa, tonto? -dijo Daniel, disgustado de ver que alguien ponía en duda que sus únicas horas de recreo pudieran ser pasadas al lado de otra mujer que de aquella tan bien amada de su corazón.

Ahora el lector tendrá la bondad de volver con nosotros a nuestra conocida quinta de barracas, en la mañana del 24 de mayo, y una hora después de aquella en que dejamos a la señora Amalia Sáenz de Olavarrieta acabando de arreglar su traje de mañana en su primoroso tocador.

Ella es, otra vez, la primera que se nos presenta.

Está sentada en un sofá de su salón, donde los dorados rayos de nuestro sol de mayo penetran tibios y descoloridos a través de las celosías y las colgaduras.

Está sentada en un sofá; su rostro más encendido que de costumbre, y fijos sus ojos en una magnífica rosa blanca que tiene en su mano, y a quien acaricia distraída con sus manos más blancas y suaves que sus hojas.

A su izquierda está Eduardo belgrano, pálido como una estatua, con sus ojos negros, rasgados y melancólicos, jaspeados sus párpados por una sombra azul que los circunda contrastando con la palidez de su semblante, sus ojos, su patilla, y cabellos renegridos y rizados, que caen sobre sus sienes descarnadas y redondas con que la Naturaleza descubre la finura de espíritu de aquel joven, como en su ancha frente la fuerza de su inteligencia.

-¿Y bien, señora? -preguntó Eduardo con una voz armoniosa y tímida, después de algunos momentos de silencio.

-Y bien, señor, usted no me conoce -dijo Amalia levantando su cabeza y fijando sus ojos en los de Eduardo.

-¿Cómo, señora?

-Que usted no me conoce; que usted me confunde con la generalidad de las personas de mi sexo, cuando cree que mis labios puedan decir lo que no sienta mi corazón, o más bien, porque no hablamos del corazón en este momento, lo que no es la expresión de mis ideas.

-Pero yo no debo, señora...

-Yo no hablo de los deberes de usted -le interrumpió Amalia con una sonrisa encantadora-, hablo de mis deberes: he cumplido para con usted una obligación sagrada que la humanidad me impone, y con la cual mi organización y mi carácter se armonizan sin esfuerzo. buscaba usted un asilo, y le he abierto las puertas de mi casa. Entró usted a ella moribundo, y le he asistido. Necesitaba usted atención y consuelos, y se los he prodigado.

-¡Gracias, señora!

-Permítame usted, no he concluido. En todo esto, no he hecho otra cosa que cumplir lo que Dios y la humanidad me imponen. Pero yo cumpliría a medias estos deberes, si consintiese en la resolución de usted: quiere usted retirarse de mi casa, y sus heridas se volverán a abrir, mortales, porque la mano que las labró volverá a sentirse sobre su pecho en el momento que se descubra el misterio que la casualidad y el desvelo de Daniel han podido tener oculto.

-Usted sabe, Amalia, que no han podido conseguir ni indicios del prófugo de aquella fatal noche.

-Los tendrán. Es necesario que usted salga perfectamente bueno de mi casa; y quizá será necesario que emigre usted -dijo Amalia bajando los ojos al pronunciar estas últimas palabras-. Y bien-continuó volviendo a levantar su preciosa cabeza-, yo soy libre, señor, perfectamente libre; no debo a nadie cuenta de mis acciones, sé que cumplo, y sin el mínimo esfuerzo, un riguroso deber que me aconseja mi conciencia, y sin prohibirlo, porque no tengo derecho para ello, digo a usted otra vez que será contra toda mi voluntad si usted se aleja de mi casa como lo desea, sin salir de ella perfectamente bueno y en seguridad.

-¡Como lo deseo! ¡Oh no, Amalia, no! -exclamó Eduardo aproximándose a la seductora beldad que se empeñaba en retenerlo-; no, yo pasaría una vida, una eternidad en esta casa. En los veinte y siete años de mi existencia yo no he tenido vida, sino cuando he creído perderla; mi corazón no ha sentido el placer, sino cuando mi cuerpo ha sido atormentado por el dolor; no he conocido en fin la felicidad, sino cuando la desgracia me ha rodeado. Amo de esta casa el aire, la luz, el polvo de ella, pero temo, tiemblo por los peligros que usted corre. Si hasta ahora la providencia ha velado por mí, ese demonio de sangre que nos persigue a todos, puede descubrir mi paradero y entonces..., ¡oh! ¡Amalia, yo quiero comprar con mi felicidad el sosiego de usted, como compraría con toda la sangre de mi cuerpo cada momento de la tranquilidad de su alma!

-¿Y qué habría de noble y de grande en el alma de una mujer, si no arrastrase también algún peligro por la salvación del hombre a quien... a quien ha llamado su amigo?

-¡Amalia! -exclamó Eduardo tomando entusiasmado una de las manos de la joven.

-¿Cree usted, Eduardo, que bajo el cielo que nos cubre no hay también mujeres que identifiquen su vida y su destino a la vida y el destino de los hombres? ¡Oh! Cuando todos los hombres han olvidado que lo son en la patria de los argentinos, deje usted a lo menos que las mujeres conservemos la generosidad de nuestra alma y la nobleza de nuestro carácter. Si yo tuviera un hermano, un esposo, un amante; si fuese necesario huir de la patria, yo le acompañaría en el destierro; si peligraba en ella, yo interpondría mi pecho entre el suyo y el puñal de sus asesinos; y si le fuere necesario subir al cadalso por la libertad, en la tierra que le vio nacer en la América, yo acompañaría a mi esposo, a mi hermano, o a mi amante, y subiría con él al cadalso.

-¡Amalia! ¡Amalia! ¡Yo seré blasfemo: yo bendeciré las desgracias de nuestra patria desde que ellas inspiran todavía bajo su cielo el himno mágico que acaba de salir de las inspiraciones de vuestra alma! -exclamó Eduardo, oprimiendo entre sus manos la de Amalia-. Perdón, yo la he engañado a usted; perdón mil veces. Yo había adivinado todo cuanto hay de noble y generoso en su corazón; yo sabía que ningún temor vulgar podría tener cabida en él. Pero mi separación es aconsejada por otra causa, por el honor... Amalia, ¿nada comprende usted de lo que pasa en el corazón de este hombre a quien ha dado una vida para conservarla en un delirio celestial que jamás hubo sentido?

-¿Jamás?

-Jamás, jamás.

-¡Oh! Repítalo usted, Eduardo -exclamó Amalia, oprimiendo a su vez entre las suyas la mano de belgrano y cambiando con los ojos de él esas miradas indefinibles, magnéticas, que trasmiten los fluidos secretos de la vida entre las organizaciones que se armonizan, cuando, en ciertos momentos, están templadas en el mismo fuego divinizado del alma.

-Cierto, Amalia, cierto. Mi vida no había pertenecido jamás a mi corazón, y ahora...

-¿Ahora? -le preguntó Amalia, agitando convulsiva entre las suyas la mano de Eduardo.

-Ahora, vivo en él: ahora, amo, Amalia.

Y Eduardo, pálido, trémulo de amor y de entusiasmo, llevó a sus labios la preciosa mano de aquella mujer en cuyo corazón acababa de depositar, con su primer amor, la primera esperanza de felicidad que había conmovido su existencia; y durante esa acción precipitada, la rosa blanca se escapó de las manos de Amalia, y, deslizándose por su vestido, cayó a los pies de Eduardo.

A las últimas palabras del joven el semblante de Amalia se coloreó radiante de felicidad; pero instantáneo, rápido como el pensamiento, ese relámpago de su alma evaporóse, y la reacción del rubor vino después a inclinar, como una hermosa flor abatida por la brisa, la espléndida cabeza de la tucumana.

Las manos de los jóvenes no se separaron, pero el silencio, ese elocuente emisario del amor, a quien se debe tanto en ciertos momentos, vino a hacer que el corazón saborease en secreto las últimas palabras de los labios.

-¡Perdón, Amalia! -dijo Eduardo sacudiendo su cabeza y despejando las sienes de los cabellos que las cubrían-, perdón, he sido un insensato; pero no, yo tengo orgullo de mi amor y lo declararía a la faz de Dios: amo y no espero, he ahí mi defensa si la he ofendido a usted.

Dulces, húmedos, aterciopelados, los ojos de Amalia bañaron con un torrente de luz los ojos ambiciosos de Eduardo. Esa mirada lo dijo todo.

-Gracias, Amalia -exclamó Eduardo arrodillándose delante de la diosa de su paraíso hallado-. Pero, en nombre de Dios, una palabra, una sola palabra que pueda yo conservar eterna en mi corazón.

-¡Oh, levántese usted, por Dios! -exclamó Amalia obligando a Eduardo a volver al sofá.

-Una palabra solamente, Amalia.

-¿Sobre qué, señor? -dijo Amalia colorada como un carmín; pretendiendo retrogradar en un terreno en que se había avanzado demasiado.

-Una palabra que me diga lo que mi corazón adivina -continuó Eduardo volviendo a tomar entre las suyas la mano de Amalia.

-¡Oh, basta, señor, basta! -dijo la joven retirando su mano y cubriéndose los ojos. Su corazón sufría esa terrible lucha que se establece en las mujeres en ciertos momentos en que su corazón quiere hablar, y sus labios se empeñan en callarse.

-No -prosiguió Eduardo-, déjeme usted al menos por la primera, por la última vez quizá hacer a sus pies el juramento santo de la consagración de mi vida al amor de la única mujer que ha inspirado en mi alma, con mi primera pasión, la primera esperanza de mi felicidad en la tierra. Amo, Amalia, amo y Dios es testigo que mi corazón es estrecho para la extensión de mi cariño.

Amalia puso la mano sobre el hombro de Eduardo. Sus ojos estaban desmayados de amor. Sus labios, rojos como el carmín, dejaron escurrir una fugitiva sonrisa. Y tranquila, sin volver sus ojos de la contemplación extática en que estaban, su brazo extendióse, y el índice de su mano señaló la rosa blanca que se hallaba en el suelo.

Eduardo volvió los ojos al punto señalado, y...

-¡Ah! exclamó, recogiendo la rosa y llevándola a sus labios-. No, Amalia, no es la beldad la que ha caído a mis pies, soy yo quien viviré de rodillas: yo, que tendré su imagen en mi corazón, como tendré esta rosa, lazo divino de mi felicidad en la tierra.

-¡Hoy no! -dijo Amalia, arrebatando la rosa de la mano de Eduardo-. Hoy necesito esta flor, mañana será de usted.

-Pero esa flor es mi vida, ¿por qué quitármela, Amalia?

-¿Vida, Eduardo? basta, ni una palabra más, por Dios -dijo Amalia retirándose del lado de Eduardo-. Sufro -prosiguió-: esta flor, caída en el momento que se me habla de amor, ya ha sido interpretada. bien, se ha interpretado la verdad; pero en mi espíritu supersticioso acaba de pasar una idea horrible. basta, basta ya.

-¿Y quién estorbaría hoy nuestra felicidad en el mundo?...

-Cualquier locura, cosa muy fácil de hacer por ciertas personas en ciertos estados de la vida, sobre este mundo, el mejor de los mundos posibles, como decía no sé quién -dijo Daniel bello, que entraba a la sala sin que le hubieran sentido venir por las piezas interiores.

-No hay que incomodarse -continuó, al ver el movimiento que hizo Eduardo para retirarse un poco del lugar tan inmediato a Amalia que ocupaba en el sofá-. Pero ya que me dejas espacio, me sentaré en medio de los dos.

Y como lo dijo, Daniel sentóse en el sofá en medio de su prima y su amigo, y tomando la mano de cada uno, dijo:

-Empiezo por confesar a ustedes que no he oído más que las últimas palabras de Eduardo, y que tanto valdría que no las hubiera oído, porque hace muchos días que me las estaba imaginando. He dicho.

Y saludó con una gravedad llena de burla a su prima, colorada como un carmín, y a Eduardo, que fruncía el entrecejo.

-¡Ah! Como ustedes no me quieren contestar -prosiguió Daniel-, seré yo el que continúe hablando. ¿Cómo dispone usted, mi señora prima: vendrá el coche de la señora Dupasquier a buscar a usted, o irá usted en el suyo a casa de la señora Dupasquier?

-Iré yo -dijo Amalia sonriendo con esfuerzo.

-¡Gracias a Dios que veo una sonrisa! ¡Ah! ¿Y usted también, señor Don Eduardo? ¡Alabado sea baco, santo de la alegría! Yo pensaba que de veras se habían enojado porque yo hubiese oído un poquito de lo mucho

que naturalmente tienen ustedes que decirse en este solitario palacio encantado donde, aunque sea un año, he de venir a habitarlo algún día con mi Florencia. ¿Me le prestará usted, señora Doña Amalia?

-Concedido.

-En hora buena. Recapitulemos, pues. Horas fijas, como hacen los ingleses, que jamás yerran sino en la América: a las diez; ¿te parece buena esa hora?

-Preferiría más tarde.

-¿Alas once?

-Más todavía -contestó Amalia.

-¿A las doce?

-bien, a las doce.

-En hora buena. A las doce de la noche, pues, estarás en casa de Florencia, para conducirla al baile, pues la señora Dupasquier sólo de este modo consiente en que vaya su hija.

-Eso es.

-¿Quién te acompañará en el coche?

-Yo -dijo Eduardo precipitadamente.

-Despacio, despacio, caballero. Usted se guardará muy bien de andar acompañando a nadie hoy a las doce de la noche.

-¿Y cómo ha de ir sola?

-¿Y cómo ha de ir usted con ella, en la noche del 24 de mayo? -contestó Daniel mirando fijamente a Eduardo y recargando la voz sobre las palabras veinte y cuatro.

Eduardo bajó los ojos, pero Amalia, que con su vivísima imaginación había comprendido que aquellas palabras encerraban algún misterio, se dirigió a su primo con esa prontitud de las mujeres, cuando les hieren alguna de las cuerdas de esa arpa de celosos afectos que se llama su corazón, y le preguntó:

-¿Puedo saber por qué no es lo mismo la noche del 24 de mayo que otra cualquiera, para que el señor me haga el honor de acompañarme?

-Es justísima tu interrogación, mi querida Amalia, pero hay ciertas cosas que los hombres tenemos que reservar de las señoras.

-Pero aquí hay algo de política, ¿no es verdad?

-Puede ser.

-Yo no tengo ningún derecho para exigir de este caballero el que me acompañe; pero a lo menos, creo tenerlo sobre él y sobre ti para recomendarles un poco de prudencia.

-Yo te respondo de Eduardo.

-De los dos -se apresuró a decir Amalia.

-bien, de los dos. Quedamos, pues, en que a las doce irás a lo de Florencia. Pedro te servirá de cochero, y el criado de Eduardo de lacayo. Una vez en casa de Madama Dupasquier, montarás con ella en su coche para ir al baile, y el tuyo volverá a buscarte a las cuatro de la mañana.

-¡Oh; es mucho! ¡Cuatro horas! Una solamente.

-Es muy poco.

-Me parece que para el sacrificio que hago, es demasiado.

-Lo sé, Amalia; pero es un sacrificio que haces por la seguridad de tu casa, y con ella por la tranquila permanencia de Eduardo. Te lo he dicho diez veces: no asistir a este baile dado a Manuela, en que recibes una invitación de ella, solicitada por Agustina, es exponerte a que lo consideren como un desaire, y estamos mal entonces. Agustina tiene un especial empeño en tratarte, y ha buscado este medio. Entrar al baile y salirte de él antes que ninguna otra, es hacerte notable en mal sentido a los ojos de todos.

-¿Y qué me importa de esa gente? -dijo Amalia con un acento marcado de desprecio.

-Muy cierto; a esta señora, ni le deben dar cuidado los resentimientos de esa gente, ni he sido nunca de tu opinión, Daniel, de que le haga el honor de concurrir a su baile -dijo Eduardo dirigiéndose a su amigo.

-¡bravo! ¡Superior! exclamó Daniel saludando a Amalia y a Eduardo sucesivamente-. Estáis inspirados y me habéis convencido -continuó-, es una locura que mi querida prima vaya al baile. Que no vaya, pues. Pero hará muy bien en empezar a quemar sus colgaduras celestes, para no ofender los delicados ojos de la Mashorca, cuando tenga el honor de recibir su visita dentro de algunos días.

-¡Esa canalla en mi casa! -exclamó Amalia, resplandeciendo sus ojos con todo el brillo de su orgullo, e irguiendo su cabeza, que parecía en aquel momento querer reclamar la majestad de una corona-. Y bien -prosiguió-, mis criados harán con ella lo que se hace con los perros: la echarán a la calle.

-¡Superior! ¡Sublime! -exclamó Daniel frotándose las manos; y, echando luego su cabeza hacia el respaldo del sofá y mirando al cielo raso, preguntó con una calma glacial:

-¿Cómo van las heridas, Eduardo?

Un estremecimiento nervioso y súbito como el que ocasiona el golpe eléctrico, conmovió la organización de Amalia. Eduardo no respondió. Él y ella habían comprendido en el acto todo el horrible recuerdo que encerraba la interrogación de Daniel, y todo cuanto, al mismo tiempo, quería presagiarles con ella.

-Iré al baile, Daniel -dijo Amalia, humedecidos sus ojos por una lágrima brotada de su orgullo.

-¡Pero es terrible que yo sea la causal -dijo Eduardo levantándose y paseándose precipitadamente por la sala, sin sentir el dolor agudísimo que le ocasionaban esos violentos pasos en su pierna izquierda, que apenas podía se afirmar en tierra.

-¡Vamos!¡Por amor de Dios! -dijo Daniel levantándose, tornando del brazo a Eduardo y volviéndole al sofá-, vamos, tengo que hacer con vosotros como con dos niños. ¿Puedo tener otro objeto en lo que hago, que vuestra propia seguridad? ¿No he hecho lo mismo, no he puesto el mismo empeño en que Madama Dupasquier asista con mi Florencia a este baile? ¿Y por qué, Amalia? ¿Por qué, Eduardo? Por despejar en algo el porvenir de todos de esas prevenciones, de esas sospechas que hoy fermentan el rayo sobre la cabeza en que se amontonan. La muerte se cierne sobre la cabeza de todos; el acero y el rayo están en el aire, y a todos es preciso salvar. A trueque de estos pequeños sacrificios yo proporciono la única garantía para todos, y a la sombra de ellos también me garanto yo mismo. Yo, que hoy necesito la libertad, la garantía, la estimación, puedo decir, de esa gente, para más tarde, de un día, de un momento a otro, poder arrancar la máscara de mi semblante, y... pero estamos convenidos, ¿no es verdad? -dijo Daniel interrumpiéndose a sí mismo, y, a merced de aquella potencia admirable que ejercía sobre su espíritu, haciendo vagar la risa en su semblante, un momento antes grave y serio, por no acabar de descubrir a su prima algo de los misterios de su vida política.

-Convenido, sí -dijo Amalia-. A las doce a casa de Madama Dupasquier; de estas nuevas amigas que tú me has dado, y que pareces tener empeño en que las sea importuna desde temprano.

-¡bah! La señora Dupasquier es una santa señora, y Florencia está encantada de ti, desde que sabe que no eres su rival...

-Y Agustina; Agustina ¿qué motivos, qué interés tiene para querer tratarme? ¿También es por celos?

-También.

-¿De ti?

-No; desgraciadamente.

-¿Y de quién?

-De ti.

-¿De mí?

-Sí, de ti; ha oído hablar de tu belleza, de tus muebles y trajes exquisitos, y la reina de la belleza y los caprichos quiere conocer a su rival en ellos: he ahí todo.

-¡bah! Pero, ¿y Eduardo?

-Me lo llevo.

-¿Tú?

-Yo.

-¿Ahora mismo?

-Ahora mismo. ¿No hemos convenido en que me lo prestarías por hoy?

-¡Pero salir de día! Tú me habías hablado de llevarlo esta noche por algunas horas a tu casa.

-Ciertísimo, pero no podré volver a esta casa hasta mañana.

-¿Y bien?

-Y bien, Eduardo no saldrá sino conmigo.

-¿De día?

-De día; ahora mismo.

-Pero le verán.

-No, señora, no le verán: mi coche está a la puerta.

-¡Ah! No lo había sentido llegar -dijo Amalia.

-Ya lo sabía.

-¿Tú?

-Yo.

-¿Tienes también el don de segunda vista como los escoceses?

-No, mi linda prima, no; pero tengo la ciencia de las fisonomías, y cuando entré a esta sala...

-Señora, ¿me hace usted el favor de mandar callar a su primo para que no nos diga algún disparate? -dijo Eduardo cortando la frase de Daniel, y acompañando sus palabras con una sonrisa la más inteligible para Amalia.

-¡Toma! Nuestro querido Eduardo, Amalia mía, cree que yo iba a cometer el desatino de repetir lo que él probablemente te estaría diciendo al entrar yo, pues que ha clasificado de disparate la frase que me dejó entre la boca.

-¡Hola! También es usted mordaz, caballero -dijo Amalia acompañando sus palabras con una mímica poco agradable para Daniel; es decir, arrancándole dos o tres hebras de sus lacios cabellos, sin que Eduardo lo notase y con tal prontitud que obligó a Daniel a hacer una exclamación.

-¿Qué hay? -preguntó Amalia con la cara más seria del mundo, y fijando sus bellísimos ojos en los de su primo.

-Nada, hija, nada. Me imaginaba en este momento que tú y Florencia serán las más lindas mujeres de esta noche.

-¡Gracias a Dios que te oigo decir una cosa razonable! -dijo Eduardo.

-Gracias, y para que sean dos, te diré que es hora de que pidas tu sombrero y me acompañes.

-¿Ya?

-Sí, ya.

-Pero es temprano aún.

-No, señor; por el contrario, es tarde.

-bien, ahora.

-No, ya.

-¡Oh!

-¿Qué?

-Nada.

-Cáspita, el huésped parece sueco, pues, según el vulgo, donde entran, allí se quedan los compatriotas de Carlos XII, actuales súbditos del bravo bernadotte, cuya mirada cuentan que nadie puede resistir. ¡Hace veinte días que está de visita en esta casa, y todavía le parece poco!

-Daniel, ¿me haces el favor de visitar temprano a Florencia? -dijo Amalia.

-¿Y para qué, señora?

-Para recibir tu audiencia de despedida.

-¿Cómo? ¿Cómo?

-Tu audiencia de despedida.

-¿Yo?

-Sí, tú.

-¿Despedirme de Florencia?

-Justamente.

-¿Ha hablado con ella Doña María Josefa?

-No.

-¿Entonces?

-Entonces, seré yo quien hable, yo.

-¿Para decirla que me despida?

-Eso es.

-¡Diablo!

-¿No te parece bien?

-No, por cierto, ni en broma.

-Pues lo haré.

-¿Quieres decir?

-Quiero decir: que esta noche haré ver a esa pobre criatura todo lo que la espera con marido tan insufrible.

-¡Ah! ¡bueno! Tomarás la revancha. Eduardo, ¿me haces el favor de despedirte de Amalia?

-Es irresistible, señora -dijo Eduardo levantándose y tomando la mano que le extendía Amalia.

-¡bah! Esa es condición de todos los de mi familia: somos irresistibles -dijo Daniel sonriéndose y dando un paseo del sofá a las ventanas, mientras las manos de Amalia y Eduardo parecían querer estar despidiéndose todo el día.

Ni él ni ella se dijeron una sola palabra: sus ojos habían pronunciado largos discursos. Cuando Daniel dio vuelta, Eduardo se dirigía a la puerta, y los ojos de Amalia estaban clavados sobre su rosa blanca.

-Mi Amalia -dijo Daniel, solo ya con su prima-, nadie en el mundo velará por Eduardo más que yo. Yo velo por todos, mientras a mí sólo me guarda la providencia. Nadie tampoco desea más que yo tu felicidad en este mundo. Todo lo adivino y todo lo apruebo. Dejadme hacer. ¿Quedas contenta?

-Sí -dijo Amalia con los ojos llenos de lágrimas.

-Eduardo te ama, y yo también estoy contento de eso.

-¿Lo crees tú?

-¿Lo dudas tú?

-¿Yo?

-Sí, tú.

-Dudo de mí.

-¿No eres feliz con ese amor?

-Sí, y no.

-Es como no decir nada.

-Y sin embargo, digo cuanto siento en mi alma.

-¿Le amas y no le amas entonces?

-No; le amo, le amo, Daniel.

-¿Y entonces, Amalia?

-Entonces, soy feliz con el amor que le profeso, y tiemblo, sin embargo, de que él me ame.

-¡Supersticiosa!

-Puede ser; pero la desgracia me ha enseñado a serlo.

-La desgracia suele conducirnos a la felicidad, amiga mía.

-bien, anda, te espera Eduardo.

-¡Hasta luego! -dijo Daniel poniendo sus labios sobre la frente de su prima.

Un momento después, los dos amigos subieron coche, y, a tiempo de romper a gran trote los caballos, alzóse una de las celosías de las ventanas del salón de Amalia, y dos miradas se cambiaron un expresivo adiós.

El sol del 24 de mayo de 1840 había llegado a su ocaso, y precipitado en la eternidad aquel día que recordaba en buenos Aires la víspera del aniversario de su grandiosa revolución. Treinta años antes se había despedido de la tierra, viendo desaparecer para siempre la autoridad del último de nuestros virreyes, de quien, en tal día como ese en 1810, el cabildo de la ciudad había hecho un presidente de una junta gubernativa, y cuya autoridad limitada descendió más, pocas horas después, contra la voluntad del cabildo, pero por la voluntad del pueblo.

La noche había velado el cielo con su manto de estrellas, y del palacio de los antiguos delegados del rey de España se esparcía una claridad que sorprendía los ojos del pueblo bonaerense, habituados después de muchos años a ver oscura e imponente la fortaleza de su buena ciudad, residencia de sus pasados gobernantes, antes y después de la revolución, pero abandonada y convertida en cuartel y caballeriza, después del gobierno destructor de Don Juan Manuel Rosas.

Los vastos salones en que la señora marquesa de Sobremonte daba sus espléndidos bailes, y sus alegres tertulias de revesino, radiantes de lujo en tiempo de la Presidencia, y testigos de intrigas amorosas y de disgustos domésticos en tiempo del gobernador Dorrego, derruidos y saqueados en tiempo del Restaurador de las Leyes, habían sido barridos, tapizados con las alfombras de San Francisco, y amueblados con sillas prestadas por buenos federales para el baile que dedicaba al señor gobernador y a su hija su guardia de infantería, al cual no podría asistir Su Excelencia, por cuanto en ese día honraba la mesa del caballero Mandeville, que celebraba en su casa el natalicio de su soberana. Y la salud de Su Excelencia podría alterarse pasando indiscretamente de un convite a un baile, por lo que estaba convenido que la señorita su hija lo representase en la fiesta.

Las luminarias de la plaza de la Victoria, la iluminación interior del palacio, que al través de sus largas galerías de cristales proyectaba su claridad hasta la plaza del 25 de Mayo, la rifa pública, los caballitos, y sobre todo la aproximación de ese 25 que jamás deja de obrar su influencia mágica en el espíritu de sus hijos, arrastraban en oleadas hacia las dos grandes plazas a ese pueblo porteño que pasa tan fácilmente del llanto a la risa, de lo grave a lo pueril, y de lo grande a lo pequeño: pueblo de sangre española y de espíritu francés, aunque no era esta la opinión de Dorrego, cuando desde la tribuna gritó a la barra que le interrumpía: «silencio, pueblo italiano»; pueblo, en fin, cuyo estudio sicológico seria digno de hacerse, si alguien pudiera estudiar en las páginas desencuadernadas del libro sin método y sin plan que representa su historia.

Los coches que se dirigían a las casas de los convidados al baile empezaban a correr con dificultad por las calles paralelas a las plazas de la Victoria y de 25 de Mayo; los cocheros tenían que contener los caballos; y los lacayos, que habérselas con esos muchachos de buenos Aires que parecen todos discípulos del diablo; y que se entretienen-en asaltar a aquéllos y disputarles su lugar, en lo más rápido del andar del coche.

De repente, uno de los coches que venía del Retiro hacia la plaza de la Victoria pasa sus ruedas por encima de una especie de confitería ambulante colocada bajo la vereda de la Catedral, y una grita espantosa se alza en derredor del coche, acusando al cochero de haber muerto media docena de personas; porque para el pueblo no hay una cosa más divertida que tener a quien acusar en los momentos en que todo lo que le rodea es inferior a la potencia soberana que representa.

Los vigilantes acudieron. El coche estaba entre un mar de pueblo. Se buscan los muertos, los heridos; no se halla nada de esto, sin embargo; pero las mujeres lloran, los muchachos gritan, los vigilantes regalan cintarazos a derecha e izquierda y el coche no puede moverse.

-¡Adelante! Rompe por el medio de todos. Rompe la cabeza a cuantos halles, pero anda, con mil demonios -dice al cochero uno de los personajes que conducía el carruaje.

-Señor vigilante -dice otro de los que estaban dentro, sacando la cabeza por uno de los postigos del coche, y dirigiéndose a uno de los agentes de policía, que en ese momento hacía más heroicidades sobre las espaldas de los pobres diablos que allí había, que las que hizo Eneas en la terrible noche-; señor vigilante, creo que no se ha hecho mal a nadie; reparta usted este dinero entre los que hayan perdido algunas frutas, y haga usted que podamos pasar, pues que vamos de prisa.

-Sí, eso mismo decía yo. ¡Es gritería, nada más! -dijo el servidor del señor Victorica, guardando los billetes en su bolsillo-. ¡Campo, señores -gritó en seguida-, campo!, que son buenos federales y puede que vayan en servicio de la causa.

La trompeta de Josué tuvo menos magia para derribar las murallas de Jericó, que las palabras de nuestro hombre para arrinconar la multitud contra las paredes del templo, y despejar en un minuto la bocacalle de la plaza.

-Dobla por la calle de la Federación, y toma en seguida la de Representantes -dijo al cochero el primero de los que habían hablado.

Momentos después, el coche pasaba libremente por la puerta de Su Excelencia el señor Don Felipe Arana, en la calle de Representantes, y a los diez minutos de marcha, se paró en el ángulo donde se cruzan las calles de la Universidad y de Cochabamba.

Cuatro hombres bajaron del carruaje, y de uno de ellos recibió orden el cochero, de estar en ese mismo lugar a las diez y media de la noche.

En seguida los cuatro desconocidos, embozados en sus capas, siguieron en dirección al río por la misma calle de Cochabamba, oscura en esos momentos, y solitaria como el desierto.

Marchaban de dos en dos, cuando, al desembocar la última calle que les faltaba para llegar a la casa aislada que se encontraba sobre la barranca, se hallaron de manos a boca con tres hombres, encapados también, que venían en la dirección de la calle de balcarce.

Las dos comitivas se pararon instantáneamente, y, contemplándose sin duda, guardaron por algún tiempo un profundo silencio.

-Es preciso salir de esta posición; en todo caso somos cuatro contra tres -dijo a sus compañeros uno de los hombres que habían bajado del coche. Y con su última palabra dio su primer paso hacia los tres desconocidos.

-¿Puedo saber, señores, si es por nosotros que se han tomado ustedes la molestia de interrumpir su camino?

Una carcajada en trino fue la respuesta que recibió el que había hecho aquella paladina interrogación.

-¡Al diablo con todos vosotros! ¡No ganamos para sustos! -dijo el mismo que había hablado antes, a quien ya se habían reunido sus compañeros, pues que todos se habían reconocido recíprocamente por la voz y por la risa: todos eran unos. Y todos marcharon en dirección al río.

A pocos pasos llegaron a una puerta que nuestros lectores recordarán, aun cuando un poco menos que el maestro de primeras letras de Daniel.

Ninguno de los siete golpeó la puerta; pero uno de ellos puso sus labios en la bocallave, y pronunció las palabras: Veinte y cuatro.

La puerta abrióse en el acto, y cerróse luego de pasar por ella el último de los recién venidos.

Algunos minutos después, las mismas palabras fueron pronunciadas en el mismo paraje, y dos individuos más entraron a la casa. Y, sucesivamente por un cuarto de hora, fueron llegando comitivas de a dos, y de a tres individuos, usando todos de las mismas palabras y de las mismas precauciones.

Entretanto, desde las nueve de la noche, los convidados al baile dedicado a Su Excelencia el Gobernador, y a su hija, empezaban a llegar al palacio de gobierno, y a las once los salones estaban llenos, y la primera cuadrilla se acababa.

El gran salón estaba radiante. El oro de las casacas militares y los diamantes de las señoras resplandecían a la luz de centenares de bujías, malísimamente dispuestas, pero que al fin despedían una abundante claridad.

Un no sé qué, sin embargo, se encontraba allí de ajeno al lugar en que se daba la fiesta, y a la fiesta misma; es decir, se veían con excesiva abundancia esas caras nuevas, esos hombres duros, tiesos y callados que revelan francamente que no se hallan en su centro, cuando se encuentran confundidos con la sociedad a que no pertenecen; esas mujeres que no hacen sino abanicarse, no hablar nada, y levantar muy serias y duras la cabeza, cuando quieren dar a entender que están muy habituadas a ocupar asientos en las sociedades de gran tono, sintiendo empero, lo contrario de lo que quieren indicar. Todo esto, en cuanto al lugar del baile, pues que en esos salones no se habían encontrado nunca sino las personas de esa sociedad elegante de buenos Aires, tan democrática en política, y tan aristocrática en tono y en maneras. Y en cuanto al contraste con la fiesta misma, había allí ese silencio exótico, que en las grandes concurrencias revela siempre algo de menos, o algo de más.

Se bailaba en silencio.

Los militares de la nueva época, reventando dentro de sus casacas abrochadas, doloridas las manos con la presión de los guantes, y sudando de dolor a causa de sus botas recién puestas, no podían imaginar que pudiera estarse de otro modo en un baile que muy tiesos y muy graves.

Los jóvenes ciudadanos, salidos de la nueva jerarquía social, introducida por el Restaurador de las Leyes, pensaban, con la mejor buena fe del mundo, que no había nada de más elegante, ni cortés, que andar regalando yemas y bizcochitos a las señoras.

Y por último, las damas, unas porque allí estaban a ruego de sus maridos, y éstas eran las damas unitarias; otras, porque estaban allí enojadas de no encontrarse entre las personas de su sociedad solamente, y éstas, eran las damas federales; todas estaban con un malísimo humor: las unas despreciativas, y celosas las otras.

La señorita hija del gobernador acababa de llegar, y estruendosos aplausos federales la acompañaron por las galerías y salones.

Su asiento en la testera del salón quedó al punto rodeado por una espesa muralla de buenos defensores de la santa causa, que alentados con la presencia de la hija de su Restaurador, empezaron a sacarse los guantes que habían encarcelado por tanto tiempo sus manos habituadas al aire puro de la libertad.

Las buenas hijas de la restauración, unas en pos de otras, se acercaban a cumplimentar al primer eslabón de su cadena social.

Otras de las damas, se les ocurría pasar al tocador, al entrar la señorita Manuela, otras dar un paseo por las salas, otras, en fin, menos disimuladas, se dejaban estar graciosamente en sus sillas, sin cuidarse de la entrada de nadie.

Manuela, sin embargo, ni se fijaba en el despego de las unas, ni se envanecía con las adulaciones de las otras.

Amable con todos, comunicativa y sencilla, Manuela se atraía también las miradas y el aprecio de los pocos hombres que allí había capaces de juzgar sin pasión esa pobre y primera víctima de su padre.

Vistiendo un traje de tul blanco sobre otro de raso color rosa, con adornos de cintas del mismo color en su cabeza y en su seno, ella no radiaba de lujo como otras, pero estaba elegante y buena moza, como se dice para definir ese término medio entre lo bello y lo regular.

A pocos minutos de la llegada de Manuela, se presentó la señora Doña Agustina Rosas de Mansilla; y todas las miradas se volvieron a ella. Aquí no era el temor ni la adulación, era la expresión franca de la admiración por la belleza, lo que inspiraba entusiasmo a los hombres, y admiración a las damas.

Aquí debemos especializar la ligerísima observación que estamos haciendo, porque el objeto bien merece la pena de escribirse y de leerse.

«Doña Agustina Rosas de Mansilla fue la mujer más bella de su tiempo», es necesario que escriba la crónica contemporánea, para que algún día lo repita la historia de nuestro país, fiada en la verdad de escritores independientes e imparciales, y de bastante altura de espíritu para descender a animosidades pequeñas por afiliaciones de partido o de creencias políticas. Y hemos nombrado la historia, porque ella no podrá prescindir de ocuparse de toda la familia de Don Juan Manuel Rosas, cuyos miembros han figurado, más o menos, en los diversos cuadros y episodios del gran drama de su gobierno. Y la misma Agustina, si bien en la época de los acontecimientos que narramos vivía completamente ajena a la política, embebida en su vida misma, rodeada de admiradores y lujo, pasó a ser, más tarde, cuando el gobierno de su hermano se dio una exterioridad diplomática y regia, uno de los personajes más espectables de la época, y cuyo nombre, como el de Manuela, ocupó los libros, los diarios y la conversación de cuantos trataron de los asuntos del Plata, grandes o pequeños, amigos o enemigos.

A la época que describimos, la hermana menor de Rosas, esposa del general Don Lucio Mansilla, no tenía la mínima importancia política, ni se ocupaba un instante de unitarios ni de federales. Y a esa época también su espíritu, o por falta de ocasión, o por un tardío desenvolvimiento, no había manifestado toda la actividad y extensión con que más tarde se hizo remarcable, en la nueva faz del gobierno de su hermano, que comenzó con Palermo y con las complicaciones exteriores.

La importancia de esa joven, en 1840, no se la daba su hermano, ni su marido, ni nadie en la tierra; se la había dado Dios.

En 1840 tenía apenas veinte y cinco años. La Naturaleza, pródiga, entusiasmada de su propia obra, había derramado sobre ella una lluvia de sus más ricas gracias, y a su influjo había abierto sus hojas la flor de una juventud que radiaba con todo el esplendor de la belleza. De una belleza de estatuario, de pintor, y a quien ni el uno ni el otro podrían imitar exactamente. El cincel quebraría los detalles del mármol antes de dar a la estatua los contornos del seno y de los hombros de esa mujer; y el pincel no encontraría cómo combinar en las tintas el color indefinible de sus ojos, brillantes y aterciopelados unas veces, y otras con la sombra indecisa de la media luz de ese color; ni dónde hallar tampoco el carmín de sus labios, el esmalte de sus dientes, y el color de leche y rosa de su cutis. Rebosando en ella la vida, la salud, la belleza, esa flor del Plata ostentaba la lozanía de su primera aurora, y debía ser, y lo era en efecto, el encantamiento de las miradas de los hombres, y aun de las mismas mujeres, que, con sus ojos perspicaces, y tan interesadas en este caso, no podían señalar otro defecto en Agustina, sino que sus brazos eran algo más gruesos de lo que debían ser, y no bien redonda su cintura.

Pero magnífica Diana para la escultura; espléndida Rebeca para el lienzo, la belleza de Agustina no estaba, sin embargo, en armonía con el bello poético del siglo XIX: había en ella demasiada bizarría de formas, puede decirse, y muy pocas de esas líneas sentimentales, de esos perfiles indefinibles, de esa expresión vaga y dulce, tierna y espiritual que forma el tipo de la fisonomía propiamente bella en nuestro siglo, en que el espíritu y el sentimiento campean tanto en las condiciones del gusto y del arte: tal era Doña Agustina Rosas de Mansilla en 1840, y que entraba al baile que se describe aquí resplandeciente de belleza y de lujo. Sus brazos, su cuello y su cabeza estaban cubiertos de diamantes; y la presión que sufría su talle daba al rosado subido de su rostro una animación que sólo a las unitarias pareció chocante. Pero habituada la mayor parte de los que se encontraban en los salones, especialmente los hombres, a mirar en Agustina la reina de las bellezas porteñas, creyó que en esa noche conquistaba Agustina, y para siempre, aquel indisputable rango.

Su vestido era de blonda blanca sobre raso del mismo color, y su peinado a la griega daba lugar, no a que resaltasen los perfiles o la redondez de su bella cabeza, sino un lazo de diamantes que sujetaba su moño federal.

La maga paseaba los salones, sin haber tomado asiento todavía, al brazo de su esposo el general Mansilla, que en esos momentos parecía recuperar algo de su perdida juventud, al influjo del aire gentil y elegante que este antiguo caballero había aprendido y ostentado en la culta sociedad que había frecuentado, cuando pertenecía en alma y cuerpo al partido unitario.

Las miradas seguían a Agustina; la seguían, la devoraban. Pero de repente un murmullo sordo se escucha en todos los ángulos del salón. Las miradas se vuelven hacia la puerta; y la misma Agustina, arrebatada por la impresión general, lanza los rayos de sus lindos ojos hacia el centro común de la mirada universal: dos jóvenes, del brazo una de la otra, acaban de entrar al salón: la señora Amalia Sáenz de Olavarrieta, la señorita Florencia Dupasquier.

La primera, siguiendo la rigurosa etiqueta de la viudedad, vestía un traje de raso color lila muy bajo, o más bien color torcaz, y sobre él, otro de blonda negra, más corto que el primero. Su talle, redondo y fino como el de la estatua griega, estaba ajustado por una cinta del mismo color que el viso, cuyas puntas tocaban con la orilla del vestido negro. Su escote era también de blonda; y en el centro del pecho, un pequeño lazo de cinta igual a la del talle completaban los adornos de su sencillo y elegante traje. Sus cabellos estaban rizados, y sus rizos finos y lucientes caían hasta su cuello de alabastro; y entre ellos, en su sien derecha, estaba colocada una linda rosa blanca. El resto de sus hermosos cabellos castaños circundaba la parte posterior de su cabeza, en una doble trenza que parecía sujetada solamente por un alfiler de oro a cuya extremidad se veía una magnífica perla; y bajo la trenza, en el lado izquierdo de la cabeza, se descubría apenas la punta de la cintita roja, adorno oficial impuesto bajo terribles penas por el Restaurador de las libertades argentinas.

Florencia vestía un traje de crespón blanco con alforzas, adornado con dos guirnaldas de pequeños pimpollos de rosas, que, bajando de la cintura en forma de delantal, hasta tocar en la última alforza, daban vuelta en derredor de ella por todo el vestido. Las mangas de éste eran extremadamente cortas; y un escote de finísimo encaje era cerrado en medio del pecho por una rosa punzó.

Los cabellos de la joven, partidos en medio de la frente, caían, como los de Amalia, en flexibles rizos sobre la mejilla; y su trenza, entretejida con hilos de perlas, daba tres vueltas sobre su cabeza, y dos hilos de aquéllas se escapaban de la trenza e iban a adornar la blanca y casta frente de la joven; y un ramito de pimpollos, semejantes a los del vestido, estaba colocado, bella y maliciosamente, en el lado izquierdo de la cabeza; para que el lindo adorno de la Naturaleza hiciera las veces del repulsivo símbolo de la Federación.

Agustina estaba perdida. Acababa de caer de su trono al impulso de una revolución obrada en la admiración universal por la belleza de Amalia.

La señorita Dupasquier estaba encantadora, pero era una belleza conocida ya, en tanto que Amalia era la primera vez que se presentaba en público. Y la novedad, esta reina despótica de la sociedad, hacía alianza con la radiante hermosura de Amalia para cautivar la mirada y el entusiasmo de todos.

La misma Agustina no pudo prescindir de contemplarla y admirarla largo tiempo.

Varios jóvenes se apresuraron a ofrecer su brazo a las recién llegadas y conducirlas a los asientos que eligieran; porque en ese baile ninguna señora hacía los honores del recibimiento.

Pero, fuera casualidad, o la obra de ese instinto pocas veces equivocado entre las personas de una misma clase para encontrar sus iguales sin conocerlos, Amalia fue a sentarse con Florencia en un ángulo del salón, donde habíanse reunido todas las damas que allí había por la voluntad de sus maridos, tan poco federales como ellas, pero, en obsequio de la verdad, con mucho más miedo que sus nobles esposas.

Florencia fue levantada en el acto por un joven amigo de Daniel para las cuadrillas que comenzaban en aquel momento. Pero Amalia, sin ser olvidada, no fue invitada a las cuadrillas; sucede generalmente que a la primera impresión que hace una mujer bella y desconocida al presentarse en un baile, se apodera del espíritu de los hombres cierto temor, cierta desconfianza de solicitar su compañía en la danza, porque no pueden imaginarse que tal mujer no tenga veinte compromisos para esa noche, y temen recibir una negativa en la primera solicitud.

Pero la pobre Amalia no conocía a nadie, con nadie estaba comprometida; los jóvenes se chasquearon, y ella quedó sola al lado de una señora anciana, con todos los aires de una de aquellas viejas marquesas de tiempo de Luis XIII en Francia, o del virrey Pezuela en la ciudad de los Incas.

-Ha venido usted muy tarde, señorita -dijo a Amalia la señora anciana, haciéndola uno de esos saludos casi imperceptibles, pero elegantes, que sólo saben hacer las personas de calidad, que han aprendido desde niñas el manejo de los ojos y de la cabeza.

-En efecto, pero me ha sido imposible venir antes -contestó Amalia volviendo el saludo a su vecina, en cuya fisonomía y en cuyo traje descubrió al momento una persona de distinción, como al mismo tiempo su poca exaltación por la causa federal, en el moño pequeñísimo que traía, casi oculto, entre un adorno de blondas negras en su cabeza. Porque hasta los días en que estamos del año de 1840, el más o menos federalismo se calculaba por el mayor o menor tamaño de las divisas; y dos personas que se encontraban, sabían perfectamente la opinión a que ambas pertenecían con sólo mirarse el ojal de la casaca, si eran hombres, o la cabeza, si eran señoras.

-Creo que es esta la primera vez que tengo el honor de ver a usted. ¿Acaso ha llegado usted de Montevideo?

-No, señora, resido en buenos Aires hace algún tiempo.

-¡Algún tiempo! Entonces ¿no es usted de buenos Aires?

-No, señora, soy tucumana.

-¡Ah! bien me lo decía yo, ¡era imposible que usted no hubiera llamado mi atención, si fuera usted mi compatriota!

-Sin embargo, creo que tengo el honor de ser compatriota de usted, señora.

-Sí, sí, en cuanto a argentina; quise decir de buenos Aires.

-Es cierto, soy provinciana, como nos llaman aquí -dijo Amalia con una sonrisa tan amable que acabó de seducir a la buena señora, que desde ese momento conoció que tenía por interlocutora a una persona de espíritu y de clase.

-Conozco mucho -la dijo- a la madre de Florencia. ¿Acaso será usted parienta de ella?

-No, señora. Tengo el honor de ser su amiga solamente, me llamo Amalia Sáenz de Olavarrieta -dijo Amalia anticipándose a satisfacer la curiosidad de su compañera, en quien ya había descubierto la propensión de hablar y preguntar que nunca es más común que en los bailes entre ciertas señoras que ya han perdido la esperanza de danzar en ellos.

-¡Ah! ¿Es usted la señora viuda de Olavarrieta? Tengo mucho gusto en conocer a usted. He oído su nombre muchas veces; y por cierto que en cuanto he oído, no hay nada de exagerado.

-Yo creía, señora, que en buenos Aires había sobradas cosas de que ocuparse para hacer a una pobre viuda el honor de acordarse de ella.

-¡Una pobre viuda, que no tiene rival en belleza, y que, según dicen, ha hecho de su casa un templo de soledad y buen gusto! ¡Ah, señora! ¡Si usted supiera qué pocas son las cosas bellas y de buen gusto que nos han quedado en buenos Aires, no se resentiría entonces la modestia de usted!

-Pero, señora -contestó Amalia-, yo veo aquí el ejemplo contrario de lo que usted me dice.

-¿Aquí?

-Aquí, sí, señora.

-¿Aquí?¿De buen gusto? ¡Por Dios, no me haga usted perder parte de la admiración que me ha causado! -dijo la señora, con una sonrisa la más picante y despreciativa del mundo-. El buen gusto -prosiguió- hace muchos años que ha desaparecido de buenos Aires. ¡Oh! ¡Si usted hubiera visto nuestros bailes de otro tiempo! ¡Qué hombres! ¡Qué mujeres! ¡Oh, eso era elegancia y buen gusto, señora! ¡Pero hoy!

-¿Podría saber, señora, si no es indiscreción, con quién tengo el honor de hablar?

-Soy la señora de N...

-¡Ah! Me felicito por esta ocasión en que tengo el honor de saludar a la señora de N...

-Parece que usted quedó admirada sobre mi juicio respecto a este baile, ¿no es verdad? -prosiguió la señora de N.... que al parecer estaba empeñada en criticar cuanto allí había.

-Confieso a usted que yo no echo de menos ese buen tono que extraña usted -la respondió Amalia, que todo quería oír, sin decir nada.

-¡Oh, por Dios!

-¡Cómo! ¿No halla usted de buen tono la concurrencia de esta noche? -le preguntó Amalia, que empezaba a encontrar que su vecina podría distraerla del malhumor que sentía.

-¡buen tono! -dijo la señora riéndose, echando negligentemente su brazo al respaldo de la silla, y aproximándose a Amalia-. ¿Conoce usted -continuó- ciertas calidades físicas en los hombres, que revelan perfectamente su buena o su mala raza?

-Quizá.

-Fíjese usted un momento en el pie de los hombres.

-¿Y bien? Ya está.

-¿Qué nota usted?

-¿Qué noto?

-Sí; con franqueza.

-Nada.

-No es cierto.

-Pues, señora, no comprendo.

-Yo se lo explicaré a usted: son hombres de pies anchos y botas cortas; ¿se ríe usted?

-De la ocurrencia, señora.

-Pues ésa es la primera señal de la clase a que esos hombres pertenecen. ¡Oh, de ésos no había por cierto en nuestros pasados bailes! ¡botas en un baile! ¿Ve usted aquel frente del salón? ¿Ve usted la primera cuadrilla?

-Sí, todo lo veo.

-Pues las señoras sentadas, y las que están bailando, son esposas o hermanas de estos modernos caballeros.

-¿De manera, señora, que usted tiene la suerte de conocer a todos?

-En general los distingo por clases; en particular conozco a algunos.

-¡Ah, es una verdadera fortuna! ¡Yo que estoy aquí como si me hallara en Constantinopla!

-Tanto mejor.

-Tanto peor, señora, porque siquiera usted puede saber con quién habla, cuando alguna de esas damas, o caballeros, se le acerquen.

-¿Pero qué, no tiene usted ningún pariente en buenos Aires? -preguntó la señora, fijando sus ojos como para conocer la verdad de la respuesta que iba a recibir.

-Ninguno al servicio, o en la amistad del gobierno -contestó Amalia, comprendiendo que la señora buscaba seguridades.

-¡Ah! Pues entonces, sólo ganaría usted una cosa con conocer lo que desea.

-¿Y cuál es, señora?

-Un poco de risa.

-Es algo.

-En esta época especialmente. ¿Qué le parece a usted aquel caballero que está recostado contra el marco de aquella puerta estirándose su hermoso chaleco colorado?

-Me parece bien.

-No, señora, le parece a usted mal.

-¿Mal?

-Sí, mal, yo quiero defender a usted contra usted misma.

-Vaya, pues, señora; me parecerá mal, si usted se empeña.

-Ese es el señor Don Pedro Ximeno, comandante interino del puerto.

-¡Ah!, ¿ése es el señor Ximeno?

-El mismo. Uno de los hombres más afortunados en su carrera.

-¡Es posible!

-Figúreselo usted: en 1821 fue mozo de servicio en el Café de la Victoria.

-¡Ah!

-Sí, señora, mozo de café.

-Por algo se empieza en este mundo, señora.

-Y después se va adelante, ¿no es cierto?

-Así es en general.

-Pues eso mismo le pasó a Ximeno.

-¿Ascendió a la capitanía?

-No; de mozo de café, ascendió a mercachifle.

-¡Hola! La cosa va en progreso -dijo Amalia sin poder contener su risa.

-¡Oh! Pero ascendió todavía.

-¿En el mismo orden?

-Oigalo usted: de mercachifle pasó a ser empleado en nuestro teatro viejo.

-¡Hola, se hizo cómico!

-Menos que eso.

-¿Apuntador?

-Menos que eso.

-¿Menos que apuntador?

-Sí, señora.

-¿Entonces, qué fue?

-Uno de los peones encargados de levantar el telón de boca.

-¡Oh, es admirable la carrera de ese señor! ¿Y cómo ha llegado hasta el lugar donde se halla?

-Muy sencillamente: el general Zapiola lo empleó de escribiente en la capitanía del puerto, y la Federación lo hizo comandante de ella.

-Y aquel otro caballero que en este momento conversa con el señor Ximeno, ¿quién es?

-Ese es el señor general Mansilla.

-¡Ah, el general Mansilla!

-Uno de los más furiosos unitarios que ocuparon un banco en el Congreso Constituyente. ¿Ve usted ese otro personaje que se les acerca?

-Si, ¿quién es?

-Torres, Don Lorenzo Torres. ¡Dios los cría y ellos se juntan!

-¿Por qué dice usted eso, señora?

-Porque Torres también fue unitario, hasta mucho después de la revolución de Lavalle -contestó la señora de N.., que parecía saber de memoria la biografía de todo el mundo.

-¿De suerte -dijo Amalia-, que hoy hay muchos federales que no lo han sido siempre?

-Cierto. Sin embargo, aquí hay algunos que lo han sido toda su vida. Por ejemplo, allí tiene usted uno -dijo

la señora de N... señalando a un caballero de cuarenta años poco más o menos, de tez morena y de ceño zonzo.

-Y ese caballero ¿quién es? -preguntó Amalia.

-Ese es Don baldomero García, federal toda su vida; hombre de carácter más duro que su figura, y tan tartamudo de ideas como de lengua. ¡Hola! ¡Hola! Y se da la mano con un excelente personaje de la actualidad. ¿Lo ve usted?

-Sí, pero no conozco a ese señor.

-¡Por Dios, que usted no conoce a nadie! ¡Ese es Juan Manuel Larrazábal! ¡Dios me libre de creerlo! Pero dicen que es un espía del señor gobernador.

-Voces de partido quizá -dijo Amalia, fijando sus ojos rápidamente en un hombre que hacía rato la estaba contemplando con unas miradas trasversales, pues que salían de dos ojos al sesgo.

-¿Y podrá usted decirme -preguntó Amalia a la señora de N...- quién es aquel caballero que está haciendo molinete con un guante blanco, y que se distingue por el tamaño exagerado de su divisa punzó?

-¡Cómo! ¿Pues que no lee usted La Gaceta?

-¡La Gaceta!

-Sí, La Gaceta Mercantil

-No la leo jamás, pero aun cuando así fuera...

-Sí así fuera, habría comprendido usted que aquel caballero no podría ser otro que el redactor de La Gaceta. Se llama Nicolás Mariño. Es el que predica el degüello de los unitarios. El 1º de diciembre de 1828, lo vi desde los balcones de mi casa andar por las calles prodigando abrazos a los revolucionarios. Después entró de oficial en el ministerio Guido, bajo la administración Viamonte. En 1833, escribió algunos mamarrachos en El Clasificador. Después escribió El Restaurador de las Leyes. A esa época

ya no abrazaba sino a los federales. Ahora escribe La Gaceta, y abraza al diablo. ¡Qué ojos! ¿Le ha reparado usted los ojos?

-Sí, señora -contestó Amalia riendo de la pregunta, del calor y de las indiscreciones de la señora de N.., una de aquellas intransigibles unitarias, con quienes la dictadura no pudo jamás, y que las súplicas y el llanto de sus maridos arrastraban a las fiestas federales, donde ellas se desquitaban de la violencia que se hacían en estar en ellas midiendo con su inflexible rigorismo las categorías de la nueva época que se presentaban a sus ojos.

-¿Y sabe usted una cosa? -continuó la señora de N...

-¿Qué cosa, señora?

-Que observo que Nicolás Mariño la mira a usted demasiado, y que mira con los ojos que él tiene, que es lo peor que puede sucederle a una joven de la belleza de usted.

-Gracias, señora.

-Y sobre todo, de sus principios, porque ¿no es verdad que usted no haría a ese hombre el honor de recibirle en su casa?

-Yo tengo formadas ya mis relaciones, y con dificultad contraería otras nuevas -respondió Amalia esquivando el dar una contestación directa.

-Y sobre todo, la de este hombre -prosiguió la señora de N...-. Y la mira, la mira a usted, no hay duda. ¡Oh! Y ¡es un honor! ¡El redactor de La Gaceta! ¡El comandante del ilustre cuerpo de serenos! Pero, ¡vaya!, al fin la esposa lo distrae de sus melancólicas miradas.

-¿Aquella señora de vestido de raso colorado con guarniciones amarillas y negras, y un adorno de fleco de oro en la cabeza, es la esposa del señor Mariño?

-Sí.

-¡Ah!

-¡Qué bailes!

-A propósito, ¿me dice usted, señora, quiénes son aquellos cuatro caballeros vestidos de uniforme que están allí, que los veo parados hace tan largo rato sin conversar ni hacer un movimiento?

-¿Aquéllos? ¡Ah!, el primero es el coronel Santa Coloma, carnicero a la vez que coronel.

-¿Sí?

-Carnicero de animales y de gente.

-Degeneración del oficio.

-El otro, es el señor coronel Salomón, pulpero.

-Vaya, eso es menos malo.

-El otro, es el comandante Maestre, forajido de profesión.

-Vamos, no falta sino que el otro pertenezca a tan nobles jerarquías.

-Pues no, señora, el otro es el general Pintos, verdadero caballero, verdadero soldado de la república; pero para manchar los galones de él y de los que se le parecían, la Federación moderna puso los galones militares en hombres como los tres primeros.

-Sabe usted, señora -dijo Amalia-, que sin negar que son interesantes las biografías que usted hace en tan pocas palabras, me interesaría más el saber ¿cuál de estas señoras es Manuelita y cuál Agustina?

-Las dos están en este momento bailando en la otra sala; ¿le habrán dicho a usted que Agustina es una belleza?

-Cierto, esa es la opinión universal. ¿No es así en la opinión de usted?

-Cierto que sí; solamente que yo la llamo belleza federal.

-¿Lo que quiere decir?

-Que es una belleza con la cara punzó.

Amalia se rió.

-Ese no es un defecto, señora; ése es el color de las rosas-dijo a la señora de N...

-Usted lo ha dicho: es el color de las rosas.

-Pero en fin, ¿es una linda mujer?

-No.

-¿No?

-Es una linda aldeana, pero aldeana; es decir, demasiado rosada, demasiado gruesos sus brazos y sus manos, demasiado silvestre para el buen tono, y demasiado frívola entre la gente de espíritu.

-«Está visto -dijo Amalia para sí misma- que esta señora es un tesoro en un baile; pero hay un gran riesgo en dejarse ver de ella, porque está enojada con la humanidad entera.»

-Desgracia sería para usted, señora -dijo Amalia-, que Agustina supiese que tan mal trata usted a su belleza, porque en general las personas de nuestro sexo no perdonan ese alfilerazo.

-¡bah!, ¿cree usted que no lo sabe? ¿Cree usted que toda esa gente no comprende de qué modo es mirada por nosotras?

-¿Por nosotras?

-Sí, por nosotras. Saben ellas que si nos presentamos en sus fiestas es por nuestros hijos, o por nuestros maridos.

-Es expuesto, sin embargo.

-Ese es nuestro único desquite: que lo sepan: que comprendan la diferencia que hay entre ellas y nosotras. Por lo demás, el riesgo no es mucho, porque ¿qué pueden hacernos? Por otra parte, no hablamos sino entre nosotras mismas.

-¿Siempre? -preguntó Amalia con una sonrisa la más maliciosa del mundo.

-Siempre, como ahora mismo, por ejemplo -contestó la señora de N... con el mayor aplomo.

-Perdón, señora, yo no he tenido el honor de decir a usted cómo pienso.

-¡Qué gracia! ¡Si desde que se sentó usted a mi lado me lo dijo!

-¿Yo?

-Usted, sí, señora, usted. Fisonomías como la suya, maneras como las suyas, lenguaje como el suyo, trajes como el suyo, no tienen, ni usan, ni visten las damas de la Federación actual. Es usted de las nuestras, aunque no quiera.

-Gracias, señora, gracias -dijo Amalia con su sonrisa habitual.

En ese momento la señora de N... saludó cariñosamente a otra señora que tomaba asiento frente a ella.

-¿Sabe usted quién es aquélla?

-Ya he dicho a usted, señora, que no conozco a nadie.

-¡Válgame Dios!

-¿Y qué he de hacer, señora?

-Esa es la esposa del general Rolón: buen corazón, excelente amiga; pero las nuevas amistades a que la ha conducido la posición de su marido, la han hecho perder el poco de buen tono que tenía, y convida a sus tertulias de invierno, anunciando, ¿qué le parece a usted que anuncia en las esquelas de invitación?

-Anunciará la hora y el día, supongo.

-bien, ¿pero además de eso?

-¿Además? Si dice que es una tertulia, el día y la hora del recibimiento, no sé qué más...

-Pues bien, oiga usted: anuncia que la tertulia se abre con café con leche; ¡pobre Juana!

Amalia no pudo menos que soltar la risa con menos conveniencia que la que requería el lugar en que se encontraba; y a tiempo de volver su cabeza para no hacerse notable por su risa, un relámpago de alegría brilló en sus ojos; acababa de descubrir a Daniel en la puerta del salón. Daniel entraba en aquel momento; y se dirigía a su prima, después de haber divisado a su Florencia paseando los salones con uno de sus mejores amigos, con quien acababa de bailar.

Pero antes de que los primos y los amantes se cambien una palabra, salgamos del baile con el lector y vamos un momento a recoger los pormenores de otra escena bien diferente en otra parte, en nada parecida a la que dejamos; y del brazo con el lector hagamos también lo posible para volver pronto a los salones de nuestro viejo fuerte.

El joven Daniel entraba al baile a las doce y media de la noche, pero antes de seguirlo en él, veamos lo que era y lo que hacía tres horas antes en la casa misteriosa de la calle de Cochabamba, a cuya puerta hemos visto acercarse varios individuos, dar una seña, entrar en la casa, y cerrarse luego la puerta de la calle.

Entre el lector con nosotros a esa casa, a las nueve y media de la noche, y encontraremos una reunión de hombres bien interesante, pero bien en peligro al mismo tiempo.

La sala de Doña Marcelina, cuyas ventanas daban a la calle, se había convertido esa noche en campamento general. La cama matrimonial y los catres de lona de sus distinguidas sobrinas habían sido trasportados de la alcoba a la sala.

Y todas las sillas de ésta, las del comedor, tres baúles, y un banco que parecía haber tenido el honor en algún tiempo de ser colocado en la portería de algún convento, estaban cuidadosamente colocados en el círculo que permitía el estrecho aposento convertido improvisadamente en sala de recepción para esa noche, estando colocada en uno de sus testeros una mesa de pino con dos velas de sebo, y delante de ella una silla que parecía la presidencia de aquel lugar.

Parados unos, otros sentados, y otros cómodamente acostados en los catres y en la cama, una crecida reunión de hombres ocupaba la sala de Doña Marcelina, sin más luz que la escasa claridad de las estrellas que entraba a través de los pequeños y empañados vidrios de las ventanas.

Las palabras eran dichas al oído, y de cuando en cuando alguno de los que allí estaban se aproximaba a las ventanas, y con la mayor atención paseaba sus miradas por la lóbrega y desierta calle de Cochabamba.

El reloj del Cabildo hizo llegar hasta esta reunión misteriosa la vibración metálica de su campana.

-Son las nueve y media de la noche, señores, y nadie puede equivocarse en una hora de tiempo cuando le espera una cita importante. Los que no han venido no vendrán ya. Vamos a reunirnos.

Al concluirse la última de esas palabras, dichas por una voz muy conocida nuestra, los postigos de las ventanas se cerraron, y la luz de la pieza inmediata penetró a la sala por la puerta de la habitación contigua.

Un minuto después, el señor Don Daniel bello ocupaba la silla colocada delante de la mesa de pino, teniendo a su derecha al señor Don Eduardo belgrano; ocupados los demás asientos por veinte y un hombres, de los cuales el de más edad contaría apenas veinte y seis o veinte y siete años, y cuyas fisonomías y trajes revelaban la clase inteligente y culta a que pertenecían.

-Amigos míos -dijo Daniel paseando sus miradas por la reunión-, hemos debido reunirnos esta noche treinta y cuatro jóvenes; y, sin embargo, no estamos aquí sino veinte y tres. Pero cualesquiera que sean las causas por que nuestros amigos nos abandonan, no hagamos a ninguno la ofensa de creerlo traidor, y no abriguemos el menor recelo sobre su secreto. Treinta y dos nombres fueron elegidos por mí. Cada uno recibió su aviso anticipado para concurrir a esta casa en esta noche, y yo sé bien, señores, quiénes son los hombres con cuyo honor puede contarse en buenos Aires. Ahora dos palabras más para inspiraros la más completa confianza en esta casa. Sorprendidos en ella por los asesinos del tirano, nuestra sentencia estaría pronunciada en el acto. Pero si él tiene la fuerza, yo tengo la astucia y la previsión. Esta casa da sobre la barranca del río. El agua está a una cuadra de ella, y a su orilla hay en este momento dos balleneras prontas para recibirnos. En caso de ser sorprendidos, saldremos a la barranca por la ventana de una habitación interior que da sobre ella; y si aun allí fuésemos atacados, me parece que veinte y tres hombres, más o menos bien armados, pueden llegar sin dificultad hasta la orilla del río. Una vez en las balleneras, los que quieran volver a la ciudad tienen algunas leguas de costa donde poder desembarcarse, y los que quieran emigrar, tienen las costas orientales a pocas horas de viaje. En la puerta de la calle está mi fiel Fermín. En la ventana que da a la barranca, está el criado de Eduardo, de cuya fidelidad tenemos todos repetidas pruebas; y últimamente, sobre la azotea está una persona de mi más completa confianza, y cuyo poco valor es nuestra mejor garantía, pues si el miedo le impidiese hablar, no le impediría hacer temblar el techo de esta sala con sus carreras: es un antiguo maestro de casi todos nosotros, que ignora los que están aquí, pero que sabe que estoy yo, y eso le basta, ¿Estáis satisfechos?

-El exordio ha sido un poco largo, pero en fin, ya se acabó, y no creo que haya nadie aquí que después de haberle oído no se crea tan seguro como si se hallase en París -dijo un joven de ojos negros, de fisonomía alegre y cándida, y que, durante hablaba Daniel, se había entretenido en jugar con una cadena de pelo que tenía al cuello.

-Yo conozco la tierra en que aro, mi querido amigo; yo sé que ninguno de vosotros está tranquilo; y sé además que soy el responsable de cuanto pueda sucederos. Ahora, vamos al objeto de nuestra reunión.

-Aquí tenéis, señores -prosiguió Daniel sacando una cartera llena de papeles-, el primer documento de que quiero hablaros: es una lista de las personas que en el mes de abril y la primera quincena de este mayo han llegado emigrados de nuestro país a la República Oriental. Representan un número de ciento sesenta hombres, todos jóvenes, patriotas y entusiastas. Contamos, pues, con ciento sesenta hombres menos en buenos Aires. Tengo motivos para aseguraros que los que hacen hoy el negocio de conducir emigrados a la banda Oriental tienen solicitados más de trescientos pasajes, y esto después de los asesinatos del 4 de mayo.

«Resulta, pues, que para el mes de julio vamos a tener cuatrocientos o quinientos patriotas de menos en buenos Aires, y esto después que en los años anteriores de 38 y 39 han salido del país las dos terceras partes de la juventud.

»Entretanto, oíd ahora el estado del Ejército Libertador y de las provincias interiores, para poder comprender mejor aquel hecho anterior:

»Después de la acción de Don Cristóbal, en que se ganó la batalla y se perdió la victoria, el Ejército Libertador se encuentra en las puntas del Arroyo Grande, sitiando al ejército de Echagüe arrinconado en las Piedras, todo esto, a pocas leguas de la bajada, y todas las probabilidades parecen estar en favor del general Lavalle, en el caso de una nueva batalla. Si él triunfa en ella, el paso del Paraná será la consecuencia inmediata, y la campaña se emprenderá entonces sobre buenos Aires. Si él es derrotado, los restos de su ejército vendrán a reorganizarse sobre el norte de nuestra provincia, pues tienen para el tránsito de los ríos las embarcaciones bloqueadoras; y veis entonces que en uno u otro caso, la provincia de buenos Aires está esperando al general Lavalle.

»En las provincias, la Liga se ha extendido como un incendio. Tucumán y Salta, La Rioja, Catamarca y Jujuy ya no pertenecen al tirano; se han proclamado contra él, y aprontan sus ejércitos. El fraile Aldao no es bastante a sofocar la revolución, y Córdoba se plegará al primero que la amenace. Rosas tenía una esperanza en La Madrid; La Madrid ya no le pertenece.

-¿Cómo? -preguntaron a la vez todos los jóvenes levantándose de sus asientos, menos Eduardo, que parecía sumergido en los misterios de su corazón.

-Vais a saberlo, señores; pero, despacio, no alcéis la voz, todavía no es tiempo de dar gritos en buenos Aires.

»He dicho la verdad: el general La Madrid, comisionado por Rosas para apoderarse del parque de Tucumán, ha dejado que la revolución se apodere de él, y el 7 de abril se ha puesto sobre su pecho la cinta azul y blanca de la libertad, y ha pisado la ignominiosa marca de la Federación de Rosas.

-¡bravo! ¡bravo!

-Silencio, silencio, señores; aquí tenéis este documento, oídlo:

Libertad o muerte Orden general del 9 de abril de 1840 De orden del excelentísimo gobierno se reconoce por general tropas de línea y milicia de la provincia, general Don Gregorio Araoz de La Madrid y por jefe del estado mayor, al coronel Don Lorenzo Lugones, y jefe de coraceros del orden, al coronel Don Mariano Acha.

La explosión del sentimiento fue espontánea. No hubo gritos; no hubo vivas, pero las fisonomías hablaban, y los abrazos pronunciaron discursos y juramentos. Daniel midió aquella escena con su mirada de águila: estaba entusiasmado, estaba estudiando en el complicado libro de la naturaleza moral.

-Ya lo veis, señores -continuó con su imperturbable sangre fría-, en todas partes la revolución se levanta gigantesca, pero esa revolución tiene un fin; ¿por qué no hemos de creer que la revolución sea lógica y que vendrá a buscar ese fin en el lugar en que se esconde? Ese fin es una cabeza y esa cabeza está en buenos Aires. Si todos los esfuerzos se han de dirigir a este punto, ¿no es cierto, señores, que debemos cooperar al triunfo, cuando se aproxime a él?

-Sí, sí -exclamaron todos los jóvenes.

-Despacio, señores, despacio. Tengamos lógica antes que entusiasmo. Decís que sí; pero he aquí que el modo como vosotros deseáis cooperar es aquel precisamente con el que yo estoy en oposición continua.

»He empezado por mostraros el crecido número de hombres nuestros que han emigrado del país, y ese número lo veréis aumentar con el vuestro... Oídme, señores:

»Cuando hay que vencer un principio difundido en la conciencia de una clase o de un pueblo, es necesario batirse con esa clase o con ese pueblo, con las armas de la razón o con el acero.

»Cuando hay que batir a un gobierno cuya existencia reposa en su poder moral, es necesario entonces minar las bases de ese poder, arrebatándole su popularidad, bien sea en la tribuna, en la prensa, o en los ejércitos. Pero, señores, cuando lo que hay que combatir no es un principio, sino un sistema encarnado en un hombre; no un influjo moral, sino un poder material que se mueve, como una máquina de puñales, al resorte de la voluntad de aquel hombre, es necesario entonces extinguir con el hombre el prestigio, la máquina y voluntad.

»Contad los hombres patriotas que han salido de buenos Aires; calculad los que habrán de salir en adelante, si no ponemos un dique a ese torrente de emigración, y decidme luego, si ese número de hombres no es suficiente para cooperar en la ciudad a la revolución que traigan a la provincia las armas del general Lavalle, o las armas de la coalición de Cuyo.

»La emigración deja en poder de las mujeres, de los cobardes y de los mashorqueros la ciudad de buenos Aires, es decir, señores, el punto céntrico de donde parten los rayos del poder de Rosas.

»¿Tres o cuatrocientos hombres aseguran acaso el triunfo del general Lavalle, alistados en las filas de su ejército? Pues bien, señores, tres o cuatrocientos hombres de corazón son bastantes para levantar la ciudad y colgar de los faroles de las calles a Rosas y su mashorca el día que los aturda la noticia de la aproximación de cualquiera de los ejércitos libertadores.

»No podemos reconquistar los que se han ido; pero a lo menos paremos el curso de esa copiosa emigración que va a buscar lejos una libertad que puede encontrarla a su lado, cuando alce su brazo armado sobre la cabeza del tirano.

»¿Hay peligros en permanecer en buenos Aires? ¿Habrá peligros y sangre el día que demos el primer grito de libertad? Pero, señores, ¿no hay peligros y sangre en los ejércitos?, ¿no hay miseria y humillación en el destierro?

»Creedme, amigos míos; yo estoy más cerca de Rosas que ninguno de vosotros; yo expongo más que mi vida, porque expongo mi honor a las sospechas de mis compatriotas; creedme, pues, que el peor sistema que la juventud de buenos Aires puede adoptar en el deseo que la anima de la libertad de su patria, es el ausentarse de ella. ¿Sería tan desgraciado que no hubiese ninguno de vosotros que pensase como yo pienso?

-Esa es mi opinión, esa es mi fe; yo moriré al puñal de la mashorca antes que dejar la ciudad. Rosas está en ella, y es a Rosas a quien debemos buscar el día en que uno de nuestros ejércitos pise la provincia. Muerto Rosas, volveremos a todas partes los ojos y no hallaremos un enemigo -dijo uno de los jóvenes que se encontraba en la reunión.

-¿Sois vosotros también de esa misma opinión, amigos míos? -preguntó Daniel.

-Sí, sí, es necesario quedarnos, respondieron con entusiasmo todos los jóvenes.

-Señores -dijo Eduardo belgrano luego que se restableció el silencio-, no hay una sola palabra de las que ha pronunciado el señor bello que no esté perfectamente en armonía con mis opiniones, y, sin embargo, yo he sido uno de los que han querido emigrar del país, y aun no sé todavía, si de un momento a otro renovaré mi resolución. Os revelo, pues, una contradicción entre mis opiniones y mi conducta, y en este caso, os debo una explicación que voy a dárosla:

»Es cierto que debemos quedarnos; es cierto que lejos de abandonar, debemos estrechar cada vez más un círculo de fierro en derredor de Rosas, para ahogarlo en el día oportuno a la libertad argentina. Esta teoría no puede ser, ni más racional, ni conveniente, dicha en general, aplicada a cualquier otro pueblo de la tierra en iguales circunstancias que el nuestro. Pero nosotros los argentinos, señores, representamos una excepción bien práctica respecto de lo que nos ocupa. Vamos a verlo:

»El señor bello ha dicho que tres o cuatrocientos hombres serían bastantes para concluir con Rosas en la ciudad. Yo quiero creer que es bastante ese número; quiero más: quiero creer que están en buenos Aires todavía todos los hombres de nuestra generación que han emigrado; más aún, todos los emigrados unitarios del año 29 y 30, y que somos dos, tres, cuatro mil hombres enemigos de Rosas. ¿Pero sabéis, señores, lo que esta cifra representa en buenos Aires? Representa un hombre.

»Un partido no es poderoso por el número de sus hombres, sino por la asociación que lo compacta. Un millón de hombres individualizados no vale más, señores, que dos o tres hombres asociados por las ideas, por la voluntad y por el brazo.

»Estúdiese como se quiera la filosofía de la dictadura de Rosas, y se averiguará que la causa de ella está en la individualización de los ciudadanos. Rosas no es dictador de un pueblo; esto es demasiado vulgar para que tenga cabida en hombres como nosotros: Rosas tiraniza a cada familia en su casa, a cada individuo en su aposento; y para tal prodigio no necesita por cierto, sino un par de docenas de asesinos.

»Sociedades pequeñas, sin clases, sin jerarquías; sin prestigio en ellas la virtud, la ciencia y el patriotismo; ignorantes a la vez que vanas, susceptibles a la vez que celosas, las sociedades americanas no tienen entre sí y para sí mismas otros principios de asociación, que el catolicismo y la independencia política.

»Sin comprender todavía las ventajas de la asociación en ningún género, en los partidos políticos es en los que ella existe menos.

»Un espíritu de indolencia orgánica de raza viene a complementar la obra de nuestra desorganización moral, y los hombres nos juntamos, nos hablamos, nos convenirnos hoy, y mañana nos separamos, nos hacemos traición o cuando menos, nos olvidamos de volver a juntarnos.

»Sin asociación, sin espíritu de ella, sin esperanza de poder organizar improvisadamente esa palanca del poder y del progreso europeo que se llama asociación, ¿con qué contar para la obra que nos proponemos?¿Con el sentimiento de todos? ¡Ah, señores, ese sentimiento existe hace muchos años en nuestro pueblo, y la mashorca, sin embargo, es decir, un centenar de miserables, nos toma en detalle y hace de nosotros lo que quiere. Esto es lo práctico, y yo prefiero ir a morir en el campo de batalla, a morir en mi casa esperando una revolución que los porteños todos juntos no podremos efectuar jamás, porque todos no representamos sino el valor de un solo hombre.

»Entretanto, es una verdad indisputable lo que ha dicho mi querido amigo: es decir, que sería más oportuno y eficaz buscar en la persona única de Rosas el exterminio de la tiranía. Decidme sí es posible establecer la asociación y seré el primero en desechar toda idea de abandonar el país.

Un silencio general sucedió a este discurso.

Todos los jóvenes tenían fijos sus ojos en el suelo. Sólo Daniel tenía su cabeza erguida, y sus miradas estudiaban una por una la fisonomía de los jóvenes.

-Señores -dijo al fin-, mi querido belgrano ha hablado por mí en cuanto al espíritu de individualismo que por desgracia de nuestra patria ha caracterizado siempre a los argentinos. Pero los males que ha traído esa falta de nuestra vieja educación, es la mejor esperanza de que nos enmendaremos de ella, y el incitaros a la asociación, después de iniciaros la necesidad de permanecer en buenos Aires, era la segunda parte del pensamiento que me ha conducido a este lugar. Habéis convenido conmigo en que debemos esperar los sucesos en buenos Aires; justo es convengáis también en que si esos sucesos nos encuentran desasociados, en bien poca parte les podremos ser útiles.

»Además, nos encontramos hoy sobre el cráter de un volcán, que fermenta, que ruge, y cuya explosión no está distante.

»Los asesinatos cometidos ya, no son un fin; son el principio de una cadena de crímenes que, como los anillos de una serpiente, va a desenvolver sus eslabones en torno a la cabeza de todos.

»Rosas, por medio de su Gaceta y de sus representantes, hace muchos meses que está azuzando a sus lebreles.

»La embriaguez del crimen ha perturbado ya el cerebro de nuestros asesinos, y dado a su sangre la irritación febriciente que es necesaria para el desbocamiento en los delitos populares.

»Los puñales se aguzan; los brazos se levantan, las víctimas están señaladas, y el momento terrible se aproxima.

»No es una venganza espontánea; es una combinación reflexionada para enervar, por medio del terror, los esfuerzos del espíritu público.

»bien, pues, si ese momento terrible nos encuentra aislados, todos -no lo dudéis, señores- vamos a ser víctimas de Rosas.

»Unidos, sistematizada nuestra defensa; solidarios todos para la venganza del primero que caiga, o suspenderemos el brazo de los asesinos o provocaremos a la revolución, o podremos emigrar en masa, cuando se pierda para todos la última esperanza de exterminar la tiranía, o por último, moriremos en las calles de nuestro país habiendo antes dejado una lección honrosa a las generaciones futuras.

»Asociados, una vez que tengamos en la provincia alguno de nuestros ejércitos libertadores, que obran en Entre Ríos, o que se organizan a la falda de la Cordillera, yo mismo haré cuanto esté de mi parte por precipitar la hora de la San bartolomé que se prepara. No os alarméis, mis amigos; en las revoluciones, toda combinación abortada da siempre un resultado contrario. Piensan degollarnos después de haber aterrorizado nuestro espíritu por medio de esa sostenida predicación de amenazas con que se nos saluda todos los días desde la tribuna y la prensa; y si yo logro que los puñales se alcen prematuramente, y que en vez de encontrar un pueblo de individuos aterrorizados se hallen con un pueblo asociado y fuerte, yo habré entonces preparado el terror para que obre su influencia sobre el ánimo de los asesinos, en vez de obrarse, como ellos pensaron, en el ánimo de las víctimas.

»Hay ciertos momentos en que el medio seguro, infalible de hacer fracasar un plan político, consiste en facilitar rápidamente el espacio en que quiere desenvolverse. Con su sistema de economías, el ministro Necker habría conseguido suspender la marcha de la Revolución Francesa que caminaba sordamente; pero el ministro Calonne, sucesor de Necker, y que quería la revolución del pueblo contra la aristocracia y el clero, prodigaba el tesoro para los placeres de la corte, irritando más de esta manera el espíritu revolucionario del pueblo empobrecido y oprimido, y facilitando el camino de la revolución.

»Yo, que compro con mi sosiego y mi nombre los secretos todos de mis enemigos; yo, que palpitando de rabia mi corazón, junto mi mano con las manos ensangrentadas de los asesinos de nuestra patria, yo irritaré con mis palabras su corazón envenenado y los excitaré al crimen cuando crea que ese mismo crimen ha de sublevar contra ellos la venganza de los oprimidos. Porque el día, el instante en que la mano de un hombre de corazón, a la luz del sol, clave su puñal en el pecho de uno de los asesinos, ese instante, señores, será el postrero del tirano; porque los pueblos oprimidos no necesitan sino un hombre, un grito, un momento para pasar estrepitosamente de la esclavitud a la libertad, del marasmo a la acción.

La fisonomía de Daniel estaba radiante, sus ojos chispeaban, sus labios gruesos, y rosados habitualmente, estaban encendidos como el carmín. Las miradas de todos estaban fijas sobre él. Solamente Eduardo, pensamiento profundo y filosófico, y corazón altivo, franco y valiente, tenía apoyado el codo sobre la mesa, y su frente reposaba en su mano.

-Sí, la asociación -dijo uno de los jóvenes-, la asociación hoy para defendernos de la mashorca, para esperar la revolución, para colgar a Rosas.

-La asociación mañana -dijo Daniel, alzando por primera vez la voz, y sacudiendo su altiva, fina e inteligente cabeza-: la asociación mañana para organizar la sociedad de nuestra patria.

»La asociación en política para darla libertad y leyes.

»La asociación en comercio, en industria, en literatura y en ciencia para darla ilustración y progreso.

»La asociación en todas las doctrinas del cristianismo para conquistar la moral y virtudes que nos faltan.

»La asociación en todo y siempre para ser fuertes, para ser poderosos, para ser europeos en América.

»La asociación de los individuos y de los pueblos para estudiar filosófica y prácticamente, si esta república que improvisó la Revolución de Mayo fue una inconveniencia política, hija de las necesidades del momento, o si debe ser un hecho definitivo y duradero.

»Asociación de estudio sobre los elementos constitutivos del país para alcanzar a saber exactamente, si no fue un error de la Revolución de Mayo el excomulgar el principio monárquico, cuando esa revolución desprendió a estos pueblos del yugo de fierro que le imponía un rey extraño; para estudiar en fin los efectos por que hemos pasado, en las causas generales que los han motivado.

»¿Queréis patria, queréis instituciones y libertad, vosotros que os llamáis herederos de los regeneradores de un mundo? Pues bien, recordad que ellos y la América toda fue una asociación de hermanos durante la larga guerra de nuestra independencia, para lidiar contra el enemigo común; y asociaos vosotros para lidiar contra el enemigo general de nuestra reforma social: ¡la ignorancia!; contra el instigador de nuestras pasiones salvajes: ¡fanatismo político!; contra el generador de nuestra desunión, de nuestros vicios, de nuestras pasiones rencorosas, de nuestro espíritu vanidoso y terco: el escepticismo religioso. Porque, creedme: nos falta la religión, la virtud y la ilustración, y no tenemos de la civilización sino sus vicios.

Durante ese discurso, Daniel había levantádose poco a poco de su asiento, y, como arrebatados por la energía de sus palabras, todos los jóvenes habían hecho lo mismo. La última palabra se escapó de los labios del joven orador, y los brazos de Eduardo lo estrecharon contra su corazón.

-Mirad, señores -dijo belgrano, paseando sus ojos por la reunión de sus amigos, y conservando su brazo izquierdo sobre el hombro derecho de Daniel-: mirad, mi semblante está bañado de lágrimas, y los ojos que las vierten habían con la niñez perdido su recuerdo. ¿Las adivináis? No. La sensibilidad de todos vosotros está conmovida por las palabras de mi amigo, y la mía lo está por el porvenir de nuestra patria. Yo creo en su regeneración, creo en su grandeza y su futura gloria; pero esa asociación que las ha de germinar en el Plata no será, no, la obra de nuestra generación, ni de nuestros hijos; y mis lágrimas nacen de la terrible creencia que me domina de que no seré yo ni vosotros los que veamos levantarse en el Plata la brillante aurora de nuestra libertad civilizada, porque nos falta para ello naturaleza, hábitos y educación para formar esa asociación de hermanos que sólo la grandeza de la obra santa de nuestra independencia pudo inspirar en la generación de nuestros padres.

-Sí, sí, nos asociaremos -gritaron muchos jóvenes.

-Silencio, Eduardo, silencio por Dios -dijo Daniel al oído de Eduardo.

-Sí, amigos míos, nos asociaremos -continuó Daniel-, y bajo el entusiasmo de esa idea debemos separarnos ya. Yo redactaré nuestro estatuto. Será sencillo, la expresión de una necesidad bien simple: la de poder juntarnos en un cuarto de hora cuando la defensa o la iniciación revolucionaria lo requieran.

»Hoy es el 24 de mayo. Separémonos antes que la luz del 25 sorprenda a tantos argentinos reunidos, que no pueden, sin embargo, saludarla libres.

»El 15 de junio nos volveremos a reunir en esta misma casa y a las mismas horas.

»Una sola palabra más: ponga cada uno de vosotros sus medios, su influencia toda para evitar que nuestros amigos emigren; pero si decididamente lo quieren, que se acerquen a mí; yo respondo de la seguridad en su embarque. Pero sólo para este caso buscad mi persona. Fuera de él, huid de mí; censurad mi conducta entre los indiferentes; enturbiad mi nombre con vuestra censura, pues llegará el momento en que yo lo purifique en el crisol de la libertad patria. ¿Estáis satisfechos, tenéis en mí una completa confianza?»

Los jóvenes se precipitaron a Daniel y un fuerte abrazo fue la respuesta que recibió de cada uno.

En seguida, abrióse la puerta que daba a la sala, luego los postigos a la calle; y, diez minutos después, no quedaban de los jóvenes de la reunión, sino Daniel y Eduardo.

Ellos volvieron de la sala al cuarto en que había tenido lugar la sesión; y allí, parado junto a la mesa, con su sombrero puesto, y una capa color pasa sobre sus hombros, Daniel y Eduardo encontraron a un personaje que durante la escena anterior había oído todo desde el cuarto contiguo al de la reunión, y cuya puerta había estado intencionalmente entreabierta.

-¿Y bien, señor?

-¿Y bien, Daniel?

-¿Está usted satisfecho?

-No.

Eduardo se sonrió y se puso a pasear.

-¿Pero qué opinión ha formado usted, señor? -preguntó Daniel al nuevo personaje.

-Que todos han salido conmovidos por esa virtud santa del entusiasmo patrio; que todos serían capaces en este momento del más heroico y grande sacrificio; pero que antes del 15 de junio ya no estará la mitad de ellos en buenos Aires, y la otra mitad se habrá olvidado de la asociación.

-Pero entonces, ¿qué hacer, señor, qué hacer? -exclamó Daniel dando un fuerte golpe de puño sobre la mesa, olvidando por un momento el respeto con que parecía tratar a ese personaje, en cuya ancha y noble fisonomía estaba dibujada la superioridad y el talento.

-¿Qué hacer? Insistir, insistir siempre, y dejar comenzada una obra que acabarán nuestros nietos.

-Pero, ¿y Rosas? -preguntó Daniel.

-Rosas es la expresión ingenua de nuestro estado social, y ese estado mismo se opone a nosotros y lo sostiene a él.

-Sin embargo, si conseguimos matarlo...

-¿Quiénes? -preguntó sonriendo el interlocutor de Daniel.

-Cualquier hombre de corazón, señor.

-No, Daniel, no: para ser tiranicida se necesita una de dos cosas: o una grande venalidad de alma para vender su puñal, y hombres de éstos no existen en nuestro partido, o un gran fanatismo republicano, y esto último no existe en nuestro siglo,

-Y entonces ¿qué hacer?

-Trabajar, trabajar siempre: un hombre que se consiga ganar para la libertad y la civilización, es al fin un triunfo por pequeño que sea. ¿No es así, belgrano?

-Así es, señor.

-Entonces hemos hecho bastante por esta noche. Marchemos, mis amigos, mis hijos. Dios a lo menos os dará el premio que se merece la sanidad de vuestra conciencia.

-Vamos, señor-dijeron los dos jóvenes pasando a la sala con aquel hombre que parecía tener sobre ellos una influencia moral ejercitada desde mucho tiempo.

Él mismo dio su brazo a Eduardo, que movía su pierna izquierda con visible dificultad.

El fiel Fermín estaba sentado en la puerta de calle observando si alguien se aproximaba a la casa.

-¿Ha llegado el coche? -le preguntó Daniel.

-Hace media hora que está en la bocacalle.

El sereno acababa de cantar las once.

A una palabra de Daniel, Fermín marchó al interior de la casa y volvió con el criado de Eduardo, que hacía la centinela de retaguardia; y Eduardo, el nuevo personaje y el criado se dirigieron a la bocacalle para tomar el coche.

Una vez solo Daniel con su criado en la casa, dio en el patio un ligero silbido, y una voz meliflua, resfriada, trémula, le respondió de la azotea:

-Aquí estoy. ¿bajo ya de esta altura frígida, sombría y terrible, mi querido y estimado Daniel?

-Sí, baje usted, mi querido y estimado maestro -dijo Daniel imitando la voz y el estilo de nuestro buen amigo Don Cándido Rodríguez.

-Daniel, tú precipitas mi salud y mi alma...

-Marchemos, señor, que alguien nos espera en el coche.

Y Daniel, arrastrando a Don Cándido, salió de la casa de Doña Marcelina, cuya puerta cerró Fermín, guardándose la llave. Don Cándido y Daniel subieron al coche, que luego de saltar Fermín y Manuel a la zaga, se sumergió en la oscurísima calle de Cochabamba; parando, quince minutos después, en la calle del Restaurador, tras de San Juan, donde bajó el personaje que hemos mencionado, siguiendo en seguida el carruaje hasta la casa de Daniel, donde bajaron todos cerca de las once y media de la noche.

-A la plaza Nueva -dijo Daniel a su cochero inglés, que hizo partir los caballos a gran trote dirigiéndose al lugar indicado para dejar en él a Don Cándido, que, como se sabe, vivía a pocos pasos de allí; y luego los dos jóvenes, seguidos de sus criados, entraron en la casa de Daniel.

Por la sala de ella iba Daniel, y ya su levita estaba desabrochada, y deshecho el lazo de su corbata, para no perder sino el muy necesario tiempo en cambiar su traje ordinario en uno de baile; que para aquella organización inquieta, para aquella existencia tormentosa no había en el tiempo un solo minuto inútil, pues todos estaban consagrados a la actividad de su inteligencia y de su corazón.

-Piensa que no puedo seguirte a ese paso -le dijo Eduardo, que sólo con gran dificultad andaba.

-Piensa que son cerca de las doce; y que a esa hora deben entrar Amalia y mi Florencia al baile; y que yo debo estar allí para velar por ellas, y para ciertas presentaciones muy necesarias hoy -le respondió Daniel, entrando a su alcoba y desvistiéndose, mientras Fermín, que adivinaba sus pensamientos, ponía luces delante de un espejo y le preparaba un traje.

-¿Ah, eres muy feliz, Daniel! -dijo Eduardo echándose en un sillón y estirando su débil y dolorida pierna, al mismo tiempo que desabrochaba su levitón, porque en ese momento su herida del hombro derecho le incomodaba demasiado.

-¿Decías, mi querido Eduardo?

-Decía que la Naturaleza ha hecho de ti el ser más original y más feliz al mismo tiempo.

-¿Creeslo que dices?

-Lo juraría. Tienes una facilidad inaudita para dejar tu pensamiento en los sucesos que quedan tras de ti, y fijarlo a tu antojo en los sucesos nuevos que procuras. Juegas tu vida; te entregas en cuerpo y alma a la intriga política, a los peligrosos acontecimientos del día; tu espíritu se levanta, hace grande, altiva, dominatriz, tu inteligencia; y dos minutos después de ser el primero en el poder de tu voluntad y en la grandeza de tus ideas, pasas con una puerilidad, con una hilaridad sorprendente, de lo más alto de la vida a las vulgaridades de ella. Sabes de dónde venimos, lo que acabamos de ser, y, sin embargo, ahí estás delante de tu espejo como el más frívolo de nuestros jóvenes, preparando tu cabello para ir a lucir a un baile, como si tal cosa acabaras de hacer, como si tal hombre acabaras de ser. Esto es, mi amigo, lo que se llama ser feliz en la vida.

-¿Está bien así? -preguntó Daniel dándose vuelta, dirigiéndose a Eduardo y señalando el lazo de una corbata de batista que acababa de ponerse.

-Vete al diablo -le contestó Eduardo haciendo un gesto de malísimo humor al oír la burlona contestación de su amigo acompañada de una gravedad la más irónica posible.

-Me voy al diablo -dijo Daniel volviéndose al espejo y continuando su tocador-. Prosigue, mi querido Eduardo -continuó-, los estudios sicológicos son habitualmente tu fuerte; pero yo creo que después que concluyas tu discurso voy a darte apenas la clasificación de mediano... ¡Ah, no respondes! Pues bien: yo continuaré por ti.

Y Daniel, que concluía su tocador, vino y sentóse al lado de su amigo apoyando su brazo sobre uno de los del sillón en que estaba.

-No hay nada, mi querido Eduardo, que se explique con más facilidad que mi carácter, porque él no es otra cosa que una expresión cándida de las leyes eternas de la Naturaleza. Todo en el orden físico como en el orden moral es inconstante, transitorio y fugitivo: los contrastes forman lo bello y armónico en cuanto ha salido de la mano de Dios; y en nada se ostenta más esa variedad infinita que reina en el universo, que en el alma humana. En un día, en una hora, en un minuto, Eduardo, el corazón, la inteligencia y el espíritu se modifican y cambian tan improvisamente como los colores sobre la superficie del ópalo. Al lado de un gran pensamiento, la pluma con que lo escribimos, el fuego, o el libro en que tenemos fijos los ojos al meditar, la risa de un niño, el ala de un insecto, la mínima cosa hace que aparezca al lado de aquel gran pensamiento una pequeñísima idea que se apodera tanto de la mente, como otra cualquiera de mayor importancia. En medio de la felicidad, cruza fugitiva una idea; el cristal de nuestra dicha se empaña un momento, y una lágrima cae al corazón en medio mismo de la embriaguez de su ventura. De la ocupación más seria se desciende instintivamente a los goces, o a los pasatiempos más frívolos; y en medio de esas grandezas de alma que suelen deificar la vida de un mortal, la vulgaridad viene a poner de repente su rasgo en el grande y luminoso cuadro de esa vida. Los hombres que temen la espontaneidad de su naturaleza se cubren con el velo de la hipocresía, denso para el vulgo, trasparente para los hombres que tienen inteligencia en sus miradas. Esos hombres eternamente graves en la expresión de su semblante, en sus discursos y en sus maneras, esos hombres mienten, o su gravedad no es efecto de la importancia filosófica de su alma, sino de una inflexibilidad de su espíritu, que los hace incapaces para la mayor parte de las situaciones de la vida, o que los hace de condición mala en la sociedad. Los que no son hipócritas, son como yo: siguen el curso de las diferentes impresiones que los rodean. Además, Eduardo, yo soy porteño; hijo de esta buenos Aires cuyo pueblo es por carácter el más inconstante y veleidoso de la América; donde los hombres son, desde que nacen hasta que se mueren, mitad niños y mitad hombres, condición por la cual buscaron el despotismo por el gusto de hacer una inconstancia a la libertad. Y esto mismo lo piensas tú, Eduardo. Pero ¿quieres que yo te enseñe a profundizar el corazón humano con una sola mirada, o a interpretarlo a una sola palabra que pronuncian los labios? ¿Quieres que te pruebe cómo las inteligencias más altas descienden de las ideas más sociales a un sentimiento de individualidad y de egoísmo? Pues bien, en ti mismo tengo el ejemplo.

-¿En mí? -contestó Eduardo volviendo sus ojos a Daniel.

-En ti, Eduardo, en ti. No te ha chocado el verme pasar de una ocupación política, grave y difícil, a la compostura de un vestido de baile, no; lo que te ha chocado es tu mala fortuna; es decir, el no poder tú también venir conmigo.

-¿Yo, Daniel?

-Tú, Eduardo. Tú que acabas de hablar como un gran filósofo en nuestra reunión, y unos minutos después no haces sino sentir como cualquier pobre diablo enamorado de una mujer. Acabas de pensar en la patria, y estás pensando en Amalia. Acabas de pensar cómo conquistar la libertad, y estás pensando cómo conquistar el corazón de una mujer. Acabas de echar de menos la civilización en tu patria, y echas de menos los bellísimos ojos de tu amada. Esa es la verdad, Eduardo. Ese es el hombre, esa es la Naturaleza.

Eduardo bajó su cabeza y llevó la mano a sus cabellos.

-Y ¿crees que te hago la mínima inculpación, amigo mío? -prosiguió Daniel-. No. Pocas veces he sentido mayor contentamiento que cuando he llegado a conocer que amabas a mi prima. Esa mujer tan delicada, tan poética, tan bella, es la que mejor conviene a tu corazón y a tu carácter. Ella te ama, ¿qué más puedes desear?

-No, Daniel, no puede ser: ella me compadece solamente.

-No; ella te ama. Tu misma situación dramática ha sido un incentivo a su corazón.

-¿Lo crees? Repítemelo, ¿crees que soy amado de Amalia? -preguntó Eduardo con esa ansiedad de los corazones locamente enamorados, que no se satisfacen jamás de oír repetir las seguridades de su felicidad.

-Lo creo, y creo más: creo que antes de un año habrá cuatro personas verdaderamente felices en buenos Aires: Amalia y tú, Florencia y yo.

-Sí, Daniel, yo la amo. Tú conoces mi vida, sabes esa existencia árida en que ha vegetado mi corazón; este corazón tan rebelde a las vulgaridades de la vida; este corazón que parecía guardar toda su savia, toda la virginidad de sus afectos, para alguna mujer privilegiada que yo creía que existía solamente en los sueños de mi imaginación; este corazón la ha hallado y la ama, Daniel, con el entusiasmo que se ama la gloria, con la sensibilidad que se ama a una hermana, con la adoración que se ama a Dios. Mi naturaleza abatida, amortiguada por el desencanto de mi época, ha revivido en todo el esplendor de mi juventud, y mi vida parece extenderse en el espacio celestino de la felicidad. Mi sueño es poseerla; vivir a su lado, cubrirla con mis manos para que la luz del día no marchite la delicada flor de su hermosura; descubrir en el cristal de sus ojos los deseos recónditos de su alma para complacerla. Como mortal, yo llegaré por ella hasta el límite donde no hay más allá para la inteligencia humana, y buscaré gloria y nombre para que se abrillante su destino en el mundo; y si fuera un Dios, yo escogería el más radiante de mis astros y la diría: Amalia, reina aquí...

-bien, mi Eduardo -exclamó Daniel, pasando su mano por la pálida y noble frente de su amigo-, donde no hay esa exaltación poética del corazón, no hay verdadero amor a los veinte y siete años de la vida.

-La amo, Daniel -continuó Eduardo, casi sin oír las palabras de su amigo-, la amo y quiero ser su esposo; mi corazón, mi vida, mi fortuna, todo es de ella. Viviremos siempre en el campo, siempre en la misma casa donde cambiamos nuestra primera mirada. ¿No es verdad que esa felicidad me espera, Daniel?

-Sí, Eduardo, y más que ésa todavía, oye: dentro de poco tendremos libertad, y con ella un campo inmenso a los trabajos de la inteligencia. La felicidad la buscaremos en nuestra familia, la gloria la buscaremos en la patria. Viviremos juntos. Haremos en barracas una magnífica casa, en una parte de ella vivirás tú y Amalia; en la otra mi Florencia y yo; y cuando necesitemos extraños ojos para que admiren nuestra felicidad, los buscaremos recíprocamente entre nosotros cuatro.

-¡Perfecto, perfecto plan, Daniel! Nosotros mismos educaremos nuestros hijos, ¿no es verdad? Y olvidaremos esos días pálidos de nuestra juventud; esa época terrible en que hemos vivido con el puñal al pecho, viendo deshojarse las mejores ramas de la existencia de la patria y...

-¿Lo ves? ¿No te lo dije? Eramos muy felices hace un instante con las promesas de nuestra imaginación, y, sin saber cómo, arrojas tú mismo en nuestra copa de néctar esa gota amarga de los recuerdos patrios. ¡bah! Dejemos esto -dijo Daniel levantándose y mirando el reloj-, van a dar las doce, Eduardo.

-bien, anda.

-Amalia no ha de querer estar sino hora y media o dos horas en el baile.

-¿Y para qué más? Mira: no permitas que baile con ninguno de esa canalla inmunda, para que no la manche ninguno con su aliento, ¿oyes?

-bien, ¿qué más?

-Cuando salga, dale tú el brazo hasta el coche.

-Eso es, y que Florencia vaya con el primero que la tome.

-Pero tienes dos brazos.

-Sea en hora buena, ¿qué más?

-Después del baile llevarás a Florencia hasta su casa, ¿no es cierto?

-A no ser que quieras que Florencia se vaya sola.

-bien, a las dos de la mañana en punto, yo estaré en tu coche, cerca de la casa de Florencia; cuando hayan dejado a ésta, nos cambiaremos: tu pasarás a tu coche, y yo subiré en el de Amalia, para acompañarla a barracas.

-¡Ah! Yo pensaba, caballero, que usted me haría el honor de cenar conmigo.

-¡Daniel, hace diez horas que no la veo! Mañana pasaremos todo el día juntos en barracas. ¿Me perdonas?

-A condición de una cosa.

-La que quieras.

-Que mañana te dejarás estar en cama todo el día.

-¡Diablo! ¿Y qué quieres que haga en la cama después de haber pasado en ella veinte días eternos?

-Calmar la irritación que se haya producido hoy en tus heridas. No puedes tenerte, loco, hace doce horas que andas caminando en un pie; y un amante así es lo más ridículo posible -dijo Daniel sonriendo.

-Sí, pero es que... no se me conoce -contestó Eduardo, colorado hasta las orejas y tratando de poner muy derecha su pierna izquierda.

-¡Oh mundo! ¡Oh mundo! -exclamó Daniel echando al aire una bendición.

-¡Vete al diablo! -dijo Eduardo arrellanándose en el sillón.

-No; me voy al baile; y lo primero que haré será bailar en tu nombre con... ¿quieres que sea con Doña María Josefa?

-Estás de un humor insoportable, Daniel.

-¡Ah!, entonces será con Amalia. ¿Te parece bien?

Eduardo extendió la mano y apretando muy fuerte la de su amigo, le dijo:

-Para Amalia.

Y, separados los dos jóvenes, Eduardo quedó meditando en el sillón, y Daniel subió a su coche, cuyos caballos hicieron chispear las piedras de la calle de la Victoria, partiendo en dirección a la plaza de ese nombre.

Daniel entraba a los salones del baile a las doce de la noche, como se ha visto al final del capítulo VII.

Florencia paseaba los salones, y Daniel se dirigió a su prima, sentada al lado de aquella intransigible señora que parecía saber de memoria la biografía de cuantos allí estaban.

La señora de N... contestó algo fría al saludo de Daniel, y éste tomó la mano de Amalia, le dio su brazo, y la dijo, paseándola por la sala:

-¿Has conversado mucho con esa señora?

-No. Pero ella ha hablado desmedidamente.

-¿Sabes quién es?

-Es la señora de N...

-No; es el marido de la señora N...

-¿Cómo?

-Digo que en ese matrimonio están invertidos los sexos, ella es él, y él es ella.

-En cuanto a la mitad no tengo duda.

-Es la unitaria más intransigible; la porteña más altiva que creo ha existido jamás. Algo muy picante te decía al entrar yo, pues que te reías tanto.

-Sí, me refería que la señora de Rolón convida a sus tertulias anunciando que se abren con café con leche.

-¡Oh!

-¿No es cierto?

-No, no, Amalia; son invenciones de las unitarias, cuya imaginación está irritada. No tienen otras armas que el ridículo, y se valen de ello a las mil maravillas. La señora de Rolón es de lo mejor que hay en el círculo federal; su corazón siempre tiene sensibilidad para todos, y su mano no se cierra nunca a los desgraciados. Pero a otra cosa: ¿hace mucho tiempo que has llegado?

-Veinte minutos apenas.

-¿Te han presentado a Manuela?

-No.

-¿A Agustina?

-Tampoco. No conozco a nadie-dijo Amalia con toda candidez.

-¡Válgame Dios! Y Florencia ¿qué ha hecho?

-bailar.

-¡Ah, bailar!

-Aún no se había sentado, y ya estaba en baile, y ahora...

-Sí, sí, ahora, mírala, allá anda.

-¿Quién es el que la acompaña?

-Es un amigo mío; pero ven, allí está Manuela, voy a presentarte a ella.

-Dime, ¿tengo que gritar: ¡Viva la Federación! al saludarla? -preguntó Amalia mirando a su primo con una sonrisa la más picante del mundo.

-Manuela es lo único bueno de toda la familia de los Rosas, quizá lleguen a hacerla mala, pero la Naturaleza la ha hecho excelente -dijo Daniel casi al oído de su prima, y cuando estaban ya a cuatro pasos de la hija del dictador argentino.

-Mi prima, la señora Amalia Sáenz de Olavarrieta, quiere tener la satisfacción de ofrecer a usted sus respetos, señorita -dijo Daniel a Manuela, dándola la mano y haciéndola una elegante cortesía.

Manuela se levantó de su asiento, cambió con Amalia los cumplimientos de estilo, en el mejor tono posible, y ella misma le ofreció un asiento a su lado.

Daniel pidió permiso a Amalia de dejarla un instante y fue a buscar a su Florencia, perdida entre la multitud de parejas que cuajaban los salones.

-¿Sabe usted, señorita, dónde podré hallar a la señorita Florencia Dupasquier? -preguntó Daniel a la misma Florencia, luego que consiguió llegar hasta ella.

-Allí -respondió Florencia, señalando un grande espejo donde se reproducía en ese momento su preciosa figura.

-¡Ah!, mil gracias, pero está tan lejos, que me veo privado a pesar mío de invitarla para lo primero que se baile.

-Es una felicidad, caballero, porque esa señorita está comprometida. ¿No es verdad, señor? -preguntó Florencia dirigiéndose a su compañero, que no era otro que uno de los amigos íntimos de Daniel.

-¿Y puedo saber quién es el feliz caballero que acompañará a usted?

-¿A usted?

-A la señorita Florencia.

-Un servidor de usted -dijo otro joven que se aproximaba a los interlocutores en ese momento, y que era uno de los que habían asistido a la reunión secreta pocas horas antes.

-¡Ah! Está visto, es una verdadera conspiración contra mí -dijo Daniel paseando encantado sus miradas por el rostro y el talle de su novia.

-Usted lo ha dicho -dijo Florencia.

-Está bien, yo buscaré algo que se asemeje a la señorita Florencia -le contestó Daniel, haciéndola un gracioso saludo, cambiando una sonrisa que quería decir en cada uno, estoy contento, y volviendo adonde estaba Amalia en sostenida conversación con la señorita Manuela Rosas.

Por predispuesto que estuviese el ánimo de Amalia contra el apellido de aquella joven, su amabilidad y sencillez habíanse insinuado en su carácter naturalmente bueno y generoso. Manuela a su vez impresionada por la belleza de Amalia, por la suavidad de su acentuación, y por ese buen tono sin esfuerzo que se descubría en ella, dejó arrastrar fácilmente sus simpatías hacia la hermosa prima de Daniel, cuyo talento había sabido apoderarse del buen querer de cuantos rodeaban a Rosas, apareciendo a los ojos de las mujeres, como frívolo y enamorado solamente, cosas de gran valor entre ellas, y a los ojos de los hombres, como un joven que preparaba su inteligencia para ser útil algún día a la Santa Causa de la Federación.

Una y otra, pues, conversaban con interés, si no con amistad, cuando Daniel se llegó a su prima, y el coronel Don Mariano Maza a la señorita Manuela, a tiempo también que se paraba delante de las dos jóvenes el redactor de la Gaceta y comandante de serenos Don Nicolás Mariño.

Un vals empezaba.

El coronel Maza presentó su mano a la hija de su gobernador, y ésta la aceptó y levantóse en el acto: estaba comprometida para ese vais.

El redactor de la Gaceta quiso imitar la pantomima de Maza: estiró la mano hacia Amalia balbuciendo algunas palabras.

Daniel, sin hablar una sola, tomó de la mano a su prima, la levantó, y dándose vuelta hacia Mariño, que permanecía con la mano estirada, le dijo con la sonrisa más diplomática del mundo:

-Está comprometida, señor Mariño.

Y como el anuncio no tenía contestación, el redactor se quedó en su puesto mientras los primos se colocaron entre las parejas del vals.

Dos de ellas quedaron al fin dueñas del campo: Florencia y su compañero, Amalia y Daniel.

Florencia y Amalia, eran, más bien que dos mujeres, dos ángeles que volaban rozando la tierra con sus alas.

Florencia, radiante, animada.

Amalia, tranquila, impulsada por la voluptuosidad de la música y del movimiento.

Una y otra, sostenidas en el brazo de su compañero, no pisaban la alfombra, se deslizaban en ella como dos sombras, como dos creaciones del espíritu.

Las miradas de todos las seguían, se perdían con ellas en los giros fugitivos del vals, y se afanaban en vano por descubrir, bajo las nubes de seda y blondas, el pie delicado y flexible en que se apoyaban aquellos céfiros de amor, que pasaban junto a todos como suspiros de la música, como emanaciones de la luz.

De improviso cesó la música, y de improviso, como paradas por una voluntad superior, las dos jóvenes cesaron en su rápido movimiento, y las dos, al brazo de su compañero, dieron una vuelta por el salón, tan tranquilas, como si acabasen de levantarse de su asiento.

Florencia tenía pintadas de rosas sus mejillas.

Amalia estaba bañada de la palidez del nácar.

Florencia estaba bellísima.

Amalia, divina.

Las dos amigas sentáronse juntas en un ángulo del salón, y a pocos instantes Manuela, del brazo de Agustina, se acercó a Amalia.

Daniel permanecía de pie delante de su amada y de su prima.

Manuela presentó a Agustina, quien con los labios se dirigía a Amalia y con los ojos a la hermosa perla que sujetaba los espléndidos cabellos de la tucumana.

Sentáronse juntas las cuatro jóvenes, y mientras Manuela entretenía la conversación con Florencia, Agustina se ocupaba en hacer pregunta sobre pregunta a Amalia, sobre el vestido, sobre las cintas, los encajes, etc., etc.

Amalia estaba aturdida de la candidez de la bella porteña, y de cuando en cuando con los ojos interrogaba a Daniel sobre la especie de señora que tenía a su lado. Agustina, sin embargo, nada notaba de semejantes miradas. Las suyas inspeccionaban hasta la costura del vestido de Amalia.

-Yo quiero que seamos muy amigas -le dijo Agustina después de haberla preguntado, si sabía dónde encontraría para comprar una perla semejante a la que tenía en su cabeza.

-Será para mí un grande honor, señora, el disfrutar de la amistad de usted -le contestó Amalia.

-Hace mucho tiempo que deseaba esta ocasión -prosiguió Agustina-, y ya había pensado el ir a casa de usted aunque nadie me presentase; porque yo soy así, soy muy franca con mis amigas. Y me ha de mostrar usted todo cuanto tiene, ¿no es verdad?

-Con el mayor placer.

-Aquí no hay nada hoy; las tiendas están vacías, y si no hubiera sido por Florencia, no hubiera hoy tenido un vestido con que venir al baile. Ahora sólo llegan de encomienda los vestidos de Francia. Pero es preciso tener quien los mande de allí, ¿no es verdad?

-¡Ah, sin duda!

-Pues eso mismo le digo yo a Mansilla todos los días; ¡pero qué! ¡Si es lo mismo que si hablara con la pared! ¡Qué feliz fue usted con su marido! Dicen que todo lo que usted tiene se lo hizo traer de Francia, ¿es cierto?

-Sí, señora, es cierto.

-¡Oh, qué felicidad!

La conversación siguió, poco más o menos, sobre los asuntos que hacían en esa época el mundo, el paraíso de Agustina. Daniel iba a tomar parte en la conversación para darle otro giro cuando se interpusieron entre él y Agustina un caballero negro y gordo y bajo, y una señora alta y gorda y blanca, que eran nada menos que el señor Rivera, doctor en medicina y cirugía, y su esposa Doña Mercedes Rosas, hermana también de Su Excelencia el Gobernador.

No lucía tanto en esa señora el vestido de raso color sangre que traía puesto, con guarniciones de terciopelo negro, ni los grandes zarzillos de topacio, ni los hilos de coral que traía al cuello, como lucían sobre la blanquísima cutis de su rostro unos rizados lunares rubios, cuya exuberancia se ostentaba con más esplendidez en la redonda y turgente barba.

Esta señora, cuya vocación eran las Musas, y cuyos instintos eran por la democracia, paróse entre Agustina y Amalia, no como si acabara de beber un vaso de agua de la fuente Hipocrene, sino como si acabase de sorber cuatro grandes tazas de la ponchera de Hoffmann; es decir, que la buena señora del médico Rivera tenía la cara roja y no rosada, y que por los carrillos, que habrían dado envidia al mejor guardián del buen economista San Francisco, caían en hilo unas líquidas perlas que, filtrando por los abiertos poros de las sienes, bajaban como rocío a humedecer los redondos y blanquísimos hombros.

-¡Che!, te he andado buscando por todas partes -le dijo a su hermana Agustina.

-bien, ya me has hallado, ¿qué quieres?

-Sudando estoy, mujer; vamos a la mesa.

-¿Ya?

-Sí, ya, ¿cómo está usted, señor bello?

-Señora, estoy a los pies de usted.

-Y ¿qué se ha hecho que no se le ve en ninguna parte? Enamorando a todas; ¿ésta es su prima?

-Sí, señora, la señora Amalia Sáenz de Olavarrieta, y tengo el honor de presentársela a usted.

-Me alegro mucho de conocer a usted -dijo Doña Mercedes dando la mano a Amalia, que se había puesto de pie a la presentación de Daniel-. Yo tendré mucho gusto en que usted me trate -continuó-. No espere que bello la lleve a mi casa, vaya no más a comer cuando guste. Si quiere, mi marido la irá a buscar, porque yo no soy tan celosa como él; este es mi marido, Rivera, el médico Rivera; ¿no le conocía usted?

-No tenía ese honor, señora.

-Si, mucho honor; ¡si usted supiera lo que es! No me deja ni respirar, en su cara se lo digo para que se avergüence; ¿lo oyes?

-Lo oigo, Mercedes; pero estás embromando.

-¡Sinvergüenza! Con que ya sabe, cuando quiera se va no más como a su casa.

Amalia no sabía qué contestar. Estaba aturdida, perdida. No había ni imaginádose que existieran personas semejantes en el mundo, y mucho menos el que tuviera que entenderse con ellas. Y, sin embargo, el carácter de esta hermana de Rosas, tan originalmente cándida, era el mejor y mas inofensivo de la familia.

Felizmente, el comandante Maza, que parecía el caballero de Manuela en esa noche, se presentó a invitarla para llevarla a la mesa, y la escena cambió súbitamente.

Pararse Manuela y pararse todo el mundo, fue obra de un instante.

Las damas federales se precipitaban a seguir de satélites el astro radiante de la Federación de 1840. Cada una quería acercársele y marchar junto a ella para colocarse a su lado en la mesa.

Las damas unitarias, al contrario, o se dejaban estar en su asiento, o se separaban lo más posible de las otras, cambiando entre ellas miradas conversadoras y significativas.

Daniel, en el momento de levantarse Manuela y Agustina, hizo señas a uno de sus amigos; se acercó, le habló dos palabras al oído, y el joven presentó su brazo a Amalia, mientras Florencia tomó el de Daniel.

Así marchaban al gran comedor del palacio, atravesando los salones y las galerías, cuando la señora de N.., conducida por un caballero joven, se acercó a Amalia y la dijo al oído:

-La felicito a usted por sus nuevas amistades.

Amalia contestó con una sonrisa.

-Comprendo esa sonrisa. Estamos de acuerdo. Pero hay una cosa grave.

-¿Una cosa grave? -dijo Amalia parándose, y sintiendo un fuerte latido en su corazón, porque allí lo que no la asustaba, la inquietaba.

-Sí.

-¿Y cuál?

-Mariño está en el asunto.

-¿Aquél hombre de los ojos?...

-Aquel hombre de los ojos.

-Pero bien, ¿qué hay?

-¿Qué hay?

-Sí

-Que la sigue a usted con las miradas en todas partes: que la devora a usted, y que acaba de decir a un amigo mío, que ha de ser usted suya, o que el diablo se lo ha de llevar.

-¡Ah! Entonces felicitémonos, señora, y vamos a la mesa -dijo Amalia volviendo a tomar el brazo de su compañero.

-No, no, despacio -dijo la señora de N...-. Usted no sabe, mi querida, qué hombre es ése.

-¡Ese hombre! Ese hombre es un loco y nada más, señora -contestó Amalia haciendo un imperceptible movimiento de hombros y saludando con una graciosísima sonrisa a la señora de N...

Daniel estaba en ascuas por la demora de Amalia, reservándola en la mesa una silla al lado de Florencia, y temiendo por momentos que la ocupase alguna otra.

Felizmente, Amalia entró al comedor cuando aún no había sido ocupado aquel asiento, y se colocó en él: Daniel y su amigo permanecieron tras de las sillas de ambas jóvenes.

El sempiterno maestro de ceremonias, coronel Erézcano, había determinado ciertos asientos en la mesa, según el rango de ciertas de las personas que allí estaban. Los demás asientos se ocuparon por las señoras indistintamente.

La señorita de Rosas ocupaba una de las cabeceras de la mesa; a su izquierda estaba el señor ministro de Hacienda Don Manuel Insiarte, y a su derecha el señor ministro de Su Majestad británica caballero Mandeville, que poco antes había dejado en su casa a Su Excelencia el señor Gobernador, después de haber tenido el placer de verlo en su mesa en el convite diplomático dado en celebración del natalicio de Su Majestad la reina Victoria, igualmente que al señor ministro Arana, que después del banquete hubo retirádose a su casa, algo incomodado del estómago.

En seguida del señor Mandeville estaba Doña Mercedes Rosas de Rivera, y frente a ella su hermana Agustina, teniendo a su izquierda al señor Picolet de Hermillon, cónsul general de Cerdeña; seguían después todas las principales señoras de aquella reunión federal, colocados entre ellas algunos personajes notables de la época, y conservándose los demás caballeros, unos de pie tras las sillas de las señoras, otros formando grupos en los ángulos del comedor.

Frente a la señorita Manuela, en la cabecera opuesta de la mesa, estaba sentado el general Mansilla.

Un silencio, apenas interrumpido por el ruido de la porcelana y los cubiertos, inspiraba un no sé qué de ajeno al lugar y al objeto de aquella reunión, y ponía en conflicto a la parte más crecida de los asistentes, en medio de ese silencio de funerales. ¡Era de verse la pantomima de aquellas señoras esposas de los heroicos defensores de la santa causa, al llevar cada bocado a su boca!

El tenedor se levantaba del plato con una delicadeza tal que parecía entre los dedos el fiel de una celosa balanza, pronto a inclinarse al más ligero accidente. El pedacito de ave o de pastel era llevado a los labios con la misma delicadeza con que una persona de buen gusto lleva a las narices una delicada flor del aire, y los indecisos labios lo tomaban tiernamente, después que los ojos habían girado a derecha e izquierda para ver si alguien notaba el pecado capital de comer cuando se está para ello en una mesa.

Todos los preceptos del catón éranse allí escrupulosamente cumplidos: el cubierto, siempre sobre el plato, y sobre el plato siempre lo que en él se había servido; esperando todos que alguien preguntase, para contestar; y como nadie preguntaba, ninguno de los convidados hablaba una palabra.

Había allí, sin embargo, una dama que comía más libremente que las otras; y era la señora esposa de Don Antonio Díaz, personaje célebre de la emigración oriental que acompañó a buenos Aires al ex presidente Oribe. Esta señora, madre de preciosas hijas que allí estaban, se entretenía en comerse medio budín, como postre de una piernita de pavo y de una tierna pechuga de gallina, que había saboreado para quitar de sus labios el gusto salado que habían dejado en ellos dos o tres rebanadas de jamón, con que la señora quiso neutralizar el gusto a manteca que había dejado en su boca un plato de mayonesa con que había empezado a preparar su apetito.

Los coroneles Salomón, Santa Coloma, Crespo, el comandante Mariño; los doctores Torres, García, González Peña; los diputados Garrigós y beláustegui, eran de los personajes más notables que servían de caballeros federales a las damas de la mesa. Pero los coroneles y el comandante especialmente maldecían con toda buena fe al maestro de ceremonias Erézcano, que colocádolos había en aquel lugar en que cada bocado se les atragantaba como una nuez. Salomón sudaba; Santa Coloma se retorcía el bigote, y Crespo tosía.

El general Mansilla, que mejor que nadie conocía la ridiculez de aquel silencio y de aquella tirantez aldeánica, se fue de repente a fondo sobre el flanco de sus federales amigos:

-bomba, señores -dijo levantándose con una copa en la mano, y con esa gracia y zafaduría peculiares al carácter del entusiasta unitario del Congreso.

Damas y caballeros se pusieron de pie.

-brindo, señores -dijo Mansilla-, por el primer hombre de nuestro siglo, por el que ha de aniquilar para siempre el bando de los salvajes unitarios; por el que ha de hacer que la Francia se ponga de rodillas delante del gobierno de la Confederación Argentina; por el ínclito héroe del desierto; por el Ilustre Restaurador de las Leyes, brigadier Don Juan Manuel Rosas; y brindo también, señores, por su digna hija, que en tal día como éste, vino al mundo para honor y gloria de la América.

Las palabras del general Mansilla fueron la mecha, y el pulmón de los ilustres convidados fue el cañón que dio salida a la detonación de su fulminante entusiasmo.

Se acabó el silencio, se acabó la tirantez, se acabó la aldea; y comenzó el bullicio, la elasticidad y la bacanal.

-bomba, señores -gritó el diputado Garrigós, poniéndose de pie con la copa en la mano-. bebamos -dijo-, por el héroe americano que está enseñando a la Europa que para nada necesitamos de ella, como ha dicho muy bien hace muy pocos días en nuestra Sala de Representantes el dignísimo federal Anchorena; bebamos porque la Europa aprenda a conocernos, y que sepa que quien ha vencido en toda la América los ejércitos y las logias de los salvajes unitarios, vendidos al oro inmundo de los franceses, puede desde aquí hacer temblar los viejos y carcomidos tronos de la Europa. bebamos también por su ilustre hija, segunda heroína de la Confederación, la señorita Doña Manuelita Rosas y Ezcurra.

Si el brindis del general Mansilla despertó el entusiasmo en el ánimo de los federales, el del diputado Garrigós despertó la locura dormida momentáneamente en su cerebro. Las copas se apuraron, no quedando una gota de licor, ni aun en la del caballero Mandeville, después de esa amable y lisonjera salutación a la Europa y al trono.

-bomba, señores -dijo el presidente de la Sociedad Popular, después de haber visto las señas que le hacía su consultor Daniel bello, que se hallaba frente a él tras las sillas de Florencia y Amalia.

-brindo, señores -dijo Salomón-, porque nuestro Ilustre Restaurador de las Leyes viva toda la vida, para que no muera nunca la Federación, ni la América, y para que... y para que... en fin, señores, viva el Ilustre Restaurador de las Leyes; su ilustre hija que hoy ha nacido; y mueran los salvajes unitarios, y todos los gringos y carcamanes del mundo.

Todos aplaudieron federalmente la improvisación de aquel digno apoyo de la santa causa. El mismo ministro británico, como también el cónsul sardo, no pudieron menos de admirar la espontaneidad de aquel discurso, y dejaron los cálices vacíos del espumoso champaña que contenían.

Sólo había una persona que nada comprendía de cuanto allí pasaba; o dicho de otro modo: que no comprendía que en parte alguna de la tierra pudiese acontecer lo que aconteciendo estaba: y esa persona era Amalia.

Amalia estaba aturdida. Sus ojos se volvían a cada momento hacia Daniel, y sus miradas, esas miradas de Amalia que parecían tocar los objetos y descansar sobre ellos, le preguntaban con demasiada elocuencia: «¿Dónde estoy, qué gente es ésta; esto es buenos Aires, ésta es la culta ciudad de la República Argentina?» Daniel la contestaba con ese lenguaje de la fisonomía y de los ojos que le era tan familiar: «Después hablaremos.»

Amalia se volvía a Florencia algunas veces, y sólo encontraba en la picaruela cara de la joven la expresión de una burla finísima, sin que con eso quedase Amalia más adelantada que antes en sus interrogaciones.

Ni una, ni otra de las dos jóvenes había llevado a sus labios una gota de vino.

Daniel, que estaba en todo, que hacía seña a Salomón, que acababa de hacerlas también a Santa Coloma, que aplaudía con sus miradas a Garrigós, que se sonreía con Manuela, que le enviaba una flor a Agustina, un dulce a Mercedes, etc.; Daniel, decíamos, echó vino en las copas de Amalia y de su Florencia inclinándose entre las dos sillas y diciendo muy bajito:

-Es preciso beber.

-¿Yo? -le preguntó Amalia con una altivez y una prontitud, con una dignidad y un enojo, que hubieran podido despertar los celos de Catalina de Médicis, si esa interrogación hubiera sido hecha en un salón del Louvre, en el reinado de cualquiera de sus hijos, o más propiamente dicho en los reinados de ella.

Daniel no contestó.

Florencia se tomó por él ese trabajo.

-Usted, sí, señora, usted beberá, y beberá conmigo -le dijo Florencia-. Solamente que cuando esos caballeros beban por lo que ellos quieran, muy despacito beberemos nosotras por nuestros amigos... Pero, mire usted, Amalia, Manuela hace a usted señas.

En efecto, Manuela hizo a Amalia un elegante saludo con su copa, que en el acto fue contestado con no menos buen tono por la bellísima tucumana.

-Señores -dijo el comandante y redactor Mariño, que de cuando en cuando giraba sus oblicuas miradas hacia Amalia-: ¡por el grande héroe de la América, por su inmortal hija, por la muerte de todos los salvajes unitarios, sean gringos o nacionales, y por las bellas de la República Argentina! -y los ojos de Mariño dieron media vuelta por delante de Amalia.

Era ya necesario gritar mucho para hacerse oír. Los generales Rolón y Pinedo consiguieron después de grandes esfuerzos el hacer entender su brindis. El coronel Crespo tuvo que ponerse sobre su silla para llamar la atención sobre sus palabras. Pero la voz potente del coronel Salomón dominó de repente la algaraza y dijo:

-Señores, me manda decir la ilustre hermana de su Excelencia nuestro padre, la señora Doña Mercedes, que pida un momento de silencio al entusiasmo federal, porque va a leer unos versos que ha compuesto.

El silencio se estableció súbitamente. Todas las miradas se dirigieron a la poetisa.

La Safo federal daba un papel a su marido, colocado a sus espaldas como era su costumbre.

El marido se resistía a tomar y leer el misterioso canto; y una gresca al oído, pero que parecía ser terrible, furibunda, espantosa, como diría el señor Don Cándido Rodríguez, tenía lugar entre aquellos cónyuges modelo de contraste.

El desamparado papel pasó por fin a las manos de un criado, y de éstas a las del general Mansilla, con un recado de la autora.

El general desdobló el papel; lo leyó primeramente para sí mismo, y luego, y con toda la socarronería tan natural en su espíritu burlón y travieso, se paró con semblante grave, y con el tono más magistral del mundo, leyó en medio de un profundísimo silencio:

Soneto brillante el sol sobre el alto cielo Ilumina con sus rayos el suelo; Y descubriéndose de sus sudarios Grita el suelo: ¡que mueran los salvajes unitarios!

Llena de horror, y de terrible espanto Tiembla la tierra de polo a polo, Pero el buen federal se levanta solo Y la patria se alegra y consuela su llanto.

Ni gringos, ni la Europa, ni sus reyes Podrán imponemos férreas leyes, Y donde quiera que haya federales Temblarán en sus tumbas sepulcrales Los enemigos de la santa causa Que no ha de tener nunca tregua ni pausa. Mercedes Rosas de Rivera.

La lectura de estos versos originó una sensación en los concurrentes, poco común en los banquetes: dio origen a un temblor general; los unos, como Salomón y su comparsa, Garrigós y la suya, temblaban de entusiasmo; los otros como Mansilla, como Torres, como Daniel, etc., temblaban de risa.

Para las damas federales los versos estaban pindáricos; pero todas las unitarias tuvieron la desgracia en ese momento de ser atacadas por accesos de tos, que las obligaron a llevar sus pañuelos a la boca.

Los brindis se sucedieron luego: todos iguales en el fondo, y casi hermanos carnales en la forma.

Los señores Mandeville y Picolet bebieron también a la salud de Su Excelencia el Gobernador y su joven hija.

Y como tienen su fin todas las cosas de este mundo, llegó también el de la suntuosa cena del 24 de mayo de 1840.

Las señoras volvieron a los salones del baile, y mientras la música y los jóvenes las recibían alegres, y mientras Amalia, Florencia, Agustina, Manuela, etc., fueron sacadas en el acto para unas cuadrillas, alegres se quedaron en el comedor, continuando sus entusiastas brindis federales, los heroicos defensores de la santa causa, que no había de tener tregua ni pausa, según el último verso del soneto de Doña Mercedes Rosas de Rivera.

Fue entonces cuando el entusiasmo subió a sus noventa grados, porque nada hay que dé tanta energía a la expresión de ciertas pasiones en ciertas gentes, como el buen vino, el ruido de las copas y los brindis.

Fue entonces también cuando se vertió una idea, cuya expresión sencilla y reducida a sus términos más precisos, hizo resaltar el fondo de ella, y que se grabara con acero en la imaginación de los concurrentes: esa idea fue de Daniel.

Este joven, después de haber conducido a Amalia y a Florencia al salón, y dejándolas en baile con dos de sus amigos, volvió al comedor, y, tranquilo, imponente podemos decir, se colocó en una cabecera de la mesa en medio del general Mansilla y del coronel Salomón, tomó una copa y dijo:

-Señores, bebo por el primer federal que tenga la gloria de teñir su puñal en la sangre de los esclavos de Luis Felipe que están entre nosotros, de espías unos, de traidores otros, y de salvajes unitarios todos, esperando el momento de saciar sus pasiones feroces en la sangre de los nobles defensores del héroe de la América, nuestro Ilustre Restaurador de las Leyes.

Nadie había tenido el valor de definir y expresar tan claramente el sentimiento de la mayor parte de los que allí estaban; y, como sucede siempre cuando alguien consigue interpretar los deseos informes de la multitud, cuyo labio no se presta comúnmente a darles vida y colorido con los incompletos recursos del lenguaje, aquellas palabras arrebataron la admiración de todos, cuya aprobación se manifestó espontáneamente con el coro de estrepitosos aplausos que sucedió al brindis de aquel joven que lanzaba ese anatema de muerte sobre la cabeza de hombres culpables ante la susceptible aunque santa Federación, por el hecho de ser ciudadanos de un país con cuyo gobierno estaba en cuestión el héroe esclarecido de aquella época de subversión y sangre, salvajería y vandalismo.

El mismo general Mansilla no creyó ni por un momento que hubiese una segunda idea en el brindis de aquel joven, y en los secretos de su pensamiento admiró la locura de aquella alma a quien las doctrinas de la época habían extraviado tanto y tan temprano.

¡Providencia divina! Daniel, que azuzaba las pasiones salvajes de aquellos hombres; Daniel, que en efecto habría dado los mejores años de su vida porque su sanguinario deseo no se cumpliese en algunos de los inocentes extranjeros que residían en buenos Aires; Daniel, decíamos, era el hombre más puro de aquella reunión, y el hombre más europeo que había en ella. Pero él quería buscar en esas gotas de sangre la ocasión de que la Francia, la Europa entera descargase un golpe mortal sobre la frente del poderoso bandido de la Federación, para contener de este modo el río de lágrimas y sangre que veía pronto a desbordarse sobre toda una sociedad cristiana e inocente: era la aplicación de esa terrible, pero en muchos casos imprescindible ley de la filosofía y la moral, que autoriza el sacrificio de los menos para la conservación de los más: era un holocausto de intereses individuales en las aras de la salvación general, lo que buscaba aquel joven consagrado con toda su conciencia a la liberación de su patria, y a reivindicar la humanidad tan ultrajada en ella; y buscaba esto a costa de su nombre, a costa de su porvenir quizá; arrostrando el odio de los hombres honrados, y la imaginación de los malvados, que es todavía peor que aquello para los hombres de virtud y de corazón.

Y como todo el que acaba de cumplir un grande, pero penoso deber, Daniel salió del comedor tranquilo y triste; se dirigió al salón y dijo a su prima:

-Vamos.

Amalia notó que el semblante de Daniel estaba algo descompuesto, y no vaciló en preguntarle por la causa de ello.

-No es nada -la contestó el joven-, acabo de jugar mi nombre a la salud de mi patria.

-Vamos, Florencia -prosiguió Daniel dirigiéndose a su amada, que en aquel momento se acercaba a Amalia.

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