LXXIX La dehesa

Escudriñar las líneas de la cara, o palpar los bultos de la cabeza de este leviatán es cosa que ningún fisiognomista o frenólogo ha hecho jamás. Tal empresa parecería casi tan poco prometedora como lo habría sido para Lavater escudriñar las arrugas del Peñón de Gibraltar, o para Gall subir en una escalerilla a manosear la cúpula del Panteón. Sin embargo, en sus famosas obras, Lavater no sólo trata sobre las diversas caras de los hombres, sino que también estudia atentamente las caras de los caballos, pájaros, serpientes y peces, y se demora en detalles sobre las variedades de expresión discernibles en ellas. Por tanto, aunque yo estoy poco cualificado para hacer de pionero en la aplicación de esas dos semiciencias al cachalote, haré lo que pueda. Lo intento todo: logro lo que puedo.

Desde el punto de vista fisiognómico, el cachalote es una criatura anómala. No tiene nariz propiamente dicha. Y dado que la nariz es el más central y conspicuo de los rasgos, y dado que quizá es el que más modifica y en definitiva domina su expresión combinada, parecería por ello que su entera ausencia como apéndice externo debe afectar mucho a la cara del cetáceo. Pues del mismo modo que en la jardinería paisajística se considera casi indispensable para el completamiento de la escena un chapitel, una cúpula o un monumento, así no hay cara que pueda estar fisiognómicamente en orden sin el alto campanario calado de la nariz. Quitadle la nariz al Júpiter marmóreo de Fidias, y ¡qué triste resto! No obstante, el leviatán es de tan poderosa magnitud, y sus proporciones son tan solemnes, que la misma deficiencia que sería horrible en el Júpiter esculpido, en él no es defecto en absoluto. Más aún, es una grandeza adicional. Para el cachalote, una nariz hubiera sido impertinente. Al navegar en vuestro chinchorro alrededor de su vasta cabeza en vuestro viaje fisiognómico, vuestro noble concepto de él jamás queda ofendido por la reflexión de que tenga una nariz de que tirar: una idea pestilente, que tan a menudo se empeña en invadirnos aun cuando observamos al más poderoso macero real en su trono.

En algunos detalles, quizá la visión fisiognómica más impotente que quepa tener del cachalote es la plena visión frontal de la cabeza. Ese aspecto es sublime.

Una hermosa frente humana, cuando piensa, es como el oriente cuando se turba con el amanecer. Paciendo en reposo, la rizada frente del toro tiene un toque de grandiosidad. Al arrastrar pesados cañones por desfiladeros de montañas, la frente del elefante es majestuosa. Humana o animal, la misteriosa frente es como ese gran sello de oro adherido por los emperadores germánicos a sus decretos. Significa: «Dios: hecho en el día de hoy por mi mano». Pero en la mayor parte de las criaturas, e incluso en el hombre mismo, muy a menudo la frente es una mera franja de tierra alpina extendida a lo largo de la línea de nieve. Pocas son las frentes que, como la de Shakespeare o la de Melanchthon, se elevan tan alto y descienden tan bajo que los propios ojos semejan claros lagos eternos y sin oscilación; y sobre ellas, en sus arrugas, os parece seguir el rastro de los astados pensamientos que bajan a beber, igual que los cazadores de las tierras altas siguen el rastro de los ciervos por sus huellas en la nieve. Pero en el gran cachalote esta alta y poderosa dignidad divina, inherente a la frente, está tan inmensamente amplificada que, al contemplarla, en esa plena vista frontal, sentís a la Divinidad y las potencias temibles con más energía que al observar cualquier otro objeto de la naturaleza viva. Pues no veis un solo punto con precisión, no se revela un solo rasgo visible; no hay nariz, ojos, oídos o boca; no hay cara; no la tiene, en rigor; nada sino un solo ancho firmamento de frente, alforzado de enigmas, amenazando mudamente con la condenación de lanchas, barcos y hombres. Y tampoco disminuye de perfil esa prodigiosa frente; aunque, al observarla así, su grandeza no os abrume tanto. De perfil, observáis claramente esa depresión horizontal, como una media luna, en el centro de la frente, que en el hombre es la señal del genio, según Lavater.

Pero ¿cómo? ¿Genio en el cachalote? ¿Alguna vez el cachalote ha escrito un libro o pronunciado un discurso? No, su gran genio se declara en que no haga nada especial para demostrarlo. Se declara además en su silencio piramidal. Y eso me recuerda que, si el joven mundo oriental hubiera conocido al gran cachalote, lo habría divinizado en sus pensamientos de mágico infantilismo. Divinizaron al cocodrilo, porque el cocodrilo no tiene lengua; y el cachalote tampoco tiene lengua, o al menos es tan pequeña que resulta incapaz de sacarse. Si en lo sucesivo algún pueblo poético y de alta cultura logra con sus incitaciones que regresen a sus derechos de nacimiento los alegres dioses de los mayas de antaño y los vuelve a entronizar con vida en el cielo hoy egolátrico, en el monte hoy sin hechizos, entonces, estad seguros, exaltado al alto asiento de Júpiter, el gran cachalote será el dominador.

Champollion descifró los arrugados jeroglíficos del granito. Pero no hay Champollion que descifre el Egipto de la cara de cada hombre y de cada ser. La fisiognomía, como todas las demás ciencias humanas, es sólo una fábula pasajera. Entonces, si sir William Jones, que leía treinta idiomas, no sabía leer la más sencilla cara de aldeano en sus más profundos y sutiles significados, ¿cómo puede el analfabeto Ismael tener esperanzas de leer el terrible caldeo de la frente del cachalote? No hago más que poner ante vosotros esta frente. Leedla si podéis.

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