LIX El pulpo

Vadeando lentamente a través de las praderas de brit, el Pequod mantenía su rumbo nordeste hacia la isla de Java, con un suave viento empujando su quilla, de modo que en la serenidad circundante sus tres altos mástiles puntiagudos se mecían dulcemente en aquella lánguida brisa como tres dulces palmeras en una llanura. Y todavía, con amplios intervalos, en la noche plateada, se veía el solitario chorro incitante.

Pero una transparente mañana azul, cuando una quietud casi preternatural se extendía sobre el mar, aunque sin ir acompañada por ninguna calma chicha; cuando la larga y bruñida franja de sol en las aguas parecía un dedo de oro extendido a través de ellas para imponer algún secreto; cuando las resbalosas olas susurraban juntas al pasar corriendo; en ese profundo acallamiento de la esfera visible, Daggoo vio un extraño espectro desde la cofa del palo mayor.

En la lejanía, se elevó perezosamente una gran masa blanca y, alzándose cada vez más alta y desprendiéndose de lo azul, por fin centelleó ante nuestra proa como un alud recién desprendido de las montañas. Brillando así por un momento, se desvaneció con la misma lentitud, y se sumergió. Luego volvió a subir una vez más, y brilló en silencio. No parecía una ballena, y sin embargo, «¿es éste Moby Dick?», pensó Daggoo. Volvió a bajar el fantasma, pero cuando reapareció una vez más, el negro aulló con un grito como de estilete que sobresaltó a todos los hombres en su sopor:

—¡Ahí, ahí otra vez! ¡Ahí salta! ¡Ahí delante! ¡La ballena blanca, la ballena blanca!

Al oírlo, los marineros se precipitaron a los penoles, como en tiempo de enjambre las abejas se precipitan a las ramas. Con la cabeza descubierta bajo el sol abrasador, Ahab estaba en el bauprés y con una mano echada atrás, en preparación para señalar sus órdenes al timonel, lanzaba su ansiosa mirada en la dirección indicada desde lo alto por el extendido brazo inmóvil de Daggoo.

Fuera porque la presencia irregular de aquel chorro único y solitario hubiera hecho efecto gradualmente en Ahab, de modo que ahora estuviera preparado a relacionar las ideas de dulzura y reposo con la primera visión de esa determinada ballena que perseguía; por eso, o por que le traicionara su ansiedad, por lo que quiera que fuera, en cuanto percibió claramente la masa blanca, con rápida tensión dio orden al momento de arriar las lanchas.

Las cuatro lanchas estuvieron pronto en el agua; la de Ahab por delante, y todas, ellas remando rápidamente hacia su presa. Pronto se hundió y mientras, con los remos en suspenso, esperábamos su reaparición, he ahí que volvió a surgir lentamente una vez más en el mismo lugar donde se había sumergido. Casi olvidando por el momento todos los pensamientos sobre Moby Dick, mirábamos ahora el más prodigioso fenómeno que los mares secretos han revelado hasta ahora a la humanidad. Una vasta masa pulposa, de estadios enteros de anchura y longitud, de un resplandeciente color crema, flotaba en el agua, con innumerables brazos largos irradiando desde su centro y retorciéndose y rizándose igual que un nido de anacondas, como para captar a ciegas cualquier desdichado objeto a su alcance. No tenía cara ni frente perceptible; no tenía signo concebible de sensación o instinto, sino que ondulaba allí en las olas una manifestación de vida sin forma, extraterrenal, azarosa.

Al desaparecer lentamente otra vez con un sordo ruido de succión, Starbuck exclamó con voz loca, sin dejar de mirar a las agitadas aguas donde se había hundido:

—¡Casi habría preferido ver a Moby Dick y luchar con él que haberte visto a ti, fantasma blanco!

—¿Qué era eso, señor Starbuck? —dijo Flask.

—El gran pulpo viviente, que, según dicen, pocos barcos balleneros han visto y han regresado al puerto para contarlo.

Pero Ahab no dijo nada; haciendo virar la lancha, volvió al barco, y los demás le siguieron igualmente callados.

Cualesquiera que sean las supersticiones que los cazadores de cachalotes en general tengan en relación con la visión de este objeto, lo cierto es que, como el poderlo entrever es tan insólito, esa circunstancia ha llegado a revestirlo de carácter portentoso. Tan raramente se observa que, aunque todos a una voz declaren que es la mayor cosa animada del océano, muy pocos de ellos tienen sino vaguísimas ideas respecto a su verdadera naturaleza y forma, a pesar de lo cual creen que proporciona al cachalote su único alimento. Pues aunque otras especies de ballenas encuentran su alimento sobre el agua, y pueden ser vistas por el hombre en el acto de alimentarse, el cachalote obtiene todo su alimento en zonas desconocidas bajo la superficie y sólo por inferencia puede alguien decir en qué consiste exactamente ese alimento. A veces, cuando se le persigue de cerca, vomita lo que se supone que son los brazos desprendidos del pulpo, y algunos de ellos, que así se muestran, exceden los veinte y treinta pies de longitud. Se les antoja que el monstruo a que originalmente pertenecieron suele agarrarse con ellos al fondo del océano, y que el cachalote, a diferencia de otras especies, está provisto de dientes para atacarlo y destrozarlo.

Parece haber algún fundamento para imaginar que el gran Kraken del obispo Pontoppodan puede acabar por identificarse con el Pulpo. El modo como lo describe el obispo, alternativamente subiendo y bajando, con algunos otros detalles que cuenta, hacen que se correspondan los dos en todo esto. Pero mucha rebaja es necesaria respecto al increíble tamaño que le asigna.

Algunos naturalistas que han oído vagos rumores sobre esta misteriosa criatura de que hablamos aquí, la incluyen entre la clase de las jibias, a la que en ciertos aspectos externos parecería que pertenece, aunque sólo como el Anak de la tribu.

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