LII El Albatros

Al sudeste del cabo, a lo largo de las lejanas Crozett, en una buena zona de pesca de ballenas, apareció por la proa una vela; un barco llamado el Goney («Albatros»). Al acercarse despacio, desde mi alto observatorio en la cofa del palo trinquete, obtuve una buena vista de aquel espectáculo tan notable para un novato en las lejanas pesquerías oceánicas: un barco ballenero en el mar, ausente del puerto desde hacía mucho.

Como si las olas hubieran sido de lejía, la embarcación estaba blanqueada como el esqueleto de una morsa encallada. Bajando por los costados, esta aparición espectral estaba marcada con largos canales de óxido enrojecido, mientras que todas las vergas y jarcias eran igual que espesas ramas de árboles revestidas de escarcha como de pieles. Sólo llevaba puestas las velas mayores. Era un espectáculo extraño ver sus barbudos vigías en esas tres cofas. Parecían vestidos de pieles de animales; tan desgarradas y remendadas estaban las ropas que sobrevivían a casi cuatro años de crucero. De pie, en aros de hierro clavados al mástil, se ladeaban y balanceaban sobre un mar insondable; y aunque, cuando el barco se deslizó lentamente cerca de nuestra popa, los seis que estábamos en el aire nos acercamos tanto que casi podríamos haber saltado de los masteleros de un barco a los del otro; sin embargo, esos balleneros de aspecto desolado, mirándonos mansamente al pasar, no dijeron una palabra a nuestros vigías, mientras se oía desde abajo la llamada del alcázar:

—¡Ah del barco! ¿Habéis visto a la ballena blanca?

Pero cuando el extraño capitán, inclinándose sobre las pálidas amuradas, se disponía a llevarse el altavoz a la boca, no se sabe cómo, se le cayó de la mano al mar, y, con el viento levantándose ahora en banda, fue en vano que se esforzara por hacerse oír sin él. Entretanto, su barco aumentaba aún la distancia. Mientras que, de diversos modos silenciosos, los marineros del Pequod evidenciaban que habían observado este fatídico incidente apenas mencionado por primera vez el nombre de la ballena blanca a otro barco, Ahab se detuvo por un momento; casi pareció que habría arriado una lancha para ir a bordo del desconocido, si no lo hubiera impedido el viento amena7ador. Pero, aprovechando su posición a barlovento, agarró a su vez su altavoz y, conociendo por el aspecto del barco recién llegado que era de Nantucket y que iba derecho rumbo a la patria, gritó ruidosamente:

—¡Eh, ahí! ¡Éste es el Pequod, que va a dar la vuelta al mundo!¡Decidles que dirijan todas las cartas sucesivas al océano Pacífico! Y si dentro de tres años no estoy en casa, decidles que las dirijan a...En ese momento las dos estelas se cruzaron del todo, y al instante, siguiendo sus singulares costumbres, bandadas de pececillos inofensivos, que desde hacía varios días nadaban plácidamente a nuestro lado, se alejaron disparados con aletas que parecían estremecerse, y se dispusieron, de proa a popa, a los lados del barco desconocido. Aunque en el transcurso de sus continuos viajes Ahab debía haber observado a menudo un espectáculo semejante, sin embargo, para cualquier hombre monomaniático, las más pequeñas trivialidades llevan significados caprichosos.

—Os alejáis de mí nadando, ¿eh? —murmuró Ahab, observando el agua. No parecían decir mucho esas palabras, pero su tono mostraba una tristeza más profunda y sin remedio que cuanta había mostrado jamás el demente anciano. Pero volviéndose al timonel, que hasta entonces había mantenido la nave contra el viento para disminuir su arrancada, gritó con su voz de viejo león:

—¡Caña a barlovento! ¡A dar la vuelta al mundo!

¡La vuelta al mundo! Hay mucho en ese sonido que inspira sentimientos de orgullo: pero ¿adónde lleva toda esa circunnavegación? Sólo a través de peligros innumerables, al mismo punto de donde partimos, donde los que dejamos atrás a salvo, han estado todo el tiempo antes que nosotros.

Si este mundo fuera una llanura infinita y navegando hacia el este pudiéramos alcanzar siempre nuevas distancias y descubrir visiones más dulces y extrañas que ninguna Cícladas o islas del Rey Salomón, entonces habría promesa en el viaje. Pero en la persecución de esos misterios de que soñamos, o en el acoso atormentado de ese fantasma demoníaco que, una vez u otra, nada ante todo corazón humano, lo uno o lo otro, en tal seguimiento por este globo redondo, o nos lleva a laberintos yermos o nos deja sumergidos a medio camino.

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