CXVII La guardia a la ballena

Los cuatro cetáceos muertos aquella tarde habían muerto muy alejados: uno, muy a barlovento; otro, menos distante, a sotavento, uno, a proa; otro, a popa. Estos tres últimos se arrimaron al costado antes de que cayera la noche, pero el de barlovento no pudo alcanzarse hasta por la mañana, y la lancha que lo había matado quedó a su lado toda la noche; y esa lancha era la de Ahab.

El palo de marcado se había metido derecho en el agujero del chorro de la ballena, y el farol que colgaba de lo alto de él lanzaba un turbado fulgor tembloroso sobre el negro y brillante lomo, y, a lo lejos, sobre las olas de medianoche, que golpeaban suavemente el ancho flanco de la ballena, como suaves oleadas en una playa.

Ahab y todos los tripulantes de su lancha parecían dormidos, menos el Parsi; quien, acurrucado junto a la proa, permanecía observando a los tiburones que jugaban espectralmente en torno a la ballena y daban leves golpes con las colas en las ligeras tablas de cedro. Por el aire corrió, en escalofrío, un sonido como los gemidos en escuadrones, sobre el Asfaltites, de fantasmas condenados de Gomorra.

Sobresaltado de su sopor, Ahab, cara a cara, vio al Parsi; y con el aro, a su alrededor, de la tiniebla nocturna, ambos parecían los últimos hombres en un mundo inundado.

—Lo he vuelto a soñar otra vez —dijo aquél.

—¿Los coches fúnebres? ¿No te he dicho, viejo, que para ti no puede haber coche fúnebre ni ataúd?

—¿Y quién que muera en el mar puede tener coche fúnebre?

—Pero dije, viejo, que antes que puedas morir, debe haber tres á que vean claramente dos coches fúnebres en el mar: el primero no hecho por manos mortales; el segundo, de una madera visible que haya crecido en América.

—¡Sí, sí! Extraña visión ésa, Parsi; un coche fúnebre y sus plumas flotando por el océano, con las olas como portadoras. ¡Ah! No veremos pronto tal espectáculo.

—Lo creas o no, no puedes morir hasta que se vea, viejo.

—¿Y qué era eso que decías de ti?

—Aunque sea al fin, yo todavía iré por delante, como tu piloto.

—Y cuando te hayas ido por delante..., si ocurre eso jamás..., entonces, antes que te pueda seguir, ¿debes aparecérteme para seguirme pilotando? ¿No era eso? Bueno, ¡entonces, si yo creyese todo lo que dices, oh, mi piloto! Tengo aquí dos prendas de que todavía mataré a Moby Dick y sobreviviré.

—Toma otra prenda, viejo —dijo el Parsi, mientras sus ojos se encendían como luciérnagas en la tiniebla—: Sólo te puede matar el cáñamo.

—La horca, quieres decir: entonces, soy inmortal, por tierra y por mar —gritó Ahab, con una carcajada de burla—: ¡Inmortal por tierra y por mar!

Ambos quedaron otra vez callados, como un solo hombre. Llegó alba gris; la tripulación soñolienta se levantó del fondo de la lana, y antes de mediodía, la ballena muerta quedaba junto al barco.

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