CXII   El herrero

Aprovechando el tiempo suave, frescamente estival, que entonces reinaba en esas latitudes, y como preparación para los trabajos especialmente activos que se esperaban para pronto, Perth, el viejo herrero tiznado y encallecido, no se había vuelto a llevar la forja portátil a la bodega, tras de concluir su trabajo de contribución a la pierna de Ahab, sino que la seguía teniendo en cubierta, firmemente sujeta a unos cáncamos junto al palo trinquete, ya que ahora era casi incesantemente requerido por los jefes de lancha, arponeros y remeros de proa, para que les hiciera algún pequeño trabajo; alterando, reparando o dando nueva forma a sus diversas armas y adminículos de las lanchas. A menudo estaba rodeado por un círculo ansioso, todos en espera de que les sirvieran, sosteniendo azadas de lancha, puntas de pica, arpones, lanzas, y vigilando celosamente todos sus enhollinados movimientos mientras trabajaba. No obstante, el martillo de este hombre era un martillo paciente blandido por un brazo paciente. De él no salían murmullos, ni impaciencias, ni petulancias. Silencioso, lento y solemne, inclinando aún más su espalda de vez en cuando rota, seguía trabajando como si el trabajo fuera la vida misma, y el pesado golpear del martillo fuera el pesado golpear de su corazón. Y así era. ¡Qué desdichado!

Unos peculiares andares de este viejo ciertas guiñadas leves pero al parecer dolorosas, en su paso, habían excitado al principio la curiosidad de los marineros. Y por fin había cedido al importunar de sus insistentes preguntas, y así había llegado a ocurrir que todos conocían ya la vergonzosa historia de su mísero destino.

Habiéndose retardado, y no de modo inocente, una dura noche de invierno, en el camino entre dos aldeas, el herrero, en semiestupidez, había notado la mortal insensibilidad que le invadía, y había buscado refugio en un cobertizo torcido y echado a perder. El resultado fue la pérdida de los dedos de ambos pies. De esa revelación, poco a poco, salieron por fin los cuatro actos de alegría, y el quinto acto, largo, pero todavía sin catástrofe, del dolor del drama de su vida.

Era un viejo que, casi a la edad de sesenta años, había encontrado tardíamente eso que en la técnica de la tristeza se llama ruina. Había sido un artesano de afamada excelencia, y con mucho que hacer; había tenido casa y jardín; había abrazado a una esposa cariñosa y juvenil, que parecía su hija, y a tres niños alegres y sanos; todos los domingos iba a una iglesia de alegre aspecto, situada en un bosquecillo. Pero una noche, bajo la defensa de la oscuridad, y oculto también bajo astuto disfraz, un ladrón terrible se había deslizado en ese hogar feliz y se lo había robado todo. Y lo que es aún más triste de contar, el propio herrero, de modo ignorante, había llevado aquel ladrón al corazón de su familia. ¡Era el Brujo de la Botella! Al abrirse el tapón fatal, salió volando el enemigo, y arrasó la casa. Ahora: por prudentes, sabias y económicas razones, la tienda del herrero estaba en el piso bajo de su casa, pero con entrada separada, de modo que la joven, cariñosa y saludable esposa, escuchaba, no con nerviosismo desgraciado, sino con placer vigoroso, el fuerte son del martillo de su viejo marido de brazos jóvenes, cuyas repercusiones, veladas al pasar por suelos y paredes, subían hasta ella con dulzura, en el cuarto de los niños; y así, con la férrea nana del robusto trabajo, los niños del herrero se dormían arrullados.

¡Ah, desgracia sobre desgracia! ¡Ah, Muerte!, ¿por qué no puedes ser oportuna a veces? Si te hubieras llevado contigo al viejo herrero antes que cayese sobre él toda su ruina, entonces la joven viuda hubiera tenido un dolor con delicia, y los huérfanos hubieran tenido un progenitor verdaderamente venerable y legendario con que soñar en sus años venideros; y todos ellos, una herencia que matara los cuidados. Pero la Muerte se llevó a algún virtuoso hermano mayor, de cuyo trabajo diario, entre silbidos, pendían por completo las responsabilidades de alguna otra familia, y dejó en pie a aquel viejo, peor que inútil, hasta que la horrible putrefacción de la vida le hiciera más fácil de cosechar.

¿Para qué contarlo todo? Los golpes del martillo en el piso bajo se espaciaron cada día más, y, cada día, cada golpe se hacía más débil que el anterior: la esposa se sentó helada junto a la ventana, con ojos sin lágrimas, mirando refulgentes a las caras llorosas de los niños; el fuelle cayó: la forja se atragantó de cenizas; la casa se vendió; la madre se hundió en la larga hierba del camposanto; los hijos, en dos veces la siguieron allí; y el viejo, sin casa ni familia, se fue tambaleando, vagabundo enlutado; sin respeto para sus dolores, y con su cabeza encanecida hecha desprecio de los rizos de oro.

La muerte parece la única consecuencia deseable para una carrera como ésta: pero la Muerte es sólo un lanzamiento a la región de lo extraño No-probado; es sólo el primer saludo a las posibilidades de lo inmensamente Remoto, lo Salvaje, lo Acuático, lo Sin Orillas; por tanto, para los ojos, ávidos de muerte, de tales hombres, que todavía tienen algún reparo interior contra el suicidio, el océano, que todo lo recibe y a que todo contribuye, extiende incitantemente toda su llanura de inimaginables terrores subyugadores, y maravillosas aventuras de nueva vida; y, desde los corazones de infinitos Pacíficos, las mil sirenas les cantan: «Ven aquí, tú, el de corazón destrozado; aquí hay otra vida sin la deuda del intermedio de la muerte: aquí hay maravillas sobrenaturales sin morir por ellas. ¡Ven acá!, sepúltate en una vida que, para tu mundo de tierra, igualmente aborrecido y aborrecedor, está más llena de olvido que la muerte. ¡Ven acá! Erige también tu lápida en el cementerio, y ¡ven acá, hasta que nos casemos contigo!».

Escuchando esas voces, al oeste y al este, al amanecer y al caer el sol, el alma del herrero respondió: «¡Sí, ya voy!». Y así Perth se fue a la caza de ballenas.

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