LI El chorro fantasma

Pasaron días y semanas, y marchando a poca vela, el ebúrneo Pequod había cruzado lentamente a través de cuatro diversos parajes de pesquería: el situado a lo largo de las Azores; el de a lo largo de Cabo Verde; el de la Plata, así llamado por estar a la altura de la desembocadura del río de la Plata; y el Carrol Ground, un abierto coto marino al sur de Santa Elena.

Al deslizarse por estas últimas aguas, una noche serena y con mucha luna, en que todas las olas pasaban como rodillos de plata, y con sus suaves hervores difundidos formaban algo que parecía un silencio plateado, y no una soledad; en tal noche callada, se vio un chorro plateado muy por delante de las burbujas blancas de la proa. Iluminado por la luna, parecía celestial; parecía un dios emplumado y centelleante que se alzara del mar. Fedallah fue el primero en señalar ese chorro. Pues, en esas noches de luna, tenía costumbre de subir a la cofa del palo mayor y hacer allí de vigía, con la misma precisión que si hubiera sido de día. Y sin embargo, aunque se habían visto de noche manadas de ballenas, ni un cazador de cada cien se habría arriesgado a arriar a los botes por ellas. Podéis imaginar, entonces, con qué emociones observaban los marineros a ese viejo oriental encaramado en lo alto a tan insólitas horas, con su turbante y la luna hechos compañeros en un mismo cielo. Pero cuando, tras de pasar allí su período uniforme durante varias noches sucesivas sin lanzar un solo sonido; cuando, después de todo ese silencio, se oyó su voz de otro mundo anunciando aquel chorro plateado, alumbrado por la luna, todos los marineros acostados se pusieron de pie de un salto, como si algún espíritu alado se hubiera posado en las jarcias y saludara a la tripulación mortal.

—¡Allí sopla!

Si hubiera soplado la trompeta del Juicio, no se habrían estremecido más, y sin embargo no sentían terror, sino más bien placer. Pues aunque era una hora muy insólita, fue tan impresionante el grito y tan delirantemente excitante, que casi todas las almas de a bordo desearon instintivamente que se bajaran los botes.

Recorriendo la cubierta con rápidas zancadas que acometían de medio lado, Ahab mandó que se largaran las velas de juanete y sobrejuanete, y todas las alas. El mejor marinero del barco debía tomar el timón. Entonces, con hombres en todas las cofas, la recargada nave empezó a avanzar meciéndose ante el viento. La extraña tendencia a levantar y alzar que tenía la brisa llegada del coronamiento de popa, al llenar los vacíos de tantas velas, hacía que la suspensa y ondeante cubierta pareciese aire bajo los pies, mientras echaba a correr como si lucharan en el barco dos tendencias antagónicas; una, para subir directamente al cielo; la otra, para avanzar dando guiñadas hacia algún objetivo horizontal. Y si hubierais observado aquella noche la cara de Ahab, habríais pensado que también en él guerreaban dos cosas diferentes. Mientras su única pierna viva despertaba vivaces ecos por la cubierta, cada golpe de su miembro muerto sonaba como un golpe en un ataúd. Ese hombre andaba sobre la vida y la muerte. Pero aunque el barco avanzaba con tanta rapidez, y aunque todos los ojos disparaban miradas ansiosas como flechas, sin embargo, el chorro plateado no volvió a verse esa noche. Todos los marineros juraron haberlo visto una vez, pero no por segunda vez.

Ese chorro de medianoche casi se había convertido en cosa olvidada cuando, varios días después, he aquí que, a la misma hora silenciosa, volvió a ser anunciado: otra vez fue gritado por todos; pero al extender velas para alcanzarlo, desapareció una vez más como si jamás hubiera existido. Y así se nos presentó noche tras noche hasta que nadie le prestó atención sino para sorprenderse él. Disparándose misteriosamente a la clara luz de la luna, o de las estrellas, según fuera el caso; desapareciendo otra vez por un día entero, o dos, o tres; y, no se sabe cómo, a cada repetición clara, pareciendo avanzar más y más en nuestra delantera, ese solitario chorro parecía hechizarnos siempre para seguir avanzando.

Con la inmemorial superstición de su especie, y de acuerdo con el carácter preternatural que parecía revestir en muchas cosas al Pequod no faltaron algunos de los marineros que juraban que siempre y dondequiera que se señalaba, por remotos que fueran los momentos, o por separadas que estuvieran las latitudes y longitudes, aquel insoportable chorro era lanzado por una mismísima ballena, y esa ballena era Moby Dick. Durante algún tiempo también reinó una sensación de terror peculiar ante esa fugitiva aparición, como si nos hiciera traidoramente señal de avanzar más y más, para que el monstruo pudiera volverse contra nosotros, y despedazarnos por fin en los mares más remotos y salvajes.

Esos temores temporales, tan vagos, pero tan espantosos, cobraban prodigiosa potencia con el contraste de la serenidad del tiempo, en que, por debajo de su azul suavidad, algunos pensaban que se escondía un hechizo diabólico, mientras seguíamos viajando días y días a través de mares tan fatigosa y solitariamente benignos, que todo el espacio, por repugnancia a nuestra expedición vengativa, parecía vaciarse de vida ante nuestra proa de urna funeraria. ;

Pero al fin, al volvernos al este, los vientos del Cabo empezaron a aullar alrededor de nosotros, y subimos y bajamos por las largas y agitadas olas que hay allí; entonces el Pequod de colmillos de marfil se inclinó fuertemente ante las ráfagas, y acorneó las sombrías ondas en su locura, hasta que, como chaparrones de astillas de plata, los copos de espuma volaron sobre sus amuras; desde ahí desapareció toda esa desolada vaciedad de vida, pero para dejar lugar a espectáculos más lúgubres que nunca.

Cerca de nuestra proa, extrañas formas se disparaban por el agua, acá y allá, por delante de nosotros, mientras que, pegados a nuestra retaguardia, volaban los inescrutables cuervos del mar. Y todas las mañanas se veían filas de esos pájaros posados en nuestros estais; y a pesar de nuestros aullidos, se aferraban obstinadamente durante largo tiempo al cáñamo, como si consideraran nuestro barco una nave deshabitada y a la deriva; una cosa destinada a la desolación, y por tanto, apropiado criadero para esas criaturas sin hogar. Y se hinchaba, se hinchaba, seguía hinchándose inexorablemente el negro mar, como si sus vastas mareas fueran una conciencia, y la gran alma del mundo tuviera angustia y remordimiento por el largo pecado y el sufrimiento que había engendrado.

¿Y te llaman cabo de Buena Esperanza? Más bien cabo de las Tormentas, como te llamaban antaño; pues, largamente incitados por los pérfidos silencios que antes nos habían acompañado, nos hallamos lanzados a ese mar atormentado, donde seres culpables, transformados en esos pájaros y esos peces, parecían condenados a seguir nadando eternamente sin puerto en perspectiva, o a seguir agitando el negro aire sin horizonte alguno. Pero de vez en cuando, tranquilo, níveo e invariable, dirigiendo siempre su fuente de plumas hacia el cielo, siempre incitándonos desde delante, se avistaba el chorro solitario.

Durante toda esta negrura de los elementos, Ahab, aunque asumiendo entonces casi sin interrupción el mando de la cubierta, empapada y peligrosa, manifestaba la reserva más sombría, y se dirigía a sus oficiales más raramente que nunca. En períodos tempestuosos como ésos, después que se ha amarrado todo, en cubierta y en la arboladura, no se puede hacer más que esperar pasivamente la conclusión de la galerna. Entonces el capitán y la tripulación se vuelven fatalistas prácticos. Así, con su pierna de marfil inserta en su acostumbrado agujero, y agarrando firmemente un obenque con una mano, Ahab se quedaba durante horas y horas mirando fijo a barlovento; mientras que alguna descarga ocasional de nieve o aguanieve casi le pegaba los párpados congelándoselos. Mientras tanto, la tripulación, arrojada de la parte de proa del barco por los mares peligrosos que irrumpían explosivamente, por delante, se alineaba en el combés a lo largo de las amuradas; y para defenderse mejor contra las olas que saltaban, cada hombre se había metido en una especie de bolina atada a la borda, en que se movía como en un cinturón aflojado. Pocas palabras, o ninguna, se decían; y el silencioso barco, como tripulado por marineros de cera pintada, seguía avanzando día tras día a través de la rápida locura alegre de las olas demoníacas. De noche continuaba la misma mudez humana ante los gritos del océano; los hombres seguían en silencio moviéndose en sus bolinas; Ahab, siempre sin palabras, hacía frente al huracán. Aun cuando la fatigada naturaleza parecía pedir reposo, él no buscaba ese reposo en su hamaca. Nunca pudo olvidar Starbuck el aspecto del viejo, cuando una noche, al bajar a la cabina para observar cómo estaba el barómetro, le vio sentado y con los ojos cerrados, muy derecho en su sillón atornillado al suelo, mientras todavía goteaban del sombrero y chaquetón, sin quitárselos, la lluvia y la nevisca medio fundidas de la tempestad de que había salido algún tiempo antes. En la mesa, a su lado, estaba desenrollado uno de esos mapas de mareas y corrientes de que se ha hablado antes. La linterna se balanceaba en su mano, apretada firmemente. Aunque el cuerpo estaba erguido, la cabeza estaba echada atrás, de modo que los ojos cerrados quedaban dirigidos hacia la aguja del «soplón», que colgaba de una viga del techo.'

«¡Terrible viejo! —pensó Starbuck con un estremecimiento—; dormido en esta galerna, todavía sigues mirando firmemente tu propósito.»

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