XCVIII   Estiba y limpieza

Ya se ha relatado cómo el gran leviatán es señalado a gritos desde el mastelero, cómo se le persigue por los páramos acuáticos, y cómo se hace su matanza en los valles de la profundidad; cómo luego es remolcado junto al barco y decapitado; y cómo (conforme al principio que autorizaba al verdugo de antaño a quedarse las vestiduras con que muriera el degollado) su gran gabán almohadillado se convierte en propiedad de su ejecutor; cómo, en el momento oportuno, es condenado a las calderas, y lo mismo que Shadrach, Meshach y Abednego, su esperma, aceite y huesos pasan intactos por el fuego; pero ahora queda por concluir el último capítulo de esta parte de la descripción recitando —cantando, si soy capaz— el romántico proceso de trasvasar su aceite a los barriles y bajarlos a la sentina, donde una vez más regresa el leviatán a sus profundidades nativas, deslizándose bajo la superficie como antes, pero ¡ay! para no volver jamás a subir y a soplar.

Todavía tibio, el aceite, como el ponche caliente, entra en los toneles de seis barrels, y quizá, en tanto que el barco avanza cabeceando y balanceándose por el mar de medianoche, los enormes toneles se hacen rodar y se vuelcan, un extremo tras otro, y a veces se escapan peligrosamente por la resbalosa cubierta, como aludes, hasta que por fin son sujetos y frenados en su camino, mientras que alrededor, tac, tac, golpean los aros todos los martillos que pueden caer sobre ellos, pues ahora todo marinero es tonelero ex officio.

Al fin, cuando se mete en barril la última pinta de aceite, y todo se enfría, se abren las grandes escotillas, dejando al aire las tripas del barco, y bajan los toneles a su reposo final en el mar. Hecho esto, se vuelven a colocar las escotillas y se cierran herméticamente, como un armario emparedado.

En la pesca del cachalote, éste es quizá uno de los episodios más notables de todo el asunto. Un día las tablas desbordan torrentes de sangre y aceite; en el sagrado alcázar se amontonan profanamente enormes masas de la cabeza del cetáceo; hay alrededor grandes toneles oxidados; el humo de la destilería ha llenado de hollín las batayolas; los marineros andan por ahí llenos de untuosidad; el barco entero se parece al propio leviatán, mientras que por todas partes hay un ruido ensordecedor.

Pero un día o dos después, mirad a vuestro alrededor, y aguzad las orejas en el mismísimo barco; si no fuera por las delatoras lanchas y destilerías, juraríais que pisáis algún silencioso buque mercante, con un capitán escrupulosamente pulcro. El aceite de esperma sin manufacturar posee una singular capacidad de limpieza. Esa es la razón por la que las cubiertas nunca tienen un aspecto tan blanco como después de lo que ellos llaman un trabajo de aceite. Además, con las cenizas de los restos quemados de la ballena, se hace en seguida una poderosa lejía, y esta lejía acaba rápidamente con cualquier pegajosidad del lomo del cetáceo que pueda seguir adherida al costado. Los marineros van con toda diligencia a lo largo de las amuradas y con baldes de agua y trapos les devuelven su total limpieza. Se rasca el hollín de las jarcias bajas. Todos los numerosos instrumentos que se han usado se limpian y guardan con análoga fidelidad. Se restriega la gran escotilla y se pone sobre la destilería, ocultando por completo las marmitas; no queda un tonel a la vista; y todos los aparejos se amontonan en rincones ocultos; y cuando, con la diligencia combinada y simultánea de casi toda la tripulación del barco, se concluye por fin la totalidad de este deber concienzudo, los tripulantes comienzan sus propias abluciones, se mudan de pies a cabeza, y por fin salen a la cubierta inmaculada, todos frescos y radiantes como novios recién llegados de la más refinada Holanda.

Ahora, con paso animado, recorren las tablas en grupos de dos y tres y charlan humorísticamente sobre salones, sofás, alfombras y finas batistas; proponen esterar la cubierta; piensan en tener cortinajes en la cofa, y no les parecía mal tomar el té a la luz de la luna en el mirador del castillo de proa. Sería casi un atrevimiento insinuar a tan almizclados marineros algo sobre el aceite, los huesos y la grasa. No conocen esas cosas a que aludís lejanamente. ¡Fuera, y a buscar servilletas!

Pero atención: allá arriba, en las tres cofas, hay tres hombres dedicados a acechar más ballenas, que si se cazan, volverán a manchar sin remedio el antiguo mobiliario de roble, y dejarán caer por lo menos alguna manchita de grasa en algún sitio. Sí, y en muchas ocasiones, después de los más severos trabajos sin interrupción, que no conocen noches, continuando seguidos durante noventa y seis horas; después que ellos han salido de la lancha, donde se han hinchado las muñecas remando todo el día por el ecuador, sólo para subir a cubierta llevando enormes cadenas, y mover el pesado cabrestante y cortar y tajar, sí, y en sus mismos sudores, ser ahumados y quemados otra vez por los combinados fuegos del sol ecuatorial y de la ecuatorial refinería; cuando, a continuación de esto, se han agitado para limpiar el barco y dejarlo como un inmaculado salón de lechería, muchas veces, estos pobres hombres, al abotonarse apenas sus chaquetones limpios, se ven sobresaltados por el grito de «¡Ahí sopla!», y vuelan allá a combatir con otra ballena, y volver a pasar por todo este fatigoso asunto. ¡Ah, amigo mío, pero esto es matar hombres! Sin embargo, esto es la vida. Pues apenas los mortales, con largos esfuerzos, hemos extraído de la vasta mole del mundo su escaso, pero valioso aceite de esperma, y luego, con fatigada paciencia, nos hemos limpiado de sus suciedades, y aprendido a vivir aquí en limpios tabernáculos del alma; apenas se ha hecho esto, cuando ¡ahí sopla! se ve surgir el chorro del espectro, y nos hacemos a la vela para combatir contra otro mundo, y volver a pasar por la vieja rutina de la vida joven.

¡Ah, la metempsicosis! ¡Oh, Pitágoras, que en la clara Grecia, hace dos mil años, moriste tan bueno, tan sabio, tan benévolo; en mi último viaje a lo largo de la costa del Perú he navegado contigo, y, aun tan necio como soy, te he enseñado a ti, simple muchacho bisoño, a empalmar una jarcia!

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