XLVI  Hipótesis

Aunque, consumido por el cálido fuego de su propósito, Ahab tenía siempre a su vista la captura definitiva de Moby Dick, en todos sus pensamientos y acciones; aunque parecía dispuesto a sacrificar todos los intereses mortales a esa pasión única; sin embargo, quizá ocurría que, por naturaleza y largo hábito, estaba demasiado consustanciado con el feroz modo de ser del ballenero para abandonar del todo el interés colateral del viaje. O al menos, si' era de diverso modo, no faltaban otros motivos con influjo mucho mayor en él. Sería afinar demasiado, quizá aun considerando su monomanía, sugerir que su vengatividad hacia la ballena blanca podía haberse extendido en algún prado a todos los cachalotes, y que cuantos más monstruos mataba, tanto más multiplicaba las probabilidades de que la ballena encontrada a continuación resultase ser, la odiada ballena que perseguía. Pero si tal hipótesis es realmente objetable, había aún consideraciones adicionales que, aunque no estrictamente de acuerdo con la locura de su pasión dominante, no eran de ningún modo incapaces de desviarle.

Para cumplir su objetivo, Ahab debía usar instrumentos; y de todos los instrumentos usados en todo el mundo sublunar, los hombres son los más capaces de estropearse. Él sabía, por ejemplo, que por magnético que fuera su ascendiente en muchos aspectos sobre Starbuck, ese ascendiente no cubría toda su humanidad espiritual, por lo mismo que la mera superioridad corporal no implica el dominio intelectual; pues respecto a lo puramente espiritual, lo intelectual está en una suerte de relación corporal. El cuerpo de Starbuck y la coaccionada voluntad de Starbuck eran de Ahab mientras que Ahab mantuviera su magnetismo sobre el cerebro de Starbuck; pero él sabía, con todo eso, que su primer oficial aborrecía la búsqueda del capitán, y, si pudiera, de buena gana se separaría de ella, o incluso la frustraría. Podría ocurrir que transcurriese un largo intervalo antes que se viera la ballena blanca. Durante ese largo intervalo, Starbuck siempre estaría dispuesto a entrar en abiertas recaídas de rebelión contra el dominio de su capitán, a no ser que se hicieran actuar sobre él ciertas influencias ordinarias, prudentes y circunstanciadas. No solamente eso, sino que la sutil demencia de Ahab respecto a Moby Dick no se manifestaba de modo más significativo que en su superlativa sensatez y astucia al prever que, por el momento, la caza debía despojarse de alguna manera de esa extraña impiedad imaginativa que la revestía por naturaleza: que todo el terror del viaje debía quedar retirado al fondo oscuro (pues pocos hombres tienen un valor a prueba de una prolongada meditación no aliviada por la acción); que, mientras hacían sus largas guardias nocturnas, sus oficiales y marineros debían tener algunas cosas más inmediatas en que pensar que en Moby Dick. Pues por mucho ímpetu y empeño con que la salvaje tripulación hubiera saludado el anuncio de su persecución, sin embargo, todos los marineros de cualquier especie son más o menos caprichosos y poco de fiar —viven en el cambiante tiempo exterior, y aspiran su volubilidad—, y cuando se les retiene para algún objeto remoto y vacío en su persecución, por más que prometa vida y pasión al final, se requiere, más que nada, que intervengan intereses y ocupaciones temporales que les mantengan saludablemente en suspenso para el ataque final.

Y tampoco se olvidaba Ahab de otra cosa. En tiempos de fuerte emoción, la humanidad desdeña todas las consideraciones bajas, pero esos tiempos se desvanecen. «La condición constitucional y permanente del hombre, tal como está fabricado —pensaba Ahab—, es la sordidez. Aun concediendo que la ballena blanca incite plenamente los corazones de esta mi salvaje tripulación, y que, dando vueltas a su salvajismo, llegue incluso a producir en ellos cierta generosidad de caballeros andantes, sin embargo, mientras que por su amor persiguen a Moby Dick, deben también tener alimento para sus apetitos más comunes y cotidianos. Pues aun los elevados y caballerescos cruzados de tiempos antiguos no se contentaban con atravesar dos mil millas de tierra para luchar por su Santo Sepulcro, sin cometer robos, hurtar bolsas, y obtener otras piadosas preparaciones por el camino. Si se hubieran atenido estrictamente a su único y romántico objetivo final, demasiados habrían vuelto la espalda a ese romántico objetivo final. «No despojaré a estos hombres —pensaba Ahab de todas su esperanzas de dinero; sí, dinero. Ahora quizá desprecien el dinero, pero que pasen varios meses sin que tengan en perspectiva una promesa de dinero, y entonces este mismo dinero ahora silencioso se amotinará de repente en ellos, y ese mismo dinero pronto liquidará a Ahab.»

Tampoco faltaba otro motivo de precaución más relacionado personalmente con Ahab. Habiendo revelado, probablemente de modo impulsivo y quizá algo prematuro, el principal, pero personal objetivo del viaje del Pequod Ahab ahora tenía plena conciencia de que, al hacerlo así, se había expuesto indirectamente a la acusación sin respuesta de ser un usurpador; y su tripulación, si así se le antojaba y era capaz de ello, y con perfecta impunidad, moral y legal, podía rehusarle toda sucesiva obediencia, y aun arrancarle violentamente del mando. Desde luego, Ahab debía tener gran afán de protegerse de ser acusado, aun por mera sugestión, de usurpación, y de las posibles consecuencias de que ganara terreno semejante impresión reprimida. Para protegerse no tenía sino su propio cerebro dominante, su corazón y sus manos, respaldados por una atención, vigilante y estrechamente calculadora, hacia toda menuda influencia atmosférica a que fuera posible que se sujetara su tripulación.

Por todas esas razones, pues, y otras quizá demasiado analíticas para desarrollarse aquí verbalmente, Ahab veía claramente que aún debía continuar en buena medida siendo fiel al propósito natural y nominal del viaje del Pequod; observar todos los usos acostumbrados, y, no sólo eso, sino obligarse a evidenciar su conocido interés apasionado en la tarea general de su profesión.

Sea como sea todo esto, su voz se oía ahora a menudo llamando a los tres vigías y exhortándoles a mantener una aguda vigilancia, sin dejar de señalar ni una marsopa. Esa vigilancia no tardó en tener recompensa.

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