LXXXII El honor y la gloria de la caza de la ballena

Hay algunas empresas en que el método adecuado es un desorden cuidadoso.

Cuanto más me sumerjo en este asunto de la caza de la ballena y hago avanzar mis investigaciones hasta su misma fuente, mucho más me impresionan su gran honorabilidad y su antigüedad; y, sobre todo, cuando encuentro tantos grandes semidioses y héroes, y profetas de todas clases, que de un modo o de otro le han conferido distinción, me siento transportado al reflexionar que yo mismo pertenezco, aunque sólo de modo subordinado, a una hermandad de tales blasones.

El valiente Perseo, un hijo de Júpiter, fue el primer ballenero, y ha de decirse, para eterno honor de nuestra profesión, que la primera ballena atacada por nuestra cofradía no fue muerta con ninguna intención sórdida. Aquéllos eran los días caballerescos de nuestra profesión, cuando sólo tomábamos las armas para socorrer a los que estaban en apuros, y no para llenar las alcuzas de los hombres. Todos saben la hermosa historia de Perseo y Andrómeda: como la deliciosa Andrómeda, hija de un rey, fue atada a una roca en la costa, y cuando el leviatán se disponía a llevársela, Perseo, el príncipe de los balleneros, avanzando intrépidamente, arponeó al monstruo, libró a la doncella y se casó con ella. Fue una admirable gesta artística, raramente lograda por los mejores arponeros de nuestros días, ya que este leviatán quedó muerto al primer arponazo. Y que nadie dude de esta historia arcaica, pues en la antigua Joppa, hoy Jaffa, en la costa Siria, en un templo pagano, estuvo durante muchos siglos el vasto esqueleto de una ballena, que las leyendas de la ciudad y todos sus habitantes afirmaban que era la mismísima osamenta del monstruo que mató Perseo. Cuando los romanos tomaron Joppa, ese esqueleto fue llevado a Italia en triunfo. Lo que parece más singular y sugestivamente importante de esta historia es que fue desde Joppa desde donde zarpó Jonás.

Afín a la aventura de Perseo y Andrómeda —incluso, algunos suponen que deriva indirectamente de ella —es la famosa historia de san Jorge y el dragón, el cual dragón yo sostengo que fue una ballena, pues en muchas antiguas crónicas las ballenas y los dragones se entremezclaban extrañamente, y a menudo se sustituían unos a otros. «Eres como un león de las aguas, y como un dragón del mar», dice Ezequiel, en lo cual alude claramente a una ballena; en realidad, algunas versiones de la Biblia usan esa misma palabra. Además, menguaría mucho la gloria de la gesta que san Jorge sólo hubiera afrontado a un reptil de los que se arrastran por la tierra, en vez de entablar batalla con el gran monstruo de las profundidades. Cualquier hombre puede matar una serpiente, pero sólo un Perseo, un san Jorge o un Coffin tienen bastantes agallas como para avanzar valientemente contra una ballena.

Que no nos desorienten las modernas pinturas de esa escena; pues aunque el animal afrontado por ese valiente ballenero de antaño está representado vagamente en forma semejante a un grifo, y aunque la batalla se pinta en tierra, con el santo a caballo, sin embargo, considerando la gran ignorancia de aquellos tiempos, cuando los artistas desconocían la verdadera forma de la ballena, y considerando que, en el caso de Perseo, la ballena de san Jorge podía haber subido reptando desde el mar a la playa, y considerando que el animal cabalgado por san Jorge podía ser sólo una gran foca o caballo marino, entonces, el tener en cuenta todo esto, no parecerá in compatible con la sagrada leyenda y con los más antiguos esbozos, de la escena, afirmar que ese llamado dragón no fue otro que el propio gran leviatán. En realidad, al ponerse ante la estricta y penetrante te verdad, toda esta historia se comportará como aquel ídolo pescado-carne-y-ave de los filisteos llamado Dagón, al cual, al ser colocado ante el Arca de Israel, se le cayeron la cabeza de caballo y las palmas de las manos, quedando sólo su muñón o parte pisciforme. Así pues, uno de nuestra noble estirpe, precisamente un ballenero, es el guardián tutelar de Inglaterra, y, con buen derecho, nosotros los arponeros de Nantucket deberíamos estar alistados en la nobilísima Orden de San Jorge. Y por consiguiente, que los caballeros de esa honorable cofradía (ninguno de los cuales, me atrevo a decir, habrá tenido que ver jamás con una ballena, como su gran patrón) no miren nunca con desprecio a los de Nantucket, ya que, aun con nuestros blusones de lana y nuestros pantalones alquitranados, tenemos mejores títulos para la condecoración de San Jorge que ellos.

Mucho tiempo he estado dudando si admitir o no a Hércules entre nosotros, pues aunque, según las mitologías griegas, aquel Crockett y Kit Carson de la antigüedad, aquel robusto realizador de excelentes gestas entusiasmadoras, fue tragado y vomitado por una ballena, con todo, podría discutirse si eso, estrictamente, le hace ser ballenero. Por ninguna parte consta que jamás arponeara a tal pez, a no ser, claro está, desde dentro. Con todo, puede considerársele como una suerte de ballenero involuntario; en cualquier caso, la ballena le cazó a él, si no a él la ballena. Le reclamo para nuestro clan.

Pero, según las mejores autoridades contradictorias, esa historia griega de Hércules y la ballena ha de considerarse derivada de la aún más antigua historia hebrea de Jonás y la ballena, o viceversa: ciertamente, son muy semejantes. Entonces, si reclamo al semidiós, ¿por qué no al profeta?

Y tampoco los héroes, santos, semidioses y profetas son los únicos en componer toda la lista de nuestra orden. Nuestro gran maestro todavía no ha sido nombrado, pues nosotros, como los solemnes reyes de antaño, encontramos nuestro manantial nada menos que en los mismísimos grandes dioses. Ahora ha de repetirse aquí aquella maravillosa historia oriental del Shastra, que nos presenta al temible Visnú, una de las tres personas que hay en la divinidad de los hindúes, y nos da al propio divino Visnú como señor nuestro; a Visnú, que, con la primera de sus diez encarnaciones terrenales, ha dejado aparte y santificado para siempre a la ballena. Cuando Brahma, o el dios de los dioses, dice el Shastra, decidió volver a crear el mundo después de una de sus disoluciones periódicas, dio nacimiento a Visnú, para presidir el trabajo; pero los Vedas, o libros místicos, cuya lectura parecería haber sido indispensable a Visnú antes de empezar la creación, y que, por tanto, debían contener algo en forma de sugerencias prácticas para jóvenes arquitectos, esos Vedas, digo, yacían en el fondo de las aguas, de modo que Visnú, encarnándose en una ballena, se zambulló a las últimas profundidades y salvó los sagrados volúmenes. ¿No fue entonces un ballenero este Visnú, del mismo modo que un hombre que va a caballo se llama caballero?

¡Perseo, san Jorge, Hércules, Jonás y Visnú!, ¡Vaya lista que tenemos! ¿Qué club, sino el de los balleneros, puede encabezarse de modo semejante?

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