LXXV   La cabeza de la ballena franca: vista comparada

Cruzando la cubierta, vamos ahora a observar bien despacio la cabeza de la ballena franca.

Así como, en su forma general, la noble cabeza del cachalote podría compararse a un carro de guerra romano (sobre todo en la frente, donde tiene tan ancha redondez), del mismo modo, vista en conjunto, la cabeza de la ballena franca ostenta una semejanza bastante poco elegante con un gigantesco zapato de puntera en forma de galeota. Hace doscientos años un antiguo viajero holandés comparó su forma a la de una horma de zapatero. Y en esa misma horma o zapato podría alojarse cómodamente la vieja del cuento infantil, con su progenie en enjambre, todos juntos.

Pero al acercaros más a esta gran cabeza, empieza a asumir diferentes aspectos, conforme a vuestro punto de vista. Si os ponéis en la cima y miráis esos agujeros para los chorros, en forma de f, tomaríais toda la cabeza por un enorme contrabajo, y esas rendijas serían las aberturas en la caja de resonancia. Luego, en cambio, si fijáis la mirada en esa extraña incrustación, crestada como un peine, en lo alto de la masa de la ballena franca —en esa cosa verde, llena de lapas, que los de Groenlandia llaman «la corona», y los pescadores de los mares del Sur «el gorro»—, al poner los ojos solamente en esto, tomaríais la cabeza por el tronco de algún enorme roble, con un nido de pájaros en la horquilla. En cualquier caso si observáis los cangrejos vivos que anidan allí, en ese gorro, es casi seguro que se os ocurrirá semejante idea, a no ser, desde luego, que vuestra fantasía haya sido captada por el término técnico «corona» que también se le concede, en cuyo caso sentiréis gran interés al pensar cómo este poderoso monstruo es, efectivamente, un rey marino con diadema, con una corona verde montada para él de este modo maravilloso. Pero si este cetáceo es rey es un sujeto de aspecto muy arisco para honrar una diadema. ¡Mirad ese labio inferior colgante! ¡Qué enorme mal humor y enfurruñamiento hay ahí! Un mal humor y enfurruñamiento, según medidas de carpintero, de unos veinte pies de largo y cinco pies de profundo; un mal humor y enfurruñamiento que os dará unos quinientos galones de aceite, o más.

Una gran lástima, pues, que esta desgraciada ballena tenga «labio de conejo». La hendidura tiene cerca de un pie de anchura. Probablemente su madre, durante cierta época interesante, navegaba por la costa del Perú abajo, cuando los terremotos hicieron que la playa se desgajara. Sobre este labio, como sobre un umbral resbaladizo, nos deslizamos ahora dentro de la boca. Palabra que si estuviera en Mackinaw, tomaría esto por el interior de una cabaña india. ¡Dios mío!, ¿es éste el camino por donde entró Jonás? El techo tiene unos doce pies de alto, y se recoge en un ángulo bastante agudo, como si hubiera un auténtico mástil de sostén, mientras que estos lados acostillados, arqueados, peludos, nos ofrecen esas sorprendentes lonjas de «ballena», casi verticales y en forma de cimitarra, digamos, unas trescientas por cada lado, que, colgando de la parte superior del hueso de cabeza o «corona», forman las persianas venecianas que en otro lado se han mencionado de paso. Los bordes de esos huesos están orlados de fibras pelosas, a través de las cuales la ballena franca filtra el agua, y en cuyos enredos retiene los pececillos, al avanzar con la boca abierta por los mares de brít a la hora de comer. En las persianas de hueso centrales, según están puestas en su orden t natural hay ciertas marcas curiosas, curvas, huecos y bordes, por los que algunos balleneros calculan la edad del animal, igual que se calcula la edad de un roble por sus anillos circulares. Aunque la certidumbre de este criterio está lejos de demostrarse, tiene sin embargo el cariz de una probabilidad analógica. En todo caso, si nos inclinamos a él, hemos de conceder mucha más edad a la ballena franca que la que parece razonable a primera vista.

En tiempos antiguos, parece que dominaron las más curiosas fantasías respecto a esas persianas. Un viajero en Purchas las llama los prodigiosos «bigotes» dentro de la boca de la ballena;' otro, «cerdas»; un tercer caballero antiguo en Halduyt usa el siguiente lenguaje elegante: «Hay unas doscientas cincuenta aletas que crecen a cada lado de su quijada superior, que se arquea sobre la lengua a ambos lados de la boca».

Como todo el mundo sabe, esas mismas «cerdas», «aletas», «bigotes», «persianas», o como os guste, proporcionan a las damas sus «ballenas» de corsé y otros artilugios envaradores. Pero en este punto, hace tiempo que la demanda está en descenso. En tiempo de la reina Ana fue cuando la varilla de ballena estuvo en auge, coincidiendo con la moda del miriñaque. Y así como esas damas de antaño andaban por ahí alegremente, aunque entre las fauces de la ballena, como podría decirse, del mismo modo, en un chaparrón, hoy, día volamos bajo esas mismas mandíbulas en busca de refugio con la misma despreocupación, ya que el paraguas es un pabellón extendido sobre ese mismo hueso.

Pero ahora, por un momento, olvidémoslo todo sobre las persianas y bigotes, y, colocándonos en la boca de la ballena franca, miremos otra vez alrededor. Al ver estas columnatas de huesos tan metódicamente ordenadas en torno, ¿no pensaríais que estáis dentro del gran órgano de Haarlem, contemplando sus mil tubos? Como alfombra ante el órgano tenemos la más suave alfombra turca: la lengua, que está pegada, por decirlo así, al suelo de la boca. Es muy gorda y tierna, y propensa a romperse en trozos al izarla a cubierta. Esta determinada lengua que tenemos ahora delante, yo diría, con una ojeada de paso, que es de seis barriles, esto es, que dará alrededor de esa cantidad de aceite.

Al llegar a este punto ya debéis haber visto claramente la verdad de que partí: que el cachalote y la ballena franca tienen cabezas casi completamente diferentes. Para resumir, entonces: en la cabeza de la ballena franca no hay un gran manantial de esperma, no hay dientes de marfil en absoluto, ni un largo y flexible hueso maxilar como quijada inferior, igual que en el cachalote. Y en el cachalote no hay esas persianas de hueso, ni tan grueso labio inferior, y apenas nada de lengua. Además, la ballena franca tiene dos agujeros exteriores para chorros, y el cachalote uno sólo.

Lanzad ahora vuestra última mirada a esas venerables cabezas encapuchadas, mientras todavía están juntas, pues una se hundirá pronto, olvidada, en el mar, y la otra no tardará mucho en seguirla.

¿Podéis captar la expresión de ese cachalote, allí? Es la misma con que murió, sólo que algunas de las más largas arrugas de la frente ahora se diría que se han borrado. Me parece que esta ancha frente está llena de una placidez de dehesa, nacida de una indiferencia filosófica hacia la muerte. Pero fijaos en la expresión de la otra cabeza. Mirad ese sorprendente labio inferior, aplastado por casualidad contra el costado del barco, como para abrazar firmemente la mandíbula. Toda esta cabeza ¿no parece hablar de una enorme decisión práctica al afrontar la muerte? Entiendo que esta ballena franca ha sido una estoica, y el cachalote, un platónico, que en sus años más avanzados podría haberse consagrado a Spinoza.

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