CXXIII  El mosquete

Durante las más violentas sacudidas del tifón, el marinero con la caña de mandíbula del Pequod había sido lanzado varias veces tambaleante a la cubierta por sus movimientos espasmódicos, aunque se había sujetado preventivamente la caña con aparejos, porque no se habían tensado, siendo indispensable un poco de juego en el timón.

En una galerna fuerte como ésta, mientras el barco no es más que un volante zarandeado por el huracán, no es nada raro ver que las agujas de las brújulas, de vez en cuando, dan vueltas y vueltas. Eso le pasó al Pequod: casi a cada sacudida, el timonel no había dejado de observar la velocidad de torbellino con que giraban en la rosa: es un espectáculo que difícilmente puede observar nadie sin alguna suerte de emoción insólita.

Unas horas después de medianoche, el tifón disminuyó tanto, que, con los robustos esfuerzos de Starbuck y Stubb —el uno ocupado a proa, el otro a popa— los desgarrados restos del foque, de la vela de trinquete y de las gavias se cortaron de las vergas, a la deriva, y salieron en remolino a sotavento, como las plumas de un albatros, que a veces se lanzan a los vientos en el vuelo de ese pájaro tan sacudido por las tormentas.

Las tres velas nuevas correspondientes se envergaron y rizaron y se puso más a proa una cangreja de capa, de modo que pronto el barco volvió a nadar por el agua con cierta precisión, y se dio una vez más al timonel el rumbo —por el momento, Este-Sud-Este— que debía tomar si era posible. Pues, durante la violencia de la galerna, había gobernado conforme a sus vicisitudes. Pero ahora, mientras ponía el barco tan próximo a su rumbo como era posible, mirando al mismo tiempo la brújula, he aquí, ¡buena señal!, que el viento pareció venir de popa: ¡sí, el viento contrario se volvió propicio!

Al momento se bracearon en cruz las vergas, al vivo canto de ¡Ah, el buen viento; ah, ah, fuerza, marineros!, con los tripulantes cantando de alegría de que tan prometedor acontecimiento hubiera desmentido tan pronto los malos prodigios que lo precedieron.

De acuerdo con la orden constante del capitán —informar inmediatamente, en cualquiera de las veinticuatro horas, sobre cualquier cambio importante en los asuntos de cubierta—, Starbuck, en cuanto orientó las vergas a la brisa —por más que de modo reluctante y sombrío— bajó maquinalmente a dar noticias al capitán Ahab sobre el hecho.

Antes de llamar a la puerta de la cabina, se detuvo involuntariamente un momento ante ella. La lámpara de la cabina —balanceándose largamente a un lado y a otro— ardía de modo irregular, lanzando sombras irregulares sobre la cerrada puerta del viejo, puerta delgada, con postigos cerrados, en lugar de paneles superiores. El aislamiento subterráneo de la cabina hacía que allí reinara cierto silencio zumbador, aunque estaba cercado alrededor por todo el rugido de los elementos. Los mosquetes cargados, en el armero, resaltaban de modo refulgente, erguidos verticalmente contra el mamparo de proa. Starbuck era un hombre honrado y recto, pero, en el momento en que vio los mosquetes, brotó extrañamente del corazón de Starbuck un mal pensamiento, aunque tan mezclado con sus acompañamientos neutrales o buenos, que por el momento apenas lo reconoció como tal.

—Una vez él me iba a disparar —murmuró—; sí, ahí está el mismo mosquete con que me apuntó, el de la culata claveteada; voy a tocarlo... a levantarlo. Es extraño que yo, que he manejado tantas lanzas mortales; es extraño que tiemble ahora así. ¿Cargado? Debo ver. Eso, eso; y pólvora en la cazoleta... eso no está bien. ¿Mejor verterla?... Espera. Me curaré de esto. Agarraré firme el mosquete mientras pienso. Vengo a informarle de un viento propicio. Pero propicio ¿cómo? Propicio para la muerte y la condenación..., eso es propicio para Moby Dick. Viento propicio es el que sólo es propicio para ese pez maldito... El mismo cañón con que me apuntó... el mismísimo, ése... lo tengo aquí; él me iba a matar con lo mismo que tengo ahora... Sí, y le gustaría matar a toda su tripulación. ¿No dice que no arriará las vergas contra ninguna galerna? ¿No ha tirado su cuadrante celeste? Y en estos mismos mares peligrosos ¿no recorre su camino a tientas por la simple estima de la corredera, tan abundante en errores? Y en este mismo tifón, ¿no juró que no quería tener pararrayos? Pero ¿se consentirá mansamente que este viejo loco arrastre consigo a la condenación de todos los tripulantes de un barco? Sí, eso le haría el terco asesino de treinta y tantos hombres, si este barco sufre daño mortal; y mi alma jura que este barco sufrirá daño mortal si Ahab se sale con la suya. Entonces, si en este instante, él fuera... echado a un lado, ese delito no sería suyo. ¡Ah! ¿está murmurando en su sueño? Sí, ahí mismo... ahí, está durmiendo. ¿Durmiendo? Sí, pero todavía vivo, y pronto volverá a despertar. No te puedo soportar, entonces, viejo. Ni razonamientos, ni protestas, ni amenazas quieres escuchar; todo eso lo desprecias. Obediencia absoluta a tus mandatos absolutos, es todo lo que respiras. Sí, y dices que los marineros han jurado tu juramento: dices que todos nosotros somos Ahabs. ¡No lo quiera el gran Dios! Pero ¿no hay otro modo? ¿No hay modo legal? ¿Hacerle prisionero para llevarle al puerto? ¡Qué! ¿tienes esperanzas de arrancar la fuerza viva de este viejo de entre sus propias manos vivas? Sólo un loco lo intentaría. Supongamos que estuviera en grillos; ligado todo él con cabos y estachas; encadenado a cáncamos en el suelo de la cabina: sería entonces más horrible que un tigre enjaulado. No podría yo aguantar ese espectáculo: toda comodidad, el mismo sueño, la inapreciable cordura me abandonarían en el largo e intolerable viaje, ¿Qué queda entonces? La tierra está a centenares de leguas, y la más cercana es el cerrado Japón. Estoy aquí solo en un mar abierto, con dos océanos y un continente entero entre la ley y yo. Eso, eso, así es. ¿Es el cielo un asesino cuando su rayo hiere en la cama a uno que intenta ser un asesino, haciendo cenizas a la vez las sábanas y la piel? ¿Y sería yo un criminal, entonces, si...?

Y de modo lento y furtivo, y mirando de medio lado, apoyó contra la puerta el mosquete cargado.

—A esta altura pende ahí dentro la hamaca de Ahab; su cabeza está en esta dirección. Un toque, y Starbuck sobrevivirá para abrazar otra vez a su mujer y su hijo. ¡Ah, Mary, Mary; niño, niño, niño! Pero si no te despierto a la muerte, viejo, ¿quién puede decir a qué insondadas profundidades se hundirá el cuerpo de Starbuck en la próxima semana, con toda la tripulación? Gran Dios ¿dónde estás? ¿Lo haré, lo haré...? el viento ha caído y ha saltado, capitán; se han erizado y cazado la vela de trinquete y las gavias; el barco sigue el rumbo.

—¡Cía! ¡Ah, Moby Dick, por fin estrecho tu corazón!

Tales fueron los sonidos que ahora salieron violentamente del atormentado sueño del viejo, como si la voz de Starbuck hubiera hecho hablar al sueño largamente mudo.

El mosquete, todavía apuntado, se agitó contra el mamparo como el brazo de un borracho; Starbuck pareció luchar con un ángel; pero, separándose de la puerta, puso en el armero el tubo mortal y abandonó el sitio.

—Señor Stubb, está demasiado dormido; baje a decírselo usted. Yo debo ocuparme aquí de la cubierta. Usted sabe qué decir.

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