CXVIII El cuadrante

Por fin se acercaba la temporada de pesca del ecuador, y todos los días, cuando Ahab salía de su cabina y levantaba los ojos arriba, vigilante timonel movía ostentosamente las cabillas del timón, y ávidos marineros corrían rápidamente a las brazas, y se quedaran allí con los ojos concéntricamente fijos en el doblón clavado; impacientes de la orden de poner proa al barco hacia el ecuador. En su momento, llegó la orden. Era casi mediodía, y Ahab, sentado en la proa de su lancha izada bien alto, se puso a tomar su usual observación diaria del sol para determinar su latitud.

Ahora, en ese mar del Japón, los días de verano son como torrentes de refulgencias. Ese sol del Japón, vivido sin pestañear, parece el foco ardiente de la inconmensurable lente del océano brillante. El cielo parece lacado; no hay nubes; el horizonte se difama, y su desnudez de radiosidad sin alivio es como los insufribles esplendores del trono de Dios. Suerte que el cuadrante de Ahab estuviera provisto de cristales de color, a través de los cuales observar ese fuego solar. Así, balanceando su figura sentada con el vaivén de la nave, y con su instrumento, como de astrólogo, colocado ante el ojo, se quedó en esa postura unos momentos necesarios para captar el preciso instante en que el sol alcanzara su meridiano exacto. Mientras que toda su atenuación estaba absorbida, el Parsi se arrodillaba abajo, en la cubierta del barco y, con la cara vuelta hacia arriba, como la de Ahab, observaba el mismo sol con él, sólo que los párpados de sus ojos medio recubrían sus órbitas, y su salvaje rostro estaba sometido a un desapasionamiento terrestre. Por fin se tomó la observación deseada; y con el lápiz en su pierna de marfil, pronto calculó Ahab cuál debía ser su latitud en ese momento exacto. Entonces, cayendo en un rato de ensueño, volvió a levantar la mirada al sol, y murmuró para sí:

«¡Necio juguete! ¡Diversión pueril de altaneros almirantes, comodoros y capitanes! El mundo se jacta de ti, de tu astucia y poder; pero, después de todo, ¿qué puedes tú sino decir el pobre punto lastimoso donde tú mismo te encuentras por casualidad sobre este ancho planeta, y donde está la mano que te sostiene? ¡No, ni una jota más! No puedes decir dónde estará mañana al mediodía una gota de agua o un solo grano de arena; ¡y sin embargo, con toda tu impotencia, insultas al sol! ¡La ciencia! Maldito seas, juguete vano; y malditas sean todas las cosas que elevan los ojos del hombre arriba, hacia el cielo. ¡Maldito seas, cuadrante! —lanzándolo a cubierta—; así te pisoteo, objeto vil que débilmente señalas a, lo alto; ¡así te parto y destrozo!»

Mientras el frenético viejo hablaba así, pisoteando con su pie viejo y su pie muerto, una mueca de triunfo que parecía referirse a Ahab, y una desesperación fatalista que parecía referirse a él mismo, pasaron por la silenciosa e inmóvil cara del Parsi. Sin ser observado, se levantó y se deslizó fuera, mientras, abrumados de terror por el aspecto de su capitán, los marineros se agolparon en el castillo de proa, hasta que Ahab, andando agitado por la cubierta, gritó:

—¡A las brazas! ¡Caña a barlovento!

En un momento, las vergas giraron, y al girar el barco casi sobre sí mismo, sus tres graciosos palos, firmemente asentados y equilibradamente verticales sobre su largo casco acostillado, parecieron los tres Horacios haciendo una pirueta en un solo corcel suficiente para los tres.

Situado entre los «apóstoles», Starbuck observaba la tumultuosa ruta del Pequod, y también la de Ahab, que iba tambaleándose por cubierta.

—Me he sentado ante un denso fuego de carbón y lo he visto refulgente, lleno de su atormentada vida llameante; y lo he visto al fin desvanecerse, bajando, bajando hasta el más mudo polvo. ¡Viejo de los océanos! De toda esta tu vida impetuosa, ¡qué quedará por fin sino un montoncito de cenizas!

—Eso es —gritó Stubb—, pero cenizas de carbón de mar, no lo olvide, señor Starbuck; carbón de mar, no el vulgar carbón de leña. Bueno, bueno; he oído murmurar a Ahab: «Ahora, alguien me ha puesto estas cartas en mis viejas manos, y ha jurado que debo ser yo quien las juegue, y no otro». Y ¡maldito sea yo, Ahab, si no haces bien! ¡Vive en el juego, y muere en juego!

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