XLVII  El esterero

Era una tarde nublada y bochornosa; los marineros vagaban perezosamente por las cubiertas, o miraban con aire ausente a las aguas plomizas. Queequeg y yo estábamos pacíficamente ocupados en tejer lo que se llama una «estera de sable», como amortiguador adicional para nuestra lancha. Tan tranquila y silenciosa era toda la escena, y sin embargo, no sé cómo, tan cargada de presagios, y en el aire flotaba tal hechizo de fiesta, que cada silencioso marinero parecía disuelto en su propio yo invisible.

Yo era el asistente o criado de Queequeg, ocupado en la estera. Mientras pasaba y repasaba el relleno o trama de merlín entre los largos hilos de la urdimbre, usando mi propia mano como lanzadera, y mientras Queequeg puesto de medio lado, de vez en cuando deslizaba su pesado sable de encina entre los hilos, y apartando la mirada ociosamente hacia el agua, descuidado y sin pensar, llevaba a su sitio cada hilo: digo que tan extraño aire de sueño reinaba entonces sobre el barco y sobre todo el mar, sólo roto por el sonido sordo e intermitente del sable, que parecía que aquello fuera el Telar del Tiempo, y yo mismo fuera una lanzadera tejiendo y tejiendo los Hados. Allí estaban los hilos fijos de la urdimbre, sujetos a una única vibración insistente e inalterable, y esa vibración era meramente suficiente para dejar pasar la mezcla entrecruzada de otros hilos con el suyo propio. Esta urdimbre parecía la Necesidad; y aquí, pensaba yo, con mi propia mano paso mi lanzadera y tejo mi destino entre estos hilos inalterables. Mientras tanto, el indiferente e impulsivo sable de Queequeg, a veces golpeando la trama de medio lado, o torcido, o fuerte, o débil, según fuera el caso, y produciendo, con esa indiferencia en el golpe conclusivo, un contraste correspondiente en el aspecto final del tejido terminado; el sable de este salvaje, pensaba yo, que así da forma final y contextura tanto a la urdimbre como a la trama; ese tranquilo e indiferente sable debe ser el Azar: sí, el alar, el libre albedrío, y la necesidad; de ningún modo incompatibles, sino trabajando juntos y entretejidos. La recta trama de la necesidad, que no se ha de desviar de su curso definitivo; pues cada una de sus vibraciones alternantes, en efecto, sólo tiende a esto: el libre albedrío, todavía libre para pasar la lanzadera entre los hilos; y el azar, aunque sujeto en su juego a las líneas rectas de la necesidad, y dirigido lateralmente en sus movimientos por la libre voluntad, aun así prescrito por ambos, los va dirigiendo alternativamente, y da a los acontecimientos el último golpe configurador.

Así tejíamos y tejíamos cuando me sobresalté ante un sonido tan extraño, prolongado y musicalmente salvaje y sobreterrenal, que cayó de mi mano el ovillo de libre albedrío, y me quedé mirando a las nubes de donde bajaba esa voz como un ala. En lo alto de los canes del palo estaba aquel loco Gay-Head, Tashtego. Su cuerpo se echaba ansiosamente hacia delante, y a intervalos breves y súbitos, continuaba sus gritos. Por supuesto, el mismo sonido se oyó quizá en ese mismo momento por los mares, lanzado por centenares de vigías balleneros elevados en el aire, a la misma altura, pero de pocos de esos pulmones podía el viejo grito acostumbrado haber sacado tan maravillosa cadencia como de los de Tashtego el indio.

Al verle cerniéndose por encima, medio suspendido en el aire, escudriñando el horizonte de modo tan loco y ansioso, se le habría creído un profeta o vidente observando las sombras del Hado, y anunciando su llegada con esos locos gritos.

—¡Allí sopla ¡Allí, allí, allí!, ¡sopla, sopla!

—¿Por dónde?

—¡De través a sotavento, a unas dos millas! ¡Una manada de ellas! Al momento, todo fue conmoción.

El cachalote sopla como el tictac de un reloj, con la misma uniformidad infalible y segura. Y por eso distinguen los balleneros este pez entre las diferentes tribus de su género.

—¡Allí van colas! —fue ahora el grito de Tashtego, y las ballenas desaparecieron.

—¡Deprisa, mayordomo! —gritó Ahab—. ¡La hora, la hora!

Dough-Boy bajó deprisa, lanzó una mirada al reloj e informó a Ahab del minuto exacto.

El barco abatió, y continuó balanceándose suavemente por delante del viento. Como Tashtego informó de que las ballenas se habían sumergido avanzando a sotavento, mirábamos confiados para verlas otra vez delante mismo de nuestra proa. Pues esa singular astucia a veces mostrada por el cachalote cuando, zambulléndose con la cabeza hacia una dirección, sin embargo, mientras está oculto bajo la superficie, da media vuelta y nada rápidamente en sentido opuesto, ese carácter engañoso, ahora no podía estar en acción, pues no había motivo para suponer que los peces vistos por Tashtego estuvieran de ningún modo alarmados, ni en absoluto supieran de nuestra cercanía. Uno de los hombres elegidos para guardar los barcos —es decir, de los que no están designados para las lanchas— relevó entonces al indio en la cofa del palo mayor. Los marineros del trinquete y del palo de mesana habían bajado; se pusieron en su sitio las tinas de estacha; se sacaron las grúas, se dio atrás a la verga mayor, y las tres lanchas se balancearon sobre el mar como tres cestos de hinojo sobre altos acantilados. Fuera de las amuras, sus ansiosas tripulaciones se agarraron con una mano al pasamano, mientras apoyaban expectantemente un pie en la borda. Tal aspecto tiene la larga línea de marineros de un barco de guerra a punto de lanzarse al abordaje de un barco enemigo.

Pero en ese momento crítico se oyó una exclamación repentina que apartó todas las miradas de la ballena. Con un sobresalto, todos fijaron la mirada en el sombrío Ahab, quien estaba rodeado por cinco fantasmas oscuros que parecían recién formados del aire.

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