XCIX   El doblón

Ya se ha contado antes cómo Ahab solía recorrer su alcázar, dando la vuelta regularmente en cada extremo, la bitácora y el palo mayor, pero con la multiplicidad de las demás cosas que requerían narración, no se ha añadido que a veces, en esos paseos, cuando más sumergido estaba en su humor, solía detenerse al dar la vuelta en cada uno de esos dos puntos, y quedarse mirando extrañamente el objeto particular que tenía delante. Cuando se detenía ante la bitácora, con su mirada clavada en la aguja puntiaguda de la brújula, esa mirada se disparaba como una jabalina con la afilada intensidad de su designio; y cuando al continuar otra vez su paseo, se detenía de nuevo ante el palo mayor, entonces, con esa misma mirada remachada en la moneda de oro allí clavada, conservaba el mismo aspecto de firmeza claveteada, sólo tocada por un cierto anhelo salvaje, aunque no esperanzado.

Pero una mañana, al dar media vuelta ante el doblón, pareció quedar nuevamente atraído por las extrañas figuras e inscripciones acuñadas en él, como si ahora empezara por primera vez a interpretar de algún modo monomaníaco los significados que pudieran albergarse en ellas. Y en todas las cosas se alberga algún significado cierto, o de otro modo, todas las cosas valen muy poco, y el mismo mundo redondo no es más que un signo vacío, a no ser como se hace con los cerros de junto a Boston, para venderse por carretadas para rellenar alguna marisma en la Vía Láctea.

Ahora, este doblón era del más puro oro virgen, arrancado en algún sitio del corazón de montes ubérrimos, de los que, a este y oeste, fluyen las fuentes de más de un Pactolo. Y aunque clavado ahora entre todas las herrumbres de los pernos de hierro y el verde gris de las chavetas de cobre, sin embargo, intocable e inmaculado para cualquier impureza, aún conservaba su fulgor de Quito. Y, aunque colocado entre una tripulación inexorable, y aunque a todas horas pasaran junto a él menos inexorables, a través de las inacabables noches envueltas en densa tiniebla, que podrían encubrir cualquier aproximación para un hurto, sin embargo, cada amanecer encontraba el doblón donde lo había dejado al anochecer. Pues estaba apartado y santificado para un fin aterrorizador, y por más que se extralimitaran en sus costumbres de marinos, los tripulantes, de modo unánime, lo reverenciaban en la fatigosa guardia de noche, preguntándose de quién acabaría siendo, y si éste viviría para gastarlo.

Ahora, esas nobles monedas de oro de Sudamérica son como medallas del sol y muestras del trópico. En ellas se acuñan, en lujuriante profusión, palmeras, alpacas, volcanes, discos del sol, estrellas, eclípticas, cuernos de la abundancia y ricas banderas ondeantes; de modo que el precioso oro parece casi obtener más valor y realzar gloria al pasar por esas fantasiosas Casas de Moneda tan hispánicamente poéticas.

Ocurrió por cierto, que el doblón del Pequod era un ejemplo riquísimo de esas cosas. En su canto redondo llevaba las letras: REPÚBLICA DEL ECUADOR: QUITO. De modo que esa brillante moneda Procedía de un país situado en el centro del mundo, bajo el gran ecuador, y con su nombre; y se había acuñado a media altura de los Andes, en el inalterado clima que no conoce otoño. Rodeada por esas letras, se veía la imagen de tres cimas andinas; de una salía una llama; una torre, de otra; de la tercera un gallo cantando; mientras que, en arco sobre ellas, había un segmento del zodíaco en compartimientos con todos los signos marcados con su cabalística habitual, y el sol, como clave del arco, entrando en el punto equinoccial en Libra.

Ante esa ecuatorial moneda se detenía ahora Ahab, no sin ser observado por otros.

«Hay algo siempre egoísta en cumbres de montañas y torres, y todas las demás cosas grandiosas y altivas; mirad aquí, tres picos tan orgullosos como Lucifer. La firme torre es Ahab; el volcán es Ahab; el pájaro valeroso, intrépido y victorioso, es también Ahab; todos son Ahab, y este oro redondo no es sino la imagen del globo más redondo, que, como el espejo de un mago, no hace otra cosa que devolver, a cada cual a su vez, su propio yo misterioso. Grandes molestias, pequeñas ganancias para los que piden al mundo que les explique, cuando él no puede explicarse a sí mismo. Me parece que este sol acuñado presenta una cara rubicunda, pero ¡ved!, sí, ¡entra en el signo de las tormentas, el equinoccio, y hace sólo seis meses que salió rodando de otro equinoccio, en Aries! ¡De tormenta en tormenta! Sea así, pues. ¡Nacido en dolores, es justo que el hombre viva en dolores y muera en estertores! ¡Sea así, entonces! Aquí hay materia sólida para que trabaje en ella el dolor. Sea así, entonces.»

«No hay dedos de hada que puedan haber apretado este oro, sino que las garras del demonio deben haber dejado en él sus marcas desde ayer —murmuró para sí Starbuck, recostándose en las amuradas—. El viejo parece leer la terrible inscripción de Baltasar. Nunca me he fijado atentamente en esa moneda. Ahora baja él; voy a leerla. Un valle oscuro entre tres poderosos picos, levantados contra el cielo, que casi parecen la Trinidad, en algún débil símbolo terrenal. Así, en este valle de Muerte, Dios nos ciñe alrededor; y, por encima de toda nuestra melancolía, el sol de la justicia brillando como faro y como esperanza. Si bajamos los ojos, el sombrío valle muestra su suelo mohoso, pero si los levantamos, el sol sale al encuentro de nuestra mirada, a medio camino, para animarnos. Pero, ay, el gran sol no es cosa fija, y cuando, a medianoche, querríamos arrancarle algún dulce solaz, en vano miramos buscándole: esta moneda me habla con juicio, con benignidad, con sinceridad, pero, sin embargo, con tristeza. La dejaré, no sea que la Verdad me sacuda falsamente.»

«Ya está ahí el viejo mongol —soliloquizó Stubb junto a la destilería—, le ha dado con la varita, y ahí viene Starbuck de eso mismo, los dos con caras que yo diría que podrían tener cerca de nueve brazas de largo. Y todo por mirar un trozo de oro, que si lo tuviera yo ahora en Negro Hill o en Corlaer's Hook, no lo miraría mucho tiempo antes de gastarlo. ¡Hum! en mi pobre e insignificante opinión, lo considero esto extraño. He visto doblones otras veces en mis viajes: los doblones de la vieja España, los doblones de Chile, los doblones de Bolivia, los doblones de Popayán, con abundancia de moidores de oro, y pistolas, y reales y medios reales. ¿Qué puede haber entonces en este doblón del Ecuador que es tan matadoramente maravilloso? ¡Por Golconda! Lo voy a leer una vez. ¡Hola, hay signos y prodigios, ciertamente! Eso, entonces, es lo que el viejo Bowditch, en su Epítome, llama el zodíaco, y mi almanaque de abajo, igual. Buscaré el almanaque, y, lo mismo que he oído decir que se pueden sacar diablos con la aritmética de Daboll, probaré la mano sacando algún significado de estos extraños garabatos de aquí, con el calendario de Massachusetts. Aquí está el libro. Vamos a ver ahora. Signos y prodigios, y el sol va siempre entre ellos. Ejem, ejem, ejem; aquí están, aquí van... todos vivos: Aries o el Carnero; Taurus o el Toro; y ¡Jimimi!; el propio Géminis o los Gemelos. Bueno, el sol da vueltas entre ellos. Sí, aquí en la moneda acaba de cruzar el umbral entre dos de los saloncitos, todos en anillo. ¡Libro!, aquí estás: el hecho es que los libros debéis saber cuál es vuestro sitio. Vosotros servís para darnos las meras palabras y hechos, pero a nosotros nos toca proporcionar los pensamientos. Ésa es mi pequeña experiencia, en cuanto al calendario de Massachusetts, el tratado de navegación de Bowditch, y a la aritmética de Daboll. Signos y prodigios, ¿eh? ¡Lástima si no hay nada prodigioso en los signos, y nada significativo en los prodigios! En algún sitio hay una clave; espera un poco; ¡chissst... escucha! ¡Por Júpiter, que ya lo tengo! Mira, Doblón, este zodíaco que tienes aquí es la vida del hombre en un solo capítulo redondo, y ahora lo voy a leer, tal como sale del libro. ¡Vamos, Almanaque! Para empezar: ahí está Aries, o el Carnero, animal lujurioso, que nos engendra; luego, Taurus, el Toro: nos embiste para empezar; luego Géminis, los Gemelos, esto es, la Virtud y el Vicio; tratamos de alcanzar la Virtud, cuando he aquí que viene Cáncer el Cangrejo, y nos arrastra detrás; y ahí, saliendo de Virtud, Leo, un León rugiente, se tiende en el camino: da unos pocos mordiscos feroces y lanza malhumorado un zarpazo; escapamos, y saludamos a Virgo, ¡la Virgen!; es nuestro primer amor; nos casamos y creemos ser felices para siempre, cuando, paf, sale Libra, o la Balanza: la felicidad pesada y hallada escasa; y mientras estamos muy tristes por eso, ¡Señor, qué rápidamente brincamos, cuando Scorpio, el Escorpión, nos pica en el trasero!; nos estamos curando la herida, cuando ¡bang! las flechas llueven alrededor: se está divirtiendo Sagitario, el Arquero. Mientras nos arrancamos las flechas, ¡a un lado!, ahí viene el ariete, Capricornio, el Macho Cabrío; lleno de ímpetu, llega precipitado, y somos lanzados de cabeza; entonces Acuarius, el Aguador, vierte todo su diluvio y nos inunda; y para terminar, dormimos con Piscis, los Peces. Hay ahora un sermón, escrito en el alto cielo, y el sol lo recorre todos los años, y sin embargo sale de él vivo y animado. Alegremente, allá arriba, rueda a través de fatiga y apuro; y así, aquí abajo, hace el alegre Stubb. ¡Ah, alegre es la palabra para siempre! ¡Adiós, Doblón! Pero, alto; ahí viene el pequeño "Puntal'; vamos a dar la vuelta a la destilería, entonces, y oigamos lo que tiene que decir. Ea; está delante del oro; terminará por salir con algo al fin. Eso, eso, ya está empezando.»

«No veo nada aquí, sino una cosa redonda hecha de oro; y quienquiera que señale una cierta ballena, esa cosa redonda le pertenece. Entonces ¿a qué viene todo ese mirar? Vale dieciséis dólares, es verdad; y a dos centavos el cigarro, son novecientos sesenta cigarros. No fumaré pipas sucias como Stubb, pero me gustan los cigarros, y aquí hay novecientos sesenta: así que allá va Flask a la cofa a acecharlos.»

«¿He de llamarlo a esto sensato o necio, entonces? Si es realmente sensato, tiene aspecto necio; pero si realmente es necio, entonces tiene una especie de aspecto sensato. Pero, espera, ahí viene nuestro viejo de la isla de Man; el antiguo cochero de entierro, que es lo que debió ser antes de darse a la mar. Ahora orza ante el doblón; anda y da la vuelta al otro lado del mástil; bueno, en ese lado hay una herradura clavada; y ya vuelve: ¿qué significa eso? ¡Atención! Está murmurando: una voz como un viejo molinillo de café estropeado. ¡Aguza las orejas y escucha!»

«Si se descubre la ballena blanca, debe ser en tal mes y tal día que el sol se encuentre en algunos de estos signos. He estudiado los signos, y conozco sus marcas: me los enseñó, hace cuarenta años, la vieja bruja de Copenhague. Ahora ¿en qué signo estará entonces el sol? En el signo de la herradura, pues ahí está, enfrente mismo del oro. ¿Y cuál es el signo de la herradura? El león es el signo de la herradura: el león rugiente y devorador. ¡Barco, viejo barco! Mi vieja cabeza tiembla de pensar en ti.»

«Aquí hay ahora otra versión, pero sigue siendo un mismo texto. Ya veis, toda clase de hombres en una sola especie de mundo. ¡Apartarse otra vez! Ahí viene Queequeg..., todo tatuaje..., parece él mismo los signos del zodíaco. ¿Qué dice el caníbal? Como que estoy vivo, que compara notas; mira su hueso del muslo; piensa que el sol está en el muslo, o en la pantorrilla, o en las tripas, supongo, igual que las viejas de la aldea hablan de la astronomía del cirujano. Y, por Júpiter, que ha encontrado algo en la cercanía de ese muslo: supongo que es Sagitario, o el Arquero. No; él no entiende nada de ese doblón: lo toma por un viejo botón de unos pantalones de rey. Pero ¡otra vez a un lado!; ahí viene ese diablo fantasmal, Fedallah; con la cola enrollada para que no se le vea, como de costumbre, y con estopa en las punteras de las botas, como de costumbre. ¿Qué dice, con ese aspecto suyo? Ah, sólo hace un signo al signo y se inclina: hay un sol en la moneda: adorador del fuego, podéis estar seguros. ¡Oh, más y más! Por ahí viene Pip... ¡pobre muchacho! ojalá hubiera muerto él, o yo; me da casi horror verle. Él también ha observado a todos estos intérpretes, incluido yo mismo... y mira ahora: viene a leer, con esa cara de idiota sobrenatural. Otra vez a un lado, y oigamos qué dice. ¡Atención!»

«Yo miro, tú miras, él mira; nosotros miramos, vosotros miráis, ellos miran.»

«¡Por mi vida, si ha estudiado la Gramática de Murray! ¡Mejorando su espíritu, pobre muchacho! Pero veamos qué dice ahora... ¡chist!»

«Yo miro, tú miras, él mira; nosotros miramos, vosotros miráis, ellos miran.»

«Vaya, lo está aprendiendo de memoria; chissst, otra vez.»

«Yo miro, tú miras, él mira; nosotros miramos, vosotros miráis, ellos miran.»

«Bueno, es divertido.»

«Y yo, y tú, y él, y nosotros, vosotros y ellos, somos todos murciélagos, y yo soy un cuervo, sobre todo cuando me subo encima de ese pino. ¡Co, co, co, co, co, co! ¿No soy un cuervo? ¿Y dónde está el espantacuervos? Ahí está: dos huesos metidos en unos pantalones viejos, otros dos encajados en las mangas de una chaqueta vieja.» «¿Si se referirá a mí? ¡Un cumplimiento! ¡Pobre muchacho! Podría irme a ahorcar. De todos modos, por ahora, dejaré la proximidad de Pip. Puedo aguantar a los demás, porque tienen la cabeza en su sitio, pero éste es demasiado loco y chistoso para mi cordura. Así, así; le dejo mascullando.»

«Ahí está el ombligo del barco, este doblón, y ahí están todos inflamados por desatornillarlo. Pero, desatornillaos el ombligo, y ¿cuál es la consecuencia? Pero, por otro lado, si sigue ahí, eso es feo, también, pues cuando se clava algo al mástil es signo de que las cosas se ponen desesperadas. ¡Ja, ja, viejo Ahab!, la ballena blanca: ¡ella os clavará! Ése es un pino. Mi padre, en el viejo condado de Tolland, cortó una vez un pino, y encontró un anillo de plata que le había crecido, el anillo de boda de algún viejo negro. ¿Cómo había llegado allí? Y eso dirán en la resurrección, cuando lleguen a pescar este viejo mástil, y encuentren un doblón metido en él, con ostras incrustadas en vez de la corteza áspera. ¡Ah, el oro, el precioso, precioso oro! El avaro verde pronto te atesorará. ¡Chist, chist! Dios va por los mundos buscando zarzamoras. ¡Cocinero! ¡Eh, cocinero! ¡Ven a guisarnos! ¡Jenny! ¡Eh, eh, eh, eh, Jenny! ¡Ven a hacernos nuestra torta de maíz!»

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