CXXIV  La aguja

A la mañana siguiente, el mar, aún no sosegado, se agitaba en largas y lentas olas de poderosa mole, y, agolpándose en el gorgoteante rastro de Pequod, lo empujaba como las manos extendidas de un gigante. La fuerte brisa sin vacilación era tan abundante que el cielo y el aire parecían vastas velas panzudas: el mundo entero corría viento en popa. Velado en la plena luz matinal, el invisible sol se daba a conocer sólo por la difusa intensidad de su sitio, de donde las bayonetas de sus rayos salían en haces. Por encima de todo reinaban blasones como de coronados reyes y reinas babilónicos. El mar era un crisol de oro fundido, que saltaba en burbujas con luz y calor.

Observando largamente un silencio encantado, Ahab se mantenía aparte, y cada vez que el barco balanceante hacía bajar el bauprés, volvía a mirar los claros rayos del sol lanzados por delante; y cuando se agachaba profundamente por la popa, se volvía atrás, y veía el lugar del sol a retaguardia, y cómo los mismos rayos amarillos se fundían con su estela sin desvío.

—¡Ah, ah, barco mío! Se te podría tomar muy bien por el carro marino del sol. ¡Oh, oh, vosotras, todas las naciones ante mi proa, os llevo el sol! Enyugad aquellas olas: ¡hola! Conduzco el mar como un tiro de caballos.

Pero de repente se refrenó por algún pensamiento contrario, se apresuró al timón, preguntando roncamente qué rumbo llevaba el barco.

—Este-Sud-Este, capitán —dijo el asustado timonel.

¡Mientes! —golpeándole con el puño cerrado—. ¿Rumbo al este a estas horas de la mañana y con el sol a popa?

Ante esto, todo el mundo quedó confundido, pues el fenómeno recién observado de Ahab se les había escapado inexplicablemente a todos los demás, aunque la causa debía ser la misma palpabilidad cegadora.

Metiendo la mitad de la cabeza en la bitácora, Ahab lanzó una ojeada a las brújulas; su brazo levantado cayó lentamente, y por un momento pareció casi tambalearse. Detrás de él, Starbuck miró y ¡ved! las dos brújulas señalaban este, mientras que el Pequod, sin duda, iba al oeste.

Pero antes que se pudiera extender entre la tripulación la primera alarma loca, el viejo exclamó, con rígida risa:

—¡Ya lo tengo! Ha ocurrido otras veces. Starbuck, los rayos de anoche, han invertido nuestras brújulas... eso es todo. Creo que otras veces habrás oído hablar de tal cosa.

—Sí, capitán, pero no me había ocurrido nunca —dijo sombríamente el pálido oficial.

Aquí es preciso decir que accidentes como éste, en más de un caso, han ocurrido a barcos en violentas tempestades. La energía magnética que se despliega en la aguja de navegar es, como todos saben, esencialmente la misma que la electricidad observada en el cielo, por lo que no hay que asombrarse mucho de que pasen tales cosas. En casos en que el rayo ha caído efectivamente sobre el barco, destruyendo algunas de las vergas y jarcias, el efecto en la aguja ha sido a veces aún más pernicioso: toda su virtud magnética ha quedado aniquilada, de modo que el acero, antes magnetizado, ya no servía más que la aguja de zurcir de una vieja comadre. Pero en un caso y en otro, la aguja nunca vuelve, por sí misma, a recobrar la virtud original así estropeada o perdida; y si son afectadas las brújulas de la bitácora, la misma suerte alcanza a todas las demás que pueda haber en el barco, aun la más profunda, inserta en la sobrequilla.

Plantado deliberadamente ante la bitácora, y observando las agujas invertidas, el viejo, con la punta de la mano extendida, tomó entonces la posición exacta del sol, y se cercioró de que las agujas estaban exactamente invertidas, gritando sus órdenes para que se cambiara en consecuencia el rumbo del barco. Las vergas se pusieron a barlovento, y una vez más, el Pequod lanzó su impertérrita proa al viento opuesto, pues el que se supuso propicio no había hecho más que burlarse de él.

Mientras tanto, cualesquiera que fueran sus secretos pensamientos, Starbuck no decía nada, sino que daba tranquilamente las órdenes necesarias, mientras Stubb y Flask —que en pequeña medida parecían compartir sus sentimientos— asentían igualmente sin murmurar. En cuanto a los marineros, aunque algunos de ellos gruñían sordamente, su miedo a Ahab era mayor que su miedo al destino. Pero, como siempre, los arponeros paganos permanecieron casi totalmente sin impresionar, o si se impresionaron, fue sólo con un cierto magnetismo metido en sus corazones afines por el inflexible Ahab.

Durante algún tiempo, el viejo recorrió la cubierta en ensueños vacilantes. Pero al resbalar por casualidad con su talón de marfil, vio los aplastados tubos de cobre del cuadrante que el día antes había aplastado contra la cubierta.

—¡Tú, pobre y soberbio observador del cielo y piloto del sol! Ayer te destrocé, y hoy las brújulas querían haberme destrozado a mí. Eso, eso. Pero Ahab todavía es señor del plano imán. Starbuck, una lanza sin palo, una mandarria y la más pequeña de las agujas del velero. ¡Pronto!

Añadiéndose, quizá, al impulso que dictaba lo que iba a hacer, había ciertos motivos de prudencia cuyo objeto podría haber sido reanimar los ánimos de los tripulantes con un golpe de su sutil habilidad, en un asunto tan prodigioso como el de las brújulas invertidas. Además, el viejo sabía muy bien que seguir el rumbo con agujas invertidas, no era cosa, aunque toscamente practicable, que hubiera de ser admitida por marineros supersticiosos sin algunos estremecimientos y malos presagios.

—Muchachos —dijo, volviéndose firmemente hacia la tripulación, cuando el oficial le entregó las cosas que había perdido—: muchachos, el rayo ha cambiado las agujas del viejo Ahab; pero, con este trozo de acero, Ahab puede hacerse una que señalará tan segura como cualquiera.

Al decir esto, entre los marineros se cambiaron miradas avergonzadas de asombro servil, y con ojos fascinados aguardaron la magia que viniera a continuación. Pero Starbuck apartó la mirada.

Con un golpe de martillo, Ahab sacó de la lanza la punta de acero y luego, dándole al oficial la larga vara de hierro que quedaba, le mandó que la sostuviera derecha sin que tocara la cubierta. Entonces, con el martillo, tras de golpear repetidamente la parte superior de esa vara de hierro, colocó la aguja despuntada en su extremo, y la martilló varias veces, con menos fuerza, mientras el oficial seguía sosteniendo la vara como antes. Luego, realizando varios extraños movimientos con ello —no es seguro si eran indispensables a la magnetización de la aguja, o si estaban simplemente destinados a aumentar la reverencia de los tripulantes— pidió hilo de lino, y, acercándose a la bitácora, sacó las dos agujas invertidas y suspendió horizontalmente la aguja de vela por la mitad sobre una de las rosas de los vientos. Al principio, el acero dio vueltas y vueltas, temblando y vibrando por los dos extremos, pero al fin se fijó en su sitio; entonces Ahab, que había observado atentamente el resultado, se echó atrás decididamente de la bitácora, y señalando a ella con su brazo extendido, exclamó:

—¡Mirad vosotros mismos si Ahab no es señor de la piedra imán! El sol está al este, y esta brújula lo jura.

Uno tras otro se asomaron, pues sólo sus propios ojos podían convencer a una ignorancia como la suya, y uno tras otro se marcharon.

Entonces se vio a Ahab en todo su fatal orgullo, con sus fieros ojos de desprecio y triunfo.

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