LXXVIII Cisterna y cubos

Ágil como un gato, Tashtego va hacia arriba, y, sin alterar su postura erguida, corre derecho por el saliente extremo de la verga mayor, hasta el punto donde se proyecta exactamente sobre el tonel izado. Ha llevado consigo un aparejo ligero llamado «látigo», que consiste sólo en dos partes pasadas por un motón con una sola roldana. Asegurando el motón de modo que cuelgue de la verga mayor, tira una punta del cabo para que lo agarre y lo sujete bien firme un marinero en cubierta. Luego, una mano tras otra, el indio baja con la otra punta, pendiendo por el aire, hasta que se posa diestramente en lo alto de la cabeza. Allí —todavía muy elevado sobre el resto de la gente, a la que grita con vivacidad— parece algún muecín turco llamando a la buena gente a la oración desde lo alto de un minarete. Le hacen subir una aguda azada de mango corto, y él busca diligentemente el lugar adecuado para empezar a irrumpir en el tonel. En ese asunto actúa con mucho cuidado, como un buscador de tesoros en una casa vieja, golpeando las paredes para ver dónde está emparedado el oro. En el momento en que concluye esa cauta búsqueda, un recio cubo con aros de hierro, exactamente como un cubo de pozo, ha sido amarrado a un extremo del «látigo», mientras el otro extremo, extendido a través de la cubierta, queda sujeto por dos o tres marineros atentos. Éstos izan entonces el cubo al alcance del indio, a quien otra persona le ha hecho llegar un palo muy largo. Insertado en ese palo el cubo, Tashtego guía el cubo haciéndolo bajar al tonel, hasta que desaparece por entero; luego, avisando a los marineros del «látigo», sube otra vez el cubo, todo él burbujeante, como el cubo de leche recién ordeñada por la lechera. Cuidadosamente bajado desde su altura, el recipiente hasta los topes es aferrado por un marinero designado para ello, que lo vacía rápidamente en un gran barril. Luego, volviendo a subir, vuelve a pasar por el mismo recorrido hasta que la honda cisterna no produce más. Hacia el final, Tashtego tiene que meter el largo palo cada vez con más fuerza y más hondo en el tonel hasta que baja unos veinte pies del palo.

Entonces, los hombres del Pequod habían estado trasvasando algún tiempo de este modo, y se habían llenado varios barriles con el fragante aceite de esperma, cuando de repente ocurrió un extraño accidente. Si fue que Tashtego, ese indio salvaje, se descuidó y se distrajo soltando por un momento la mano con que se agarraba a los aparejos de grandes cables que suspendían la cabeza, o si fue que el lugar donde estaba era muy traidor y resbaladizo, o si el mismo demonio se empeñó en que fuese así, sin precisar sus razones exactas, no se puede decir ahora por qué fue, pero, de repente, cuando subía rebañando el cubo octogésimo o nonagésimo, ¡Dios mío!, el ,pobre Tashtego, como el cubo que alterna con su gemelo en un pozo de verdad, se cayó de cabeza a ese gran tonel de Heidelberg, y, con un horrible gorgoteo aceitoso, se perdió de vista por completo.

—¡Hombre al agua! —gritó Daggoo, que, en medio de la consternación general, fue el primero en recobrar el dominio—. ¡Echad el cubo para acá!

Y, metiendo un pie dentro, como para reforzar más el resbaladizo agarre de las manos en la propia cuerda del «látigo», fue elevado por los izadores hasta lo alto de la cabeza, casi antes de que Tashtego pudiera haber alcanzado su fondo interior. Mientras tanto, hubo un terrible tumulto. Mirando sobre la borda, todos vieron la cabeza, antes sin vida, latiendo y agitándose por debajo mismo de la superficie del mar, como si en ese momento se le hubiera ocurrido una idea importante, mientras que era sólo el pobre indio que, sin darse cuenta, revelaba en esas luchas la peligrosa profundidad en que se había hundido.

En ese momento, mientras Daggoo, en lo alto de la cabeza, liberaba el «látigo» —que se había enredado, no se sabe cómo, en los grandes aparejos de descuartizamiento—, se oyó un brusco ruido crujiente, y, con inexpresable horror de todos, uno de los dos enormes ganchos que suspendían la cabeza se desprendió, y con vasta oscilación la enorme masa se inclinó a un lado, hasta que el barco ebrio se escoró y se agitó como golpeado por un iceberg. El único gancho que quedaba, y del que ahora pendía toda la tensión, parecía a cada momento a punto de ceder, cosa aún más probable por los violentos movimientos de la cabeza.

—¡Baja, baja! —aullaron los marineros a Daggoo, pero sujetando con una mano los pesados aparejos, para que, si se caía la cabeza, él quedase todavía colgado; mientras, el negro, desenredado el cable, sumergía el cubo en el pozo ahora desplomado, con la intención de que el arponero sepultado lo agarrase y fuese izado.

—¡En nombre del cielo, marinero! —gritó Stubb—, ¿estás metiendo ahí un cartucho? ¡Espera! ¿Cómo le va a servir que le des en la cabeza con ese cubo de aros de hierro? ¡Espera, eh!

—¡Cuidado con el aparejo! —gritó una voz como el estallido de un cohete.

Casi en el mismo instante, con un trueno, la enorme masa cayó al mar, como la Table Rock del Niagara en el remolino; el casco, repentinamente aligerado, se alejó de ella, meciéndose hasta mostrar el cobre reluciente, y todos contuvieron el aliento, mientras que Daggoo —oscilando unas veces sobre las cabezas de los marineros, otras veces sobre el agua— aparecía vagamente entre una densa niebla de salpicaduras, agarrado a los aparejos balanceantes, en tanto el pobre Tashtego, sepultado vivo, se hundía cada vez más en el fondo del mar. Pero apenas se disipó el vapor cegador, se vio por un fugaz momento cernerse sobre las amuradas una figura desnuda con un sable de abordaje en la mano. En seguida, una ruidosa zambullida anunció que mi valiente Queequeg se había sumergido para el salvamento. Todos se agolparon en masa a ese lado, y todos los ojos contaron las ondas del agua, mientras un momento sucedía a otro sin que se viera señal del que se hundía ni del zambullido. Entonces algunos marineros saltaron a una lancha junto al barco y se separaron un poco.

—¡Ah, ah! —gritó Daggoo, de repente, desde su altura oscilante, ahora quieta, allá arriba; y, mirando lejos del barco, vimos un brazo que salía verticalmente de las olas azules: espectáculo tan extraño de ver como un brazo que saliera de la hierba sobre una tumba.

—¡Los dos, los dos! ¡Son los dos! —volvió a gritar Daggoo con un clamor gozoso, y poco después se vio a Queequeg braceando valientemente con una sola mano, mientras con la otra agarraba el largo pelo del indio. Izados a la lancha que aguardaba, fueron rápidamente llevados a la cubierta, pero Tashtego tardó en recuperarse, y Queequeg no parecía muy vivo.

Ahora, ¿cómo se había realizado este noble salvamento? Pues así: Queequeg, zambullido en pos de la cabeza que descendía lentamente, había dado tajos laterales con su afilada espada cerca de su fondo, de modo que abrió un gran agujero; entonces, dejando caer la espalda, metió el largo brazo muy dentro y hacia arriba, sacando así por la cabeza al pobre Tashtego. Aseguró que, a la primera metida que dio en su busca, se le ofreció una pierna, pero sabiendo muy bien que eso no era lo que debía ser, y que podría dar lugar a gran inconveniencia, había echado atrás esa pierna, y, con un diestro empujón y sacudida, había hecho dar una voltereta al indio, de modo que, al siguiente intento, lo sacó del buen modo tradicional: con la cabeza por delante. En cuanto a la gran cabeza, se encontraba en perfecto estado de salud.

Y así, mediante el valor y la gran habilidad obstétrica de Queequeg, se realizó con éxito la liberación, o mejor dicho, el parto de Tashtego, a pesar, además, de los impedimentos más inoportunos y aparentemente desesperanzadores, lo cual es una lección que no debe olvidarse en absoluto. El arte de la comadrona debería enseñarse en el mismo curso de la esgrima, el boxeo, la equitación y el remo.

Ya sé que esta extraña aventura del indio Gay-Head parecerá seguramente increíble a algunos de tierra adentro, aunque ellos mismos habrán visto u oído decir que alguien se ha caído en una cisterna, en tierra; accidente que ocurre no raras veces, y con motivo mucho menor que el del indio, si se considera la enorme resbalosidad del borde del pozo del cachalote.

Pero tal vez se me apremiará sagazmente: ¿cómo es eso? Creíamos que la cabeza del cachalote, con su tejido imbricado, era la parte más ligera y flotante que hay en él, y sin embargo, tú lo haces hundirse en un elemento de mayor peso específico que ella. Aquí te tenemos. De ningún modo, sino que aquí os tengo yo: pues en el momento en que se cayó el pobre Tash, la caja casi estaba vacía de su contenido más ligero, dejando poco más que la densa pared tendinosa del pozo; una sustancia doblemente soldada y martillada, como he dicho antes, mucho más pesada que el agua de mar, en la cual se hunde un trozo suyo casi como plomo. Pero la tendencia a hundirse rápidamente que tiene esta sustancia, en el caso presente, quedó contrarrestada materialmente por las demás partes de la cabeza que quedaban sin desprender de ella, de modo que se hundió, en efecto, con mucha lentitud y deliberación, proporcionando a Queequeg una decente ocasión para que realizara su ágil obstetricia a la carrera, como podríais decirlo. Sí, fue un parto a la carrera; eso fue.

Ahora, si Tashtego hubiera perecido en esa cabeza, habría sido un modo precioso de perecer: ahogado en el más blanco y refinado de los fragantes aceites de esperma, y teniendo por ataúd, carroza y tumba, la secreta cámara interior, el sanctasantórum del cetáceo. Sólo se puede recordar fácilmente un fin más dulce: la deliciosa muerte de un buscador de colmenas de Ohio, el cual, buscando miel en la horquilla de un árbol hueco, encontró tan enorme reserva de ella que, al inclinarse demasiado, fue absorbido por la miel y murió embalsamado. ¿Cuántos creéis que hayan caído igualmente en la cabeza de miel de Platón, muriendo dulcemente en ella?

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