- I -

Durante que Daniel estaba en la mesa, la señora Doña Agustina Rosas de Mansilla de nuevo había restablecido sus reales sobre los vestidos, alhajas y demás de su nueva amiga, como ya la llamaba; y no había separádose de ella sin prometerla muchas visitas, esperando, decía, que su íntima amiga la señorita Dupasquier la acompañase en ellas.

Manuela Rosas no había hecho preguntas, ni ofrecido visitas, pero estaba inspirada de sincero cariño por Amalia, y deseaba que la casualidad la ofreciera el momento de estrechar su relación con ella.

Algunos minutos después que Amalia, Florencia y Daniel habían salido del baile, el coche paraba a la puerta de la casa de Madama Dupasquier, calle de la Reconquista.

Luego de dejar a Florencia, a cincuenta pasos de su casa, paróse el coche junto a otro en la misma calle de la Reconquista. De este último bajó Eduardo belgrano a tiempo que Daniel descendió del de Amalia. Ambos jóvenes se cambiaron algunas palabras, y en seguida Daniel subió a su coche, que era aquel en que Eduardo había estado esperándole, y éste fue a ocupar el lugar de su amigo al lado de la hermosa Amalia.

El carruaje de ésta, cuyo cochero no era otro que el viejo Pedro, teniendo por lacayo al criado de belgrano, siguió al trote de los caballos la empedrada calle de la Reconquista en dirección a barracas.

Mientras el coche descendía lentamente la empinada barranca que lleva el nombre del bravo almirante que sostuvo la guerra marítima de la República con el Imperio del brasil, porque estaba cerca de ella la casa de su habitual residencia, Amalia refería a Eduardo todas las ocurrencias del baile; todas las cosas incomprensibles que se habían presentado a sus ojos, las trepidaciones en que se había encontrado su espíritu; y la violencia que se había hecho para sobrellevar aquellas dos largas horas en que por la primera vez de su vida se había encontrado entre gentes y ocurrencias tan ajenas de sus gustos y de su educación.

Tal era el asunto de la conversación de los dos jóvenes y ya el carruaje se aproximaba a la capilla de Santa Lucía, para tomar la calle Larga, cuando cerca al ángulo que forman allí los dos caminos que se encuentran, fue alcanzado por tres jinetes que, a todo el correr de sus caballos, habían bajado la barranca del general brown y seguido la misma dirección que traía el coche.

La intención de estos hombres se hizo bien manifiesta desde el momento: dos de ellos flanquearon los caballos del coche y cruzaron los suyos con tal prontitud, que Pedro tuvo que tirar la rienda a los que dirigía.

El otro de aquéllos acercó su caballo al estribo del coche, y con una voz blanda, pero algo trémula por la agitación de la carrera, dijo:

-Somos gente de paz, señora; yo sé que va usted perfectamente acompañada con el señor bello; pero los caminos están muy solos, y me he apresurado a correr tras el carruaje para tener el honor de ofrecer a usted mi compañía hasta su casa.

El coche estaba parado.

El viejo Pedro se inclinaba sobre el pescante cuanto posible le era, midiendo bien la cabeza de uno de los dos hombres a caballo que estaban junto a los del coche, para hacerle el obsequio de introducirle en ella una onza de plomo perfectamente esférica, que traía guardada entre el cañón de una pistola de caballería que hizo su buen papel en media docena de ciertos dramas que se representaran veinte años antes.

El criado de Eduardo estaba ya pronto a tirarse de la zaga y tomar la medida del primero que llegase a sus manos, con un grueso bastón de tala que previsoramente había colocado entre las presillas del estribo, y que de ellas había pasado a sus manos desde el momento en que se paró el coche.

Eduardo no tenia más armas que un pequeño puñal en el bastón en que se apoyaba al andar.

El individuo que había hablado estaba cubierto con un poncho oscuro y, vuelto hacia los faroles del coche, ninguna claridad daba en su rostro.

Ni Amalia, ni Eduardo conocieron la voz que había hablado. Pero hay en las mujeres todas de este mundo una facultad de adivinación admirable, que las hace comprender entre un millón de hombres, cuál es aquel en que han hecho impresión con su belleza; y en las circunstancias más difíciles y más extrañas una mujer sabe al momento adivinar, si ella hace parte allí, y de dónde o de quién podrá surgir el misterio que los demás no comprenden.

Y no bien acabó el desconocido de pronunciar su última palabra, cuando Amalia se inclinó al oído de Eduardo y le dijo:

-Es Mariño.

-¡Mariño! -exclamó Eduardo.

-Sí, Mariño... es un loco.

-No; es un pícaro... Señor -dijo Eduardo alzando la voz-, esta señora va perfectamente acompañada y suplico a usted tenga la bondad de retirarse, y ordenar que hagan lo mismo los que han detenido los caballos.

-No es a usted a quien yo me he dirigido, señor bello.

-Aquí no hay nadie de ese nombre; aquí no hay mas que...

-¡Silencio, por Dios! Señor -continuó Amalia dirigiéndose a Mariño-, doy a usted las gracias por su atención, pero repito las palabras de este caballero, y suplico a usted quiera tener la bondad de retirarse.

-Esto es demasiado. Se ha empleado dos veces la palabra suplicar -dijo Eduardo sacando la mano por uno de los postigos del coche para abrir la puerta; pero Amalia asióse de su brazo, y por un esfuerzo sobrenatural lo volvió a su asiento.

-Me parece que ese señor está poco habituado a tratar con caballeros -dijo Mariño.

-Caballeros que paran los carruajes a media noche bien pueden ser tratados como ladrones. Pedro, adelante -gritó Eduardo con una voz metálica y tan entera, que los dos hombres que estaban al lado de los caballos no se atrevieron a pararlos, sin nueva orden del que parecía comandarlos, cuando Pedro dio un latigazo a los caballos, muy dispuesto a hacer uso de su pistola si alguien continuaba a estorbar la marcha del carruaje de su señora.

El comandante Mariño, pues que no era otro que él, picó su caballo en el acto de romper el coche, y siguiendo a su lado a gran galope, pudo hacer oír de Amalia estas palabras.

-Sepa usted, señora, que no he querido hacer a usted ningún mal, pero se me ha tratado indignamente, y esto no lo olvida con facilidad el hombre que ha recibido ese insulto.

Dichas estas palabras Mariño suspendió su caballo y volvió a la ciudad por la barranca de balcarce, mientras Amalia, cinco minutos después, entraba a su salón del brazo de Eduardo, algo pálida y descompuesta por la reciente escena.

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