CXIII   La forja

Con barba enredada, y fajado en un hirsuto delantal de piel de tiburón, hacia mediodía, Perth estaba entre su forja y su yunque, éste situado en un tronco de palo-de-hierro, metiendo con una mano una punta de pica entre los carbones, y con la otra dándole al fuelle cuando llegó el capitán Ahab con una pequeña bolsa de cuero, de aspecto herrumbroso, en la mano. Todavía a breve distancia de la forja, el malhumorado Ahab se detuvo, hasta que por fin Perth retiró el hierro del fuego y empezó a martillarlo en el yunque, con la roja masa enviando las centellas en densos enjambres volantes, algunos de los cuales pasaban junto a Ahab.

—¿Son ésos tus pájaros de tormenta, Perth? Siempre vuelan en tu estela: pájaros de buen agüero, también, pero no para todos: mira, queman, pero tú..., tú vives entre ellos en una chamuscadura.

—Porque estoy chamuscado entero, capitán Ahab —contestó Perth, apoyándose por un momento en el martillo—: estoy más allá de las chamusquinas, y no es fácil chamuscar una cicatriz.

—Bueno, bueno, basta. Tu voz encogida suena para mí de un modo demasiado tranquilo, sensatamente doloroso para mí. Yo, que no estoy en ningún paraíso, me impaciento de todas las desgracias en los demás que no estén locos. Tú deberías volverte loco, herrero; di, ¿por qué no te vuelves loco? ¿Cómo puedes aguantar sin volverte loco? ¿Te odian todavía los cielos, que no te pueden volver loco?... ¿Qué estabas haciendo ahí?

—Soldando una vieja punta de pica, capitán: tenía grietas y mellas.

—¿Y puedes volverla a dejar toda lisa, herrero, después de tan duro empleo como ha tenido?

—Creo que sí, capitán.

—Y supongo que puedes pulir otra vez, herrero, cualquier grieta o mella, por duro que sea el metal, ¿no, herrero?

—Sí, capitán, creo que puedo: todas las grietas y mellas, menos una.

—Mira, entonces —exclamó Ahab, avanzando apasionadamente y apoyándose con las dos manos en los hombros de Perth—, mira aquí..., aquí..., ¿puedes alisar una grieta como ésta, herrero? —pasándose una mano por la frente surcada—: Si pudieras, herrero, de buena gana pondría la cabeza en tu yunque, y sentiría tu martillo más pesado entre los ojos. ¡Contesta! ¿Puedes alisar esta grieta?

—¡Ah! ¿Es ésa, capitán? ¿No dije que todas las grietas y mellas menos una?

—Sí, herrero, ésa es; así, hombre, ésa no se puede alisar; pues aunque sólo la veas aquí, en mi carne, se ha metido hasta el hueso del cráneo..., ¡ése está todo arrugado! Pero basta de juegos de niños; basta por hoy de ganchos y picas. ¡Mira aquí! —agitando la bolsa de cuero, como si estuviera llena de monedas de oro—: Yo también quiero que me hagas un arpón; uno que no puedan partir mil yuntas de demonios, Perth; algo que se le pegue a la ballena como su propio hueso de la aleta. Este es el material —sacudiendo la bolsa sobre el yunque—. Mira, herrero, aquí he reunido pedazos de clavos de las herraduras de acero de caballos de carreras.

—¿Trozos de clavos de herraduras, capitán? Vaya, capitán Ahab, entonces tiene aquí el material mejor y más duro con que trabajamos jamás los herreros.

—Ya lo sé, viejo; estos trozos se soldarán como cola sacada de huesos fundidos de criminales. ¡Deprisa! Fórjame el arpón. Y fórjame primero doce puntas para el hierro y martilla juntas esas doce como las filásticas y cabos de guindaleza. ¡Deprisa! ¡Yo atizaré el fuego!

Cuando por fin estuvieron hechas las doce varillas, Ahab las probó, una tras otras, curvándolas con su propia mano en torno a un largo y pesado perno de hierro.

—¡Un defecto! —dijo, rechazando la última—. Vuelve a trabajar ésta, Perth.

Hecho esto, Perth se disponía a empezar a soldar las doces en una, cuando Ahab le sujetó la mano, y dijo que quería soldar su propio hierro. Mientras él, con jadeos regulares, martillaba en el yunque, Perth, pasándole las puntas candentes, una tras otra, con la atizada forja lanzando intensa llama vertical, el Parsi pasó silencioso, e inclinó la cabeza hacia el fuego, pareciendo invocar alguna maldición o alguna bendición sobre el trabajo. Pero, al levantar Ahab la mirada, se deslizó a un lado.

—¿Qué hace así esa pandilla de luciferes? —murmuró Stubb, mirando desde el castillo de proa—: Ese Parsi huele el fuego como una mecha, y él mismo huele a fuego como la cazoleta caliente de mosquete.

Por fin el hierro, en una sola tira completa, recibió el calor final; y Perth lo sumergió todo siseante en el barril de agua que tenía al lado, y el vapor abrasador se disparó a la cara inclinada de Ahab.

—¿Me quieres marcar, Perth? —dijo, echándose atrás un momento, de dolor—; entonces, ¿no he hecho más que forjar mi propio hierro de marcar?

—No lo quiera Dios, pero me temo algo, capitán Ahab. ¿No es este arpón para la ballena blanca?

—¡Para el demonio blanco! Pero ahora, el filo; tienes que hacerlo tú mismo, hombre. Aquí están mis navajas de afeitar: el mejor acero: toma, y haz el filo tan agudo como las agujas de la nevisca del mar de Hielo.

Por un momento, el viejo herrero miró las navajas como si no tuviera deseos de usarlas.

Tómalas, hombre, no me hacen falta: pues ahora ni me afeito, ni ceno, ni rezo hasta que..., pero ¡vamos!..., ¡al trabajo!

Configurado al fin en forma de flecha, y soldado por Perth al asta, el acero pronto remató el extremo del hierro, y el herrero, al ir a dar su calor final al filo, antes de templarlo, gritó a Ahab que le pusiera cerca el tonel de agua.

—¡No, no..., nada de agua para eso! Lo quiero de temple de auténtica muerte. ¡Eh, escuchad! ¡Tashtego, Queequeg, Daggoo! ¿Qué decís, paganos? ¿Me daréis bastante sangre como para cubrir este filo? —y lo levantó en alto.

Un montón de inclinaciones replicaron «Sí». Tres pinchazos se dieron en la carne pagana, y el filo para la ballena blanca quedó entonces templado.

Ego non baptizo te en nomine Patris, sed en nomine diaboli! —aulló Ahab en delirio, cuando el malévolo hierro devoró la sangre bautismal.

Entonces, trayendo de abajo las pértigas de repuesto, y seleccionando una de hickory, con la corteza todavía alrededor, Ahab adaptó el extremo al hueco del hierro. Se desenrolló entonces una aduja de cabo nuevo, se pasaron unas cuantas brazas de él en torno al molinete, y se estiraron con gran tensión. Apretando con el pie, hasta que al cabo vibró como una cuerda de arpa, luego inclinándose ávidamente sobre él, y no viendo rozaduras, Ahab exclamó:

—¡Bueno! Ahora, vamos a trincarlo.

Por un extremo, se destrenzó el cabo, y los cordones separados se trenzaron y tejieron en torno al hierro de arpón: luego se metió fuertemente el palo en el agujero del hierro; desde el extremo inferior, el cabo fue alineado hasta la mitad de la longitud del palo y firmemente sujeto así, con trenzado de hilo de vela. Hecho esto, palo, hierro y cabo —como las tres parcas— quedaron inseparables, y Ahab se marchó sobriamente a grandes zancadas con el arma; sonando a hueco en cada tabla el ruido de su pierna de marfil y el ruido del palo de hickory. Pero antes de que entrara en la cabina, se oyó un ruido ligero, poco natural, medio burlón, pero muy lamentable. ¡Ah, Pip, tu mísera risa, tus miradas ociosas, pero inquietas; todas tus extrañas mímicas se fundían, no sin significación, con la negra tragedia del melancólico barco y se burlaban de ella!

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