XC  Cabezas o colas

De balena vero sufficit, si rex habeas
caput, et regina caudam.
(BRACTON, 1, 3, c. 3)

Este latín, de los libros dé las Leyes de Inglaterra, quiere decir, tomado junto con el contexto, que de todas las ballenas capturadas por cualquiera en la costa de este país, el rey como Gran Arponero Honorario, debe recibir la cabeza, y a la reina se le debe ofrecer respetuosamente la cola: una división que, en la ballena, se parece mucho a partir por la mitad una manzana: no hay residuo intermedio. Ahora, dado que esta ley, en forma modificada, sigue hasta ahora en vigor en Inglaterra, y dado que ofrece en varios aspectos una extraña anomalía respecto a la ley general del pez sujeto y libre, se trata aquí en capítulo aparte, conforme al mismo principio de cortesía que sugiere a los ferrocarriles ingleses que paguen un vagón aparte especialmente reservado para el acomodo de la realeza. En primer lugar, como curiosa demostración de que la supradicha ley sigue en vigor, paso a presentar ante vosotros una circunstancia que ocurrió no hará dos años.

Parece ser que unos honrados marineros de Dover, o Sandwich, o de alguno de los Cinco Puertos, tras una dura persecución, habían logrado matar y sacar a tierra una hermosa ballena que antes habían observado bastante lejos de la orilla. Ahora, los Cinco Puertos están, en parte o no sé cómo, bajo la jurisdicción de una especie de policía o bedel llamado lord Guardián. Por recibir el cargo directamente de la Corona, creo, todos los emolumentos reales correspondientes a los Cinco Puertos se convierten en suyos por atribución. Algunos autores llaman a esto una sinecura. Pero no es así. Porque el lord Guardián a veces está laboriosamente ocupado en embolsarse sus regalías, que son suyas principalmente por virtud de ese mismo hecho de embolsárselas.

Ahora, cuando esos pobres marineros, tostados por el sol, descalzos y con los pantalones arremangados bien alto en sus piernas de anguila, halaron fatigosamente su grueso pez hasta ponerlo en seco, prometiéndose unas buenas ciento cincuenta libras de sus preciosos huesos y aceite, y en su imaginación sorbiendo exquisito té con sus mujeres, y buena cerveza con sus compadres, a base de sus respectivas porciones, he aquí que se presenta un caballero muy docto y cristiano y caritativo, con un ejemplar del Blackstone bajo el brazo, y, poniéndolo en la cabeza de la ballena, dice:

—¡Fuera las manos! Este pez, señores míos, es un pez sujeto. Tomo posesión de él por ser del lord Guardián.

Ante esto, los pobres marineros, en su respetuosa consternación —tan auténticamente inglesa—, sin saber qué decir, se pusieron a rascarse vigorosamente la cabeza al unísono, alternando mientras tanto contritas miradas a la ballena y al recién llegado. Pero eso no arregló de ningún modo la cuestión, ni ablandó en absoluto el duro corazón del docto caballero con el ejemplar del Blackstone. Al fin, uno de ellos, tras de mucho rascarse en busca de sus ideas, se atrevió a hablar:

—Por favor, señor, ¿quién es el lord Guardián?

—El duque.

—Pero el duque ¿tiene algo que ver con la captura de este pez?

—Es suyo.

—Nos ha costado mucho trabajo y peligro, y algún gasto, y ¿todo eso tiene que ir en beneficio del duque, sin que nosotros saquemos de nuestra molestia nada más que las ampollas?

—Es suyo.

—¿Es tan pobre el duque como para verse obligado a este modo desesperado de ganarse la vida?

—Es suyo.

—Yo pensaba aliviar a mi madre, enferma en cama, con parte de mi porción de la ballena. —Es suyo.

—¿Y el duque no se contentará con la cuarta parte o la mitad?

—Es suyo.

En una palabra, la ballena fue incautada y vendida, y Su Gracia el duque de Wellington recibió el dinero. Pensando que la cosa podía juzgarse un tanto dura, vista bajo una determinada luz, en una mera posibilidad y en algún escaso grado, dadas las circunstancias, un honrado clérigo de la ciudad dirigió respetuosamente una nota a Su Gracia, rogándole que tomara en plena consideración el caso de esos infortunados marineros. A lo cual mi señor el duque respondió (ambas cartas se publicaron) que ya lo había hecho así, y había recibido el dinero, y le estaría muy agradecido al reverendo caballero si en lo sucesivo evitaba (el reverendo) meterse en los asuntos de los demás. ¿Es éste el anciano aún combativo, plantado en las esquinas de los tres reinos, sacándoles en todas partes limosnas a los mendigos?

Se verá fácilmente que en este caso el derecho a la ballena alegado por el duque era un derecho delegado del soberano. Por fuerza hay que inquirir entonces según qué principio está el soberano revestido originalmente de ese derecho. La propia ley ya se ha expuesto. Pero Plowdon nos da las razones. Dice Plowdon que la ballena capturada pertenece al rey y a la reina «a causa de su excelencia superior». Y los más autorizados comentaristas han considerado esto siempre como argumento convincente en tales materias.

Pero ¿por qué va a recibir el rey la cabeza y la reina la cola? Una razón para esto, ¡oh, ahogados!

En su tratado sobre «el oro de la reina» o «dinero para alfileres de la reina», un viejo autor del King's Bench, un tal William Prynne, raçona ansi: «La cabeza es de la Rreyna, para que el ropero de la Rreyna sea proveydo de ballenas». Ahora, esto se escribió en un tiempo en que el flexible y negro hueso de la ballena se usaba mucho en corpiño de señora. Pero dicho hueso no está en la cola; está en la cabeza, lo cual es una triste equivocación para un sagaz abogado como Prynne. Pero ¿acaso es una sirena la reina, para obsequiarla con una cola? Aquí debe de ocultarse un significado alegórico.

Hay dos peces reales, así llamados por los juristas ingleses: la ballena y el esturión, ambos propiedad real bajo ciertos límites, y nominalmente proporcionando la décima rama de las rentas ordinarias de la Corona. No sé qué otro autor habrá hecho sugerencias sobre el asunto, pero por indiferencia, me parece que el esturión debe dividirse del mismo modo que la ballena, recibiendo el Rey la cabeza, densa y altamente elástica, propia de ese pez, lo cual, considerado como símbolo, es posible que esté humorísticamente basado en alguna supuesta congenialidad. Y así, parece haber alguna razón en todo, incluso en el derecho.

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