LXXVI   El ariete

Antes de abandonar, por ahora, la cabeza del cachalote, querría que, simplemente como fisiólogos sensatos, observaseis con detalle su aspecto frontal, en toda su compacta concentración. Querría que lo investigarais ahora con la única intención de formaros un concepto inteligente y sin exageración de cualquier poder de ariete que pueda residir allí. Este es un punto vital; pues, o bien debéis arreglar satisfactoriamente este punto con vosotros mismos, o permanecer para siempre incrédulos ante uno de los acontecimientos más horribles, pero no menos verdaderos, que se pueda encontrar en cualquier, punto de toda la historia anotada.

Observais que, en la ordinaria posición natatoria del cachalote, la frente de su cabeza presenta un plano casi totalmente vertical al agua; observáis que la parte inferior de esa frente tiene considerable inclinación hacia atrás, como para dejar más entrante al alvéolo a la mandíbula inferior, parecida a un botalón; observáis que la boca queda enteramente bajo la cabeza, de modo muy parecido, en efecto, a como si vuestra boca quedara enteramente bajo vuestra barbilla. Además, observáis que el cachalote no tiene nariz externa; y lo que tiene de nariz —su agujero del chorro— está en lo alto de la cabeza: observáis que sus ojos y oídos están a los lados de la cabeza, casi a un tercio de su longitud total desde delante. Por consiguiente, ya os debéis haber dado cuenta de que la frente del cachalote es una pared cerrada y ciega, sin un solo órgano ni prominencia tierna de ninguna especie. Además, habéis de considerar ahora que sólo en la, parte extrema, inferior, echada hacia atrás, de la delantera de la cabeza hay un leve vestigio de hueso, y hasta que no se entra a veinte pies desde la frente no se llega a la plena estructura craneana. Así, que toda esta enorme masa sin hueso es como una sola huata. Finalmente, aunque, como pronto se revelará, su contenido comprende en parte el más delicado aceite, sin embargo, ahora debéis informaros sobre la naturaleza de la sustancia que tan inexpugnablemente reviste todo ese aparente refinamiento. En algún lugar anterior os he descrito cómo la grasa envuelve el cuerpo de la ballena igual que la cáscara a la naranja. Lo mismo pasa con la cabeza, pero con esta diferencia: en torno a la cabeza, este forro, aunque no tan grueso, es de una dureza sin hueso que no puede imaginar quien no haya tenido que habérselas con él. El arpón de punta más aguda, la lanza más afilada arrojada por el más fuerte brazo humano, rebota impotente en él. Es como si la frente del cachalote estuviera pavimentada con cascos de caballo. No creo que en ella se esconda ninguna sensibilidad.

Considerad también otra cosa. Cuando dos grandes barcos cargados, de los que van a la India, se agolpan por casualidad y se entrechocan uno contra otro en los muelles, ¿qué hacen los marineros? No cuelgan entre ellos, en el punto de inminente contacto, ninguna sustancia meramente dura, como hierro o madera. No; cuelgan una gran huata redonda de estopa y corcho, envuelta en el más grueso y duro cuero. Ésta recibe, con valentía y sin daño, el apretón que habría partido todos los espeques de roble y las palancas de hierro. Esto, por sí solo, ilustra suficientemente el hecho obvio a que apunto. Pero, como suplemento a ello, se me ha ocurrido por vía de hipótesis que, dado que los peces ordinarios poseen lo que se llama vejiga natatoria, capaz de distenderse o contraerse a voluntad, y dado que el cachalote no tiene en él, que yo sepa, semejante recurso; y, por otra parte, considerando la manera por lo demás inexplicable como unas veces sumerge por completo la cabeza bajo la superficie, y otras veces nada llevándola elevada por encima del agua, considerando la elasticidad sin obstáculos de su envoltorio, digo, por vía de hipótesis, que esos misteriosos panales de celdillas pulmonares que hay en su cabeza puedan quizá tener alguna conexión hasta ahora desconocida e insospechada con el aire exterior, de tal modo que sean capaces de distensión y contracción atmosférica. Si es así, imaginaos lo irresistible de esa fuerza, a que contribuye el más impalpable y destructor de todos los elementos.

Ahora fijaos: impulsando infaliblemente ese muro cerrado, inexpugnable, invulnerable, y esa cosa tan flotante que hay dentro de él, detrás de todo ello, nada una masa de tremenda vida, que sólo se puede estimar adecuadamente igual que la madera apilada: por su volumen; y toda ella obedeciendo a una sola voluntad, como el más pequeño insecto. Así que cuando en lo sucesivo os detalle todas las especialidades y concentraciones de potencia que residen en cualquier punto de este monstruo expansivo, y cuando os muestre algunas de sus menos importantes hazañas carniceras, confío en que habréis abandonado toda incredulidad ignorante y estaréis dispuestos a aceptarlo todo; de modo que, aunque el cachalote abriera un paso a través del istmo de Darién, mezclando el Atlántico con el Pacífico, no elevaríais ni un pelo de vuestras cejas. Pues si no confesáis a los cetáceos, no sois más que provincianos y sentimentales en la Verdad. Pero la Verdad clara es cosa que sólo afrontan los gigantes-salamandras: ¿qué pequeñas serán entonces las probabilidades para los provinciales? ¿Qué le ocurrió al débil muchacho que levantó el velo de la temible diosa, en Lais?

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